Ondas gravitacionales, rizos en la quinta dimensión
- El observatorio LIGO ha detectado estas ondulaciones en el espacio-tiempo
- Fueron teorizadas por Einstein y se propagan a la misma velocidad que la luz
- Permitirán indagar en la materia oscura, los agujeros negros y el Big Bang
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El LIGO (Observatorio de Interferometría Láser de Ondas Gravitacionales) ha confirmado la detección directa de ondas gravitacionales, predichas hace cien años por la teoría de la relatividad general de Einstein. Las señales procedentes de un agujero negro binario (dos agujeros negros que se están fusionando) son concluyentes, a diferencia de los resultados anunciados en marzo de 2014 a partir de la información recogida por el telescopio de microondas BICEP2 en el Polo Sur. Se trata de todo un hito en la historia de la ciencia que seguramente otorgará a sus descubridores el próximo Premio Nobel de Física.
La detección de ondas gravitacionales venía mascándose desde el pasado 11 de enero, cuando el físico y cosmólogo estadounidense Lawrence Krauss dio pábulo al rumor en su cuenta de Twitter.
Se trata de olas o rizos en el tejido tetradimensional del espacio-tiempo que se propagan como consecuencia del movimiento acelerado de cuerpos con mucha masa. Al igual que las ondas electromagnéticas, que transportan la luz en todo su espectro (desde las ondas de radio hasta los rayos gamma), las gravitacionales también se desplazan a una velocidad de casi 300.000 kilómetros por segundo. Sin embargo, las longitudes de onda de estas últimas son mucho mayores, ya que pueden medir desde unos pocos kilómetros hasta el tamaño entero del Universo (en cuyo caso serían indetectables).
Supongamos que de repente algún extraterrestre desaprensivo sacara al Sol de su ubicación y lo colocara en otra galaxia. Al cabo de ocho minutos, la Tierra no solo dejaría de recibir su luz sino que saldría disparada de su órbita al dejar de experimentar el campo gravitacional generado por la estrella, que es lo que comba el espacio-tiempo en su entorno y hace que giremos en su derredor. Por supuesto, ambos sucesos serían catastróficos para la vida en el planeta azul. Durante ocho minutos estaríamos observando el Sol y sintiendo su influjo gravitatorio aunque el astro ya no existiese (de igual modo que por las noches vemos estrellas que pueden haber desaparecido hace cientos de millones de años): es justo el tiempo que tardarían en llegar -a unos 300.000 km/s– tanto las ondas electromagnéticas como las gravitacionales.
Fuentes violentas pero muy lejanas
Las principales fuentes de ondas gravitacionales son los objetos masivos binarios que giran juntos (un par de enanas blancas, de estrellas de neutrones o de agujeros negros), las supernovas (estallidos de estrellas) y el propio Big Bang al principio del Universo. Las procedentes del Big Bang o estallido primigenio serían las llamadas ondas primordiales, cuya detección fue anunciada a bombo y platillo hace casi dos años (el descubrimiento no superó la revisión científica y quedó en suspenso en febrero de 2015, debido a que el excesivo polvo galáctico contaminó los resultados).
Al emitir ondas gravitacionales, los cuerpos pierden energía, al igual que cuando irradian luz. Esto le ocurre a la Tierra al girar en torno al Sol, por lo que su pérdida progresiva de energía hará que caiga en espiral y choque finalmente con el astro... ¡pero en un plazo de 1027 años! (solo han pasado algo más de 1010 desde el Big Bang). Las ondas gravitacionales son mucho más intensas en un sistema binario de estrellas de neutrones (por tanto, la pérdida de energía de éstas es mayor), lo que hace que los periodos orbitales experimenten cambios más rápidos. El Nobel de Física premió en 1993 a quienes hallaron que en un sistema binario de púlsares (un tipo de estrella de neutrones) el periodo orbital se había recortado más de diez segundos en veinte años (o sea, los púlsares estaban cayendo uno sobre el otro), prueba indirecta de la existencia de las ondas gravitacionales.
Confirmar directamente que están ahí fuera no parece en principio tarea demasiado difícil: se trataría de comprobar si se modifica la distancia entre dos objetos separados en el espacio al pasar una de ellas. El problema para detectarlas es que cuando llegan a la Tierra desde tan lejos cambian la curvatura del espacio-tiempo de manera minúscula, haciendo que las distancias aumenten o disminuyan mucho menos que el diámetro de un átomo. Aún así, el LIGO lo ha logrado con sus dos detectores en EE.UU (uno en el estado de Washington y otro en Luisiana).
