Por RAFAEL MUÑOZ
La diseñadora lleva varias temporadas rompiendo tópicos y buscando una línea distinta que se acerca a la costura pero sin perder sus señas de identidad.
Colores zumo, como naranja, frambuesa, kiwi y manzana, se ven en solitario o en mezclas que recuerdan a YSL, como los naranjas con fucsia o los rojos con rosa. El color también salpica a los zapatos y los bolsos, que se diseñan en plástico transparente.
Vemos jerseys de punto grueso, abrigos de lana y chaquetas de paño que chocan con dieños creados con plumas con una mezcla de aire sofisticado e infantil. Otro de sus propuestas es un claro contraste entre las propias piezas que tienen tonos veraniegos pero texturas invernales.
Los corazones, tan amados por Ágatha, se llenan de lentejuelas sobre jerseys de punto gris, o decoran bolsillos. Destacan los manguitos para proteger las manos del frío con formas “cuore” que aportan un detalle coqueto a la colección.
Una colección con pocos estampados, rayas y alguno abstracto, y en la que deambula un sastre pitillo en naranja chillón. Las capas se adhieren a los abrigos y vestidos con volúmenes huevo y burbuja, algunos con grandes topos. Llaman la atención las capas-poncho en fresa y nata hinchadas como globos, tanto como los vestidos de noche con cintas larguísimas que caen desde el hombre hasta el suelo en tonos ácidos y flúor que brillan en la oscuridad.
Ágatha Ruiz de la Prada, una de las veteranas de la pasarela madrileña, parece haber disfrutado haciendo esta colección. Empezó trabajándola como esmero y entereza, y terminó desmelenándose y volviéndose loca con los vestidos de cintas de colores, irreales y divertidos. Esos que solo supo, sabe y sabrá hacer la alocada Ágatha.