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Concierto núm. 13 de la temporada de abono de la Orquesta y Coro RTVE

Por

VARIACIONES AL AMANECER

Miguel Ángel Gómez Martínez

Amaneciendo (passacaglia)

Uno de nuestros directores de orquesta de mayor prestigio internacional vuelve esta noche al podio del Monumental no sólo para reencontrarse con la orquesta de la que fue titular a mediados de los 80 sino, además, para ofrecernos con ella el estreno absoluto de una de sus últimas obras. Como Furtwängler, como Maazel o Bernstein, Miguel Ángel Gómez Martínez (Granada, 1949) es un director que compone música y lo hace con la especial maestría de quien domina a la perfección el más refinado instrumento, la orquesta sinfónica. Pero no destaca solo por su orquestación brillante y eficaz -“Sé perfectamente qué hacer para obtener determinados efectos”, ha dicho- sino sobre todo como creador de materia musical. Esta noche nos invita a poner junto a sus ya consagradas Sinfonía del Descubrimiento (1992) o Sinfonía del Agua (2007) uno de sus últimos trabajos, menos ambicioso en las proporciones pero no menos rico en su contenido. El músico granadino es dueño de una carrera fulgurante que tuvo su primer punto de apoyo en su virtuosismo como pianista precoz y en los estudios de dirección de orquesta en Viena a finales de los 60 con Hans Swarowsky, entre otros. Su talento se refuerza, además, con una asombrosa memoria que le permite dirigir sin partitura un repertorio que incluye decenas de óperas y casi todas las grandes sinfonías.

Miguel Ángel Gómez Martínez ha demostrado su valía en los fosos de todos los grandes teatros de ópera de Europa y al frente de las mejores orquestas pero sobre todo ha contribuido a forjar nuevas formaciones y a dar sustanciales impulsos de crecimiento a otras. Lucerna, la Deutcheoper de Berlín, la Sinfónica de RTVE, La Zarzuela, Mannheim, Euskadi, Hamburgo, Helsinki o Valencia han tenido la suerte de contar con él como titular el tiempo suficiente para dar un estirón hacia la excelencia. Esta noche Miguel Ángel Gómez Martínez nos trae un regalo de diez minutos que nació como obra para piano por encargo de una cadena de TV y que hoy se ejecuta por primera vez en su versión orquestal. El autor asegura que en ésta “las características de esta música pueden tener más relevancia al disponer de los colores sonoros que ofrece la diversidad de instrumentos” Miguel Ángel Gómez Martínez mantiene que Amaneciendo no es música descriptiva pese a su título, que surgió del hecho de que el programa televisivo debía emitirse de madrugada.

La obra está escrita en forma de passacaglia, con un tema principal que va recorriendo todas las familias de instrumentos y va siendo variado según las conveniencias del momento musical. Consta de ocho compases en los que se introduce una serie de doce notas y su inversión. Después de exponer el tema en una especie de fugato, comienzan las variaciones ornamentales con motivos adicionales pero sin modificar el tema principal para luego, tras una transición en forma de cadencia, introducir las variaciones rítmicas. Otro episodio da paso más tarde a variaciones armónicas y a una combinación de todos los tipos de variaciones -en un número total de 16- hasta la explosión final de toda la orquesta. “Creo que hay algunos efectos sonoros interesantes y, como siempre en mi música, trato de que se reconozcan ritmo, melodía y armonía, si bien no son de corte clásico”, afirma su autor, que tiene especial interés en agradecer públicamente a la Orquesta Sinfónica de RTVE la inclusión del estreno mundial de la versión para orquesta de Amaneciendo.

VIENTOS DE CENTROEUROPA

Franz Doppler

Concierto para dos flautas y orquesta en Re menor

Los grandes compositores del romanticismo no prestaron mucha atención a ciertos instrumentos que eran fundamentales para dar profundidad y color a la orquesta pero que raramente alcanzaban el papel de solistas. Es el caso de los vientos y muy particularmente de la flauta, un instrumento que además se encontraba en plena mutación durante el siglo XIX y tuvo al menos dos sistemas de ejecución diferentes durante un largo período de tiempo. La solución a esa precariedad solo podía llegar de la mano de un compositor que reuniera además la condición de virtuoso de la flauta, como había sucedido con el violín de Paganini o el piano de Chopin o Liszt. Y en esto apareció Franz Doppler, un músico centroeuropeo al que los flautistas de hoy tienen motivos para considerar su santo patrón pues él les devolvió la posibilidad de actuar en pie de igualdad o incluso por encima de la orquesta sinfónica como había ocurrido en el período clásico y barroco en la orquesta de cámara.

