Lujosas generaciones de actores
- Compiten Eduard Fernández, Antonio de la Torre, Luis Callejo y Roberto Álamo
- Manolo Solo, Javier Pereira, Karra Elejalde y Javier Gutiérrez optan en reparto
- Suman dos generaciones con el dominio del oficio en el código genético
Que Eduard Fernández es un actor descomunal no parece que le pueda quedar la mínima duda a nadie, su capacidad para mimetizarse con cada uno, grande o pequeño, grave o ligero, bondadoso o maléfico, de los personajes que asume resulta proverbial y a estas alturas no deberíamos sorprendernos de su capacidad para ser en la pantalla quien se proponga ser.
No en vano este año ha sido nada menos que Francisco Paesa, el colaborador más célebre y oscuro de los servicios secretos españoles, supuesto participante en los GAL o en alguna sonada operación contra ETA, en El hombre de las mil caras, dirigido por Alberto Rodríguez, un complejo thriller centrado en su relación con Luis Roldán, el que fuera director general de la Guardia Civil, al que acabó estafando la multimillonaria cantidad que este a su vez había desfalcado a la propia institución.
Eduard Fernández, que ganó la Concha de Plata en el último Festival de San Sebastián por este trabajo, no se parece en nada a Paesa pero su composición le hace parecer más real y plausible que el verdadero, en su condición de hombre misterioso, discreto, cínico, canalla, capaz de moverse en todos los ambientes, de una agilidad mental de dimensiones olímpicas, entre otras cualidades que el actor exterioriza por vías tan sutiles como una característica actitud corporal o el brillo de su mirada. Se diría que el trabajo del actor está esta vez por encima de la película o que la película sería mucho menos de lo que es sin su presencia. Ganador de dos Goya, uno como protagonista por Fausto 5.0 (2001) y otro como mejor secundario por En la ciudad (2003) y entre múltiples nominaciones por casi todos sus trabajos sobresale la de 2013 como protagonista por Todas las mujeres, memorable trabajo que sí fue reconocido en la primera edición de los Premios Días de Cine.
La cantera de Tarde para la ira
Si algo puede quedar en la memoria colectiva de la producción cinematográfica española de 2016 será sin duda la presentación en sociedad como director del actor Raúl Arévalo, con su película Tarde para la ira, de cuyo reparto procede significativamente una proporción como poco llamativa de las nominaciones a las categorías de interpretación en sus distintos apartados. Baste decir que en el de actores protagonistas aparecen los dos principales de este solidísimo thriller con espíritu de western, que utiliza la obsesión por la venganza como fluido vital de su poderosa propuesta narrativa.
Antonio de la Torre ejerce esta vez de olla a presión en la que se cuece a fuego lento un incontenible ánimo de revancha materializado en un plan maquiavélico rumiado en silencio durante años para cortar o destrozar las vidas de los que siete años antes acabaron con la suya. Su trabajo es de contención, de concentración, de paciente observación de su presa, como de ave rapaz, de ocultar sistemáticamente la furia que bulle en su interior y que sólo en los momentos precisos, determinados por su minucioso y elaborado plan, estalla en actos secos y estremecedores de violencia que salen al exterior como la lava de un volcán, aniquilando exacta y sistemáticamente el objeto de su ira.
Junto a él, también nominado en la categoría principal, Luis Callejo, uno de esos rostros que llevamos viendo desde hace más de una década en pequeños papeles, en personajes verdaderamente secundarios, de esos que pasan poco menos que desapercibidos, y no por su tamaño o su fugacidad sino por la eficacia y la precisión de un intérprete que logra exactamente no parecer un actor sino ser exactamente el personaje. Pero le ha llegado su oportunidad, un personaje en toda regla, el de un pringado que ha pagado con una larga condena el haber participado en el atraco sangriento a una joyería, eso sí, como mero conductor que facilitase la huida, y haber mantenido la boca cerrada por fidelidad a sus compañeros de fechoría, que al recuperar su libertad ve rotas todas sus expectativas de normalidad al convertirse en obligado acompañante de un vehemente vengador que le fuerza a ponerle en el rastro de los verdaderos responsables del deleznable acto que dejó sin sentido su existencia.
Callejo encarna con pasmosa verosimilitud a un hombre feroz, endurecido en los patios carcelarios, reconvertido en una víctima indefensa, perpleja, en un ser casi patético, impotente, que se ve superado, y de qué forma, por el tsunami de ira que se le viene encima y del que no acierta a escapar. De resultar inquietante y suscitar poca o ninguna empatía en las primeras secuencias pasa a despertar un incómodo sentimiento de piedad en el espectador. Su trabajo es, sin duda, el más sorprendente de entre los de los nominados. Su profesionalidad ha propiciado que este mismo año aparezca fugazmente, en una casi única secuencia, en El hombre de las mil caras encarnando al exministro socialista Juan Alberto Belloch sin que casi nadie le haya reconocido.
