Atapuerca: los caníbales inocentes
- Un estudio demuestra que el 'Homo antecessor' practicaba el canibalismo
- Sin embargo, no en los términos en los que lo entendemos ahora
Se los comían. Agarraban los cadáveres de mujeres, niños y hombres y sistemáticamente separaban los músculos, la carne, de los huesos. Con los prodigiosos filos de piedra que eran el triunfo de su tecnología tajaban la piel y la carne en los lugares exactos donde los músculos se unen al hueso para separar los paquetes musculares con precisión de cirujano, o carnicero.
Destazaban los cuerpos de otros seres humanos igual que lo hacían con los ciervos o caballos que cazaban, indudablemente con la misma intención. Comían, sin duda y de modo habitual, la carne de sus semejantes muertos por quién sabe qué enfermedades, accidentes o ataques animales, pues no tenemos pruebas de que la muerte fuese deliberada.
“Comían de modo habitual la carne de sus semejantes muertos“
Hace casi un millón de años los humanos que vivían en las cuevas que hoy llamamos Trinchera Dolina, de la pequeña Sierra de Atapuerca, en Burgos, se alimentaban de la carne de sus muertos.
Y sin embargo no eran caníbales; no como entendemos este término.
Conocemos casos de canibalismo en culturas históricas, aunque menos de los que pensamos: acusar de caníbales a sus enemigos ha sido parte habitual de los argumentos de los pueblos conquistadores para justificar su agresión.
Existen, sin embargo, casos comprobados de antropofagia, y no sólo en casos de emergencia por circunstancias catastróficas y necesidad imperiosa.
Algunos pueblos guerreros hicieron costumbre de devorar los cuerpos de sus enemigos caídos, o aquellos órganos específicos (corazón, hígado) donde pensaban que se almacenaba el valor. Algunos pueblos de las Américas como los guaraníes o los aztecas usaban el consumo de carne humana, manjar de dioses, en sus ceremonias religiosas; una suerte de comunión que los cristianos (la secta teófaga, que decían los filósofos paganos) recrea en forma ritual. Algunas tribus de Nueva Guinea como los Fore incorporaron el canibalismo a sus rituales funerarios, en este caso consumiendo el cerebro de sus muertos (y extendiendo con ello una letal infección); otras culturas isleñas del área devoraban sin recato a sus enemigos vencidos (el llamado 'Cerdo Largo').
Todos estos grupos reconocían la singularidad del acto y sus implicaciones; todos eran caníbales conscientes que consideraban¿perfectamente válidas sus razones para consumir carne humana reconociendo su excepcionalidad.
“Para ser caníbal es necesario saber que no es lo mismo comerse un humano que una liebre“
Pero para que exista un tabú que hay que superar, para que el canibalismo sea una forma especialmente horrible de alimentación, hay que reconocer que la carne humana es diferente; hay que distinguir entre el cadáver de un humano y el de un rinoceronte o una liebre. Para ser caníbal, en el verdadero sentido del término, es necesario comprender que no es lo mismo comerse un filete de ser humano que comerse un filete de caballo. Y no hay pruebas de que los humanos cuyos restos aparecen en el nivel 6 de Trinchera Dolina, en Atapuerca, hiciesen esta crucial distinción.
Para un carnívoro un filete es un filete, con independencia de su origen. Los leones o las hienas no le hacen ascos a meterle una dentellada al cuerpo de un semejante; de hecho la muerte de crías nacidas de otros padres por nuevos líderes de harén está bien documentada en los grandes félidos.
Si los tigres no cazan otros tigres y las orcas no cazan otras orcas no es por alguna repugnancia moral, sino porque no es negocio: hay demasiados pocos tigres y orcas, y además son enemigos demasiado peligrosos.
Los tiburones no tienen escrúpulos en atacar y devorar a otros tiburones cuando se enzarzan en un frenesí asesino; una piraña herida no dura más que cualquier otro animal que sangre. En el mundo natural el perro sí que come carne de perro, porque no hay distinción ninguna y un cuerpo está tan lleno de proteínas como cualquier otro. No hay canibalismo: tan sólo alimentación.
No tenemos pruebas de que los seres humanos hiciesen esta crucial distinción hasta más tarde; precisamente hasta el yacimiento de la Sima de los Huesos, en la misma Sierra de Atapuerca, medio millón de años posterior a sus antepasados devoradores de sí mismos. Allí por primera vez se detecta un patrón que demuestra que aquellos sí distinguían entre los cuerpos de sus semejantes y los del resto del mundo animal; que separaban y trataban de modo diferente a sus muertos que a los muertos del resto de las especies animales.
En la Sima de los Huesos hay una acumulación selectiva de cuerpos humanos colocados aparte, reconocidos por tanto como distintos y especiales, tal vez despedidos (al menos ocasionalmente) con algún tipo de ritual, como sugiere la presencia de una bellísima hacha de piedra roja que quizá fuera una ofrenda.
En los restos humanos arrojados deliberadamente a la Sima de los Huesos no aparecen los finos y rectos rasguños en las zonas de inserción muscular que denotan el corte de la carne para consumirla: no había antropofagia en aquellos moradores, para los que sin embargo la carne humana muerta era ya diferente de la carne de otros animales; los cadáveres de sus semejantes distintos de cualquier fuente de alimento.
Los humanos de la Sima ya eran capaces de empatía, de ponerse en el lugar del muerto, de comprender la diferencia entre ellos y el resto del mundo animal.
“No nos consta que sintieran el tabú de la antropofagia, porque no sabían“
Para sus ancestros, medio millón de años antes esta diferencia no nos consta que existiera. Sabemos que devoraban a sus muertos, pero no nos consta que sintieran el estigma, el horror o el tabú que conlleva la antropofagia; porque no sabían. Fueron caníbales, sí, pero caníbales inocentes.