Esta noche comprobaremos que también el público le debe gratitud. En puridad deberíamos hablar de los hermanos Doppler, Franz y Karl, porque juntos ocuparon los primeros atriles de la sección de viento de las mejores orquestas centroeuropeas y juntos dieron a conocer por toda Europa la nueva frontera de la flauta moderna. Pero es Franz, el autor del concierto de esta noche -por supuesto creado para lucimiento de los dos hermanos- quien nos ha dejado mejor muestra de su talento. Los Doppler habían nacido en Ucrania pero su vida fue expresión genuina del multiculturalismo y la movilidad que sostenía el imperio de los Habsburgo. En Pest Franz Doppler contribuyó decisivamente al surgimiento de la música nacional con la creación de la primera orquesta sinfónica húngara y con cuatro óperas que además del idioma magiar empleaban la música popular como fuente de inspiración. Luego en Viena, como director del ballet de la Hofoper, sería pieza fundamental en el esplendor de la corte imperial. Pero su carrera como compositor y director de orquesta o ballets no le alejaron de su verdadero punto fuerte, la flauta, y si hoy ocupa un lugar en la historia de la música no es por las óperas que estrenó con éxito sino por su música para el instrumento de viento.

El concierto de hoy es la cima de su producción. Tras unos años de reconocimiento el Concierto para dos flautas y orquesta en Re menor cayó en un largo olvido del que lo rescató el que ha sido el gran flautista de nuestro tiempo, Jean-Pierre Rampal, fallecido hace ahora diez años. Es el trabajo más ambicioso de Franz Doppler porque al papel estelar de los dos flautistas añade aquí un ejercicio magistral de orquestación. Oyéndolo se comprende que el mismísimo Liszt se mostrara orgulloso del trabajo de su compatriota cuando Doppler orquestó seis de sus Rapsodias húngaras. Franz Doppler no se había propuesto romper con la tradición sino dar el paso siguiente y así lo hace en este concierto de estructura clásica, con sus tres movimientos, que guarda cierto parentesco con la música del joven Mendelssohn. Música de su tiempo, al gusto de su público, en la que las flautas brillan con todas sus capacidades. En fin, bastante más que una rareza.

DEL AMOR Y LA MUERTE

Piotr Ilich Chaikovsky

Sinfonía número 6 en Si menor “Patética”

La Sinfonía número 6 de Piotr Ilich Chaikovsky, bautizada por su hermano Modest como Patética, pudo haberse llamado con propiedad Enigmática. Un siglo largo después de su estreno y de la inmediata muerte del autor los estudiosos siguen divididos a la hora de encontrarle su último significado, algo que en las demás sinfonías de Chaikovsky no precisa de dotes adivinatorias porque su autor se encargó de explicar paso a paso el programa que subyace bajo la música. Todas las sinfonías de Chaikovsky vienen a ser poemas sinfónicos adaptados a la forma de la sinfonía pero en la Sexta (y última) el enigma sustituye a las explicaciones por voluntad del autor, que quiso dejar esta vez en total oscuridad lo que se proponía expresar. En una carta fechada en febrero de 1893, cuando ya había completado el esquema general de la obra, Chaikovsky le explica a su sobrino Vladimir Davydov que esta sinfonía también tiene su programa de sentimientos e ideas pero que esta vez nadie deberá conocerlo. “¡Que lo adivinen!”, reta el músico a sus oyentes.

Los acontecimientos dotaron a la última sinfonía de Piotr Ilich Chaikovsky de una multiplicidad de significados que la convirtieron por muchos años en un misterio insondable. Como es sabido el autor dirigió su estreno en San Petersburgo el 16 de octubre de 1893 y tuvo que sufrir las críticas que se cebaron con él no tanto por el valor de su sinfonía cuanto por el modo en que la ofreció, torpe y abatida. Ya no le dio tiempo a superarse en una segunda ejecución pues solo dos semanas después del estreno, el 1 de noviembre, contrajo un súbito y misterioso mal que él identificó como cólera (los médicos no parecían tan seguros ya que no dieron orden de desinfectar la casa) y cinco días después moría rodeado por Modest, Vladimir y Alexei Sofronov, su ayuda de cámara de toda la vida. Rumores sobre un posible suicidio se propagaron de inmediato en el círculo musical de San Petersburgo y la Sinfonía número 6 quedó para siempre como algo más que un testamento musical, una despedida. Para intentar “adivinar” el secreto de la Sexta conviene mirar con atención al menos dos planos, el musical y el biográfico, planos que en Chaikovsky se nutren y mezclan como en pocos músicos. Vayamos primero al terreno estrictamente musical para observar las singularidades de una obra que guarda gran parentesco con las dos precedentes pero que se aleja conscientemente de ellas.