Las ondas gravitacionales permitirán sondear el espacio-tiempo allí donde no llega –o no interactúa- la radiación electromagnética: la materia oscura, los agujeros negros y el Universo desde los 380.000 años de existencia hacia atrás hasta el Big Bang. El Universo se hizo transparente a esa edad, al juntarse protones (de carga positiva) y electrones (de carga negativa) para formar los primeros átomos: los fotones dejaron de ser rebotados una y otra vez por las partículas cargadas (ahora integradas en átomos neutros) y ya pudieron viajar sin impedimentos a través del espacio. Esto es lo más antiguo del Cosmos que podemos observar a través de la luz.
Con los rizos gravitacionales podremos pues llegar hasta el principio de todo, así como también indagar en los misterios hasta ahora impenetrables de la materia oscura y los agujeros negros. Por otra parte, contribuirán a futuros avances en el estudio de la gravedad en condiciones extremas. Una teoría cuántica de la gravedad nos permitiría conocer el aspecto del espacio-tiempo (¿espumoso?) a la escala de Planck (en torno a los 10-35 metros y los 10-43 segundos), por debajo de la cual el espacio y el tiempo dejan de tener significado.
Ondas primordiales e inflación cósmica
Las ondas gravitacionales primordiales se manifestarían en muy sutiles distorsiones en el fondo cósmico de microondas que baña todo el Universo, compuesto por su su luz más vieja: fotones enfriados cuya temperatura ronda los -273º C (el 0 absoluto), de una onda larguísima, una frecuencia muy corta y una energía muy exigua (todo lo contrario que los rayos gamma). Una parte de la nieve que se observaba, cuando no había un canal sintonizado, en la pantalla de los antiguos televisores analógicos es una huella de esa radiación electromagnética que empezó a viajar 380.000 años después del Big Bang.
Si algún día se lograra lo que en marzo de 2014 se anunció prematuramente como un éxito, ello supondría un sólido respaldo empírico a la teoría de la inflación cósmica. Propuesta originalmente en 1980 por Alan Guth y luego modificada por Andrei Linde, ésta señala que el Universo experimentó una expansión acelerada muy poco tiempo después del Big Bang, duplicando sucesivamente su tamaño decenas de veces. Duplicar 30 veces el tamaño puede parecer algo poco impresionante, pero si empezamos a aplicar la serie 1-2-4-8-16-32... el término trigésimo sería el número ¡536.870.912! Es como si un objeto de solo un milímetro de diámetro pasara a tener casi 537 kilómetros en muchísimo menos tiempo que un nanosegundo. Si en vez de 30 duplicaciones fueran 40, ese diámetro pasaría a ser de 549.000 kilómetros (algo menos que un viaje de ida y vuelta a la Luna). Esta violenta expansión habría generado necesariamente potentes ondas gravitacionales.
Cuando la expansión superlumínica (el límite de 300.000 km/s es para todo lo que se mueve dentro del espacio, no para el propio espacio) se detuvo, la energía que se liberó fue la que creó toda la materia del Universo: es lo que se llama el Big Bang caliente, posterior a la detonación que desató -a causa de una fuerza repulsiva cualitativamente similar a la desconocida energía oscura- la expansión acelerada. Desde entonces, el Universo ha seguido expandiéndose, pero de una manera muchísimo más pausada (aunque con una aceleración creciente).
El modelo de la inflación cósmica explica por qué el Universo es plano y tan homogéneo a gran escala. Suele usarse el símil de un globo sin inflar con sus pequeñas arrugas (semejantes a las inhomogeneidades a escala microscópica producto de las fluctuaciones cuánticas primigenias): al inflarlo, las arrugas se van alisando hasta el punto de hacer difícil su apreciación.
Las pequeñas diferencias de temperatura (expresadas gráficamente en diferentes colores) en el fondo cósmico de microondas reflejan precisamente esas pequeñas inhomogeneidades iniciales. Por cierto, sin ellas (y sin una pequeñísima discrepancia entre las cantidades originales de materia y antimateria, que al tener signo contrario se autodestruyen) no se hubieran formado las galaxias, las estrellas y la vida: todo lo que vemos, incluidos nosotros mismos, debe su existencia a una minúscula asimetría de partida.