El cuarto nominado como protagonista es Roberto Álamo por su participación en Que Dios nos perdone, donde encarna a un policía en conflicto consigo mismo y con su incontrolable instinto violento, formando pareja estable con el también peculiar agente que encarna Antonio de la Torre, concentrados ambos en la resolución del complicado caso de un reguero de cadáveres ancianitas violadas que va dejando un perturbado de los calificados como asesinos en serie, con el trasfondo del 15-M y la visita del Papa a Madrid en el verano de 2011. Roberto Álamo derrocha energía contenida, un torrente de sentimientos contradictorios que el personaje intenta canalizar en el ejercicio de su profesión, haciendo poco menos que imposible la vida de su familia y difícil la de sus colegas, en un registro que el actor frecuenta asiduamente desde que asumiera el personaje de Urtain, primero sobre los escenarios y después en una meritoria versión televisiva.
Nominados a mejor actor de reparto
Continuando con los nominados por Tarde para la ira, además de la estupenda presencia de Ruth Díaz, pero de eso ya se habla en otro apartado de este mismo especial, destaca la deslumbrante irrupción de Manolo Solo, nominado al Goya como mejor secundario por una única secuencia que hiela la sangre del espectador, una aparición primero sorprendente, sobre todo por el contraste con su inmediatamente anterior trabajo encarnado al juez Ruz aguantando el tipo impecablemente frente al contundente Luis Bárcenas de Pedro Casablanc en B, la película, y después sobrecogedora por la fuerza traumática de la situación, toda una lección de cómo componer un personaje inolvidable en un mínimo de recorrido en la pantalla.
Manolo Solo cambia radicalmente su gesto, aquí un individuo de la calle, de los bajos fondos, drogadicto compulsivo, de una simpatía inquietante, que se maneja con espectacular desenvoltura en los duros y pintoresco ambientes por los que transita, pero sobre todo inolvidable por la carismática voz cascada que caracteriza al personaje como una forma de maquillaje o un elemento más del vestuario, haciendo un retrato biográfico en cada frase entrecortada o cada inflexión. Realmente memorable. No es casualidad que en la lista de lo mejor del año de Días de cine, Manolo Solo aparece entre los tres más destacados, obviando la extensión de su presencia en pantalla.
Como secundario, también por Que dios nos perdone, Javier Pereira, que, tras ganar el Goya de actor revelación con Stockolm en 2013, repite con Rodrigo Sorogoyen como director y deja a un lado su habitual disfraz de chico bueno, majete o normal para convertirse en todo lo contrario, en un auténtico perturbado, capaz de los crímenes más aberrantes, más inquietante por méritos propios que por lo que le reserva un guion, que por lo que a su personaje respecta, busca resoluciones llamativamente precipitadas.
Karra Elejalde ejemplifica como pocos la constancia de un actor en permanente estado de gracia, otro para el que no hay papel pequeño, que después de su baño de masas en Ocho apellidos vascos, sobrevive a sí mismo y a la popularidad repentina asumiendo un personaje desbordante de humanidad, el suegro del voluntarioso protagonista de 100 metros, al que aporta además ese plus de humor socarrón, de gruñón irreductible que le hace doblemente entrañable.
Por último Javier Gutiérrez, otro de los que ha empezado a ocupar sistemáticamente lugares de honor en cualquier lista de premiables. Ahora, tras ganar el Goya de actor principal por La isla mínima, reaparece como secundario en El olivo, la nueva película de Icíar Bollaín, en la que asume el papel de El Alcachofa, tío de la protagonista, que se deja embarcar en la aventura utópica de viajar hasta Dusseldorf para recuperar el olivo milenario que da título a la película y sirve de detonante y McGuffin de este precioso cuento bienintencionado. Gutiérrez, que proyecta sobre su personaje las consecuencias de la crisis económica, aporta una chispa de humor sutil que relativiza las circunstancias adversas y las situaciones al borde de lo ridículo que experimentan.
Visto lo visto, no cabe sino el mayor optimismo respecto el material humano que alimenta el cine español, una lista en la que todos son pero lógicamente no todos están, intérpretes de muy variados registros, versátiles, equiparables a los mejores del panorama internacional, reunidos en una o dos generaciones que llevan la excelencia, la inspiración y el dominio del oficio en el código genético, capaces de elevar las películas en las que intervienen a inimaginables cotas de credibilidad, emoción y sabiduría.