La Sexta, junto a la Cuarta y la Quinta, forma un tríptico del que su autor era muy consciente y cuyas singularidades alejan el grupo de las tres primeras, menos dramáticas y autobiográficas. Las tres últimas forman el ciclo sinfónico del Destino, del Fatum, la fuerza misteriosa que a falta de una divinidad (Chaikovsky se declaraba agnóstico) se empeñaría en llevarnos a los humanos por derroteros que libremente no tomaríamos. “Una fuerza del Destino vigila para que nuestra felicidad y nuestro sosiego nunca sean completos, pende sobre nuestras cabezas y vierte en el alma un lento veneno”, le escribía en 1877 a su benefactora Nazehda von Meck para explicarle el programa de la Cuarta. Esa lucha interior ofrece en la Quinta un respiro, más visible en el segundo movimiento, que Chaikovsky define “como un rayo de luz”. De hecho la Quinta concluye con un final casi religioso en forma de coral que se abre a la esperanza. La serpiente ya había anidado en su alma pero Chaikovsky aún se creía capaz de neutralizar su veneno.

Ahora, en la Sexta, esa esperanza se ha desvanecido y ha dejado paso no ya a la desesperación sino a la pura desolación final. En una carta a su adorado Vladimir, al que llama Bob, le cuenta que la ha compuesto entre lágrimas pero ni siquiera a él le explica la razón de esa derrota ¿quizá no era necesario, como veremos- aunque le subraya las apuestas de inusitada osadía que ha introducido en el plano musical, la principal de ellas el hecho de que el último movimiento no sea el habitual allegro brioso sino un adagio, un movimiento lento que nadie había empleado para cerrar una sinfonía. Por lo demás, en los otros tres movimientos Chaikovsky despliega una concepción absolutamente ortodoxa. El primero, de una gran densidad compositiva, está bien encarrilado en la forma y el discurso de la sinfonía clásica y los dos centrales están compuestos sobre un patrón sencillo, más volcados a la expresión de formas hermosas que a resolver grandes cuestiones filosóficas. Tras ellos, el adagio lamentoso justifica el sobrenombre de la sinfonía.

¿Qué había sucedido entre la Quinta y la Sexta, entre 1888 y 1893, para que Chaikovsky abandonara toda esperanza? Necesitamos volver al plano biográfico. Esos años aparecen como el tiempo de la gloria y la fama, de giras triunfales que le aclaman en Europa y América como uno de los grandes músicos vivos. El dinero tampoco es ya un problema para él, devoto de todos los lujos y de algunos vicios caros como el juego. Ahora hasta se permite levantar a sus expensas una escuela en Maidenovo, donde trabaja entre viajes. Y, sin embargo, nunca ha sido tan desgraciado. Viaja para escapar de sí mismo porque “en ninguna parte me aburro tanto como en casa”.

Sabemos cuánto sufría gracias a montañas de cartas que explican la maldición que esos años, el cáncer moral que devino en metástasis pero cuyo nombre nunca pronuncia. Muchas de esas cartas las dirigió a la señora Von Meck, la riquísima viuda y madre de 12 hijos que durante más de diez años le pagó toda clase de lujos y puso a su disposición espléndidas villas dispersas por Europa con la sola condición de no verse las caras. El idilio platónico se quebró en 1890 cuando Chaikovsky recibió una carta de su benefactora en la que con explicaciones poco convincentes le anunciaba el final de la relación. Chaikovsky vio en esa carta la zarpa del Destino, una consecuencia de la fuerza oscura que en su diario nombraba con una X y a la que tenía por su gran enemigo: su homosexualidad oculta, no aceptada y más o menos reprimida. La contradicción entre sus grandes dotes para la felicidad y la sexualidad prohibida había crecido con el paso de los años y ahora, en la cincuentena, se agigantaba con la pasión incontrolable que le empujaba hacia el segundo hijo de su hermana Alexandra, recién fallecida, Vladimir Davydov, Bob, al que amaba desde que era un adolescente. Ahora tenía ya 30 años y no era el ahijado que suple al hijo que no tuvo, como todos creían, era el amor de su vida. Así lo expresa él, sin eufemismos, en las 45 cartas que se conservan de los centenares que le dirigió. Y no hay entrada en su diario particular donde Bob no aparezca entre expresiones de amor apasionado.

Cuando Chaikovsky acometió la Sexta fue a él a quien explicó su deseo de mantener secreto el programa, su programa. Todo indica que el joven Bob nunca correspondió a esa pasión, lo que desesperaba más a su tío que debía conformarse con tenerlo cerca. En las últimas cartas que Chaikovsky dirige desde su lejana propiedad de Klin a Modest, su hermano y cómplice, le pide que le busque un apartamento en San Petersburgo para estar lo más cerca posible de Bob: “Es mi condición esencial para ser feliz”. El desgarro por ese amor prohibido cuyo conocimiento público hubiera hundido el prestigio y la vida del autor en plena cima de su fama constituye el enigma de la Sexta, el sustrato de la Patética, por más que la historia oficial rusa (soviética o no) haya negado las evidencias y algunos estudiosos occidentales sigan poniendo en duda esta explicación por demasiado biográfica. Sin embargo expertos como André Lischke van más lejos al explicar la Sexta como una despedida consciente de su amado pues dan por seguro que el músico barajaba el suicidio mientras la componía. Él y otros estudiosos de Chaikovsky aceptan la explicación tardía de que no murió de cólera sino que fingió la enfermedad que azotaba esos días San Petersburgo tomando ostensiblemente un vaso de agua sin purificar después de una cena con su hermano y su sobrino para enmascarar así un suicidio -quizá mediante arsénico- al que habría sido empujado por un tribunal de honor por el intento de seducir a un joven aristócrata perteneciente al círculo del zar. Lo seguro es que Chaikovsky vivió angustiado sus últimos días y murió a resultas de un mal que entonces parecía incurable y que a menudo resultaba mortal: el rechazo de la sociedad a la libertad sexual. A Vladimir, su heredero universal y dedicatario de la Patética, las cosas no le fueron mucho mejor. A la muerte de Chaikovsky abandonó la carrera militar con el grado de teniente para cuidar el legado de su tío pero pronto se abandonó, se aficionó a la morfina y terminó con su vida de un disparo. Tenía 34 años.

Pero tomemos aliento, que la Sinfonía número 6 en Sí menor es solo música y por muy patética que sea su génesis podemos disfrutarla sin remordimiento. Chaikovsky cuajó en ella un acto de desesperación pero nosotros podemos escucharla hoy como lo que es, una excepcional expresión de talento y sensibilidad. Ya en los primeros compases del Adagio introductorio percibimos el peso lento y doloroso de la fatalidad sobre el primer tema, a cargo del fagot, que dará paso a una explosión de las trompetas. El segundo será sin embargo una melodía sentimental expuesta por los violines antes de que la orquesta muestre su capacidad en el desarrollo. Aparecerá entonces la primera invocación a la muerte, en la cita de un fragmento del réquiem ortodoxo ruso, seguida de la grandiosa entrada de los trombones que darán paso nuevamente al lirismo del segundo tema. El segundo movimiento, Allegro con grazia, es un respiro tras el impetuoso arranque en la forma de un vals ligero que no impide captar las alusiones a la angustia expresadas en el primer movimiento. El tercero es un scherzo lleno de vitalidad, de una extraña alegría expresada con un ritmo simple que se acelera hasta comprometer a toda la orquesta con una fuerza de apariencia alegre pero amenazadora. El cuarto movimiento, el Adagio lamentoso, marca un hito en el sinfonismo porque es un tiempo final lento que presagia lo peor. Se abre con las cuerdas expresando un desgarro que poco a poco cuaja un clima de lirismo y tristeza que constituye la firma del Chaikovsky abocado a la muerte. El descenso de los metales hasta la máxima gravedad de violonchelos y contrabajos llevará el sonido al punto crítico donde solo cabe la nada.

Pablo Larrañeta

RTVE

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