León X, el papa que fue envenenado dos veces
- La primera vez lo intentó un médico que le curaba una fístula
- Cuando murió, la autopsia apuntaba a causas naturales, pero el cadáver se hinchó y ennegreció...
- ¿Por qué muchos celebraron su muerte? ¿Por qué León X era un papa odiado?
Quien considere la Roma papal durante el Renacimiento como un centro de peregrinación y religiosidad, es que no conoce a los papas.
Desde finales del siglo XV y durante las primeras décadas del siglo XVI, la sede apostólica tendrá los ocupantes más escandalosos, guerreros, displicentes, controvertidos, corruptos y brillantes de la historia, pero es que Roma prácticamente se reinventó a sí misma en manos de estos pontífices. ¿Qué diferenciaba a Roma de cualquier ducado o principado italiano o europeo, a la silla de Pedro del trono de un rey? Que no era hereditario… o no debería serlo. Lo cierto es que cada papa que llegaba intentaba por todos los medios, lícitos o no, encumbrar a su familia; hablamos de los Borgia y su leyenda negra, de los poderosos della Rovere con aquel Julio II que no tenía empacho en pedir a Miguel Ángel que, en una escultura suya para Bolonia, le pusiera una espada en la mano porque él de letras no entendía y, por supuesto, de la familia por excelencia: los Medici y nuestro León X
Rodeado de un enjambre de paisanos florentinos ávidos por conseguir algún cargo y su sustanciosa renta, la corte papal de León X vivía entre poetas, bufones, comedias poco aptas para espíritus remilgados, banquetes y juegos. Tal era el gasto que suponía mantener su casa, sus gustos por el arte y la Antigüedad y su propensión a repartir limosnas (sobre todo entre sus allegados) que pronto las arcas de la Santa Sede se quedaron vacías. Llegó entonces la hora de tomar medidas desesperadas, se crearon innumerables cargos que eran vendidos a todo aquel que quisiera tener su sitio en la ciudad, se crearon nuevos impuestos, la venta de indulgencias volaba, hasta los cardenalatos estaban en venta. Que surgiera un Lutero
León X era un perfecto hedonista, un príncipe secular en toda regla que, con tal de mantener alejados los conflictos, era muy capaz de pactar a la vez con dos bandos contrarios (como Francisco I de Francia y nuestro Carlos). Sin embargo, y a pesar de sus esfuerzos por mantener contenta siempre a todas las partes, no se vio libre de un mal que cundía entre los poderosos del siglo XVI; no nos referimos a la gota, ni a la malaria, sino al veneno.
En 1517, por una disputa por la ciudad de Sena, el cardenal Petrucci conspiró para asesinar al Papa; en principio pensó acuchillarlo en pleno consistorio pero desistió ante lo peligroso del asunto, era mucho mejor envenenarle (y más acorde con los tiempos). Compró los servicios de un médico florentino, Bautista de Vercelli, e intentó que ingresara al servicio del papa; el galeno habría de envenenar a León X durante una operación de fístula pero los planes se frustraron al ser interceptada una carta que levantó todas las sospechas. Había implicados cuatro cardenales más y el secretario de Petrucci. Los principales sospechosos pasaron todos por el potro de tortura, Vercelli y el secretario fueron piadosamente ahorcados y descuartizados. Petrucci fue despojado de sus beneficios y dignidades y, ya seglar, entregado a la justicia ordinaria. Por supuesto, fue ajusticiado.
También sobre la muerte de León X planeó la sombra de la sospecha, aunque nunca pudo confirmarse. El papa se había aliado con Carlos contra Francisco I y había puesto su granito de arena para arrebatar Milán de las manos del francés, celebrándolo con más alegría que su propio nombramiento como papa (según sus propias palabras). La misma noche de diciembre de 1521 en que entró triunfal en Roma, cayó con fiebre y no duró más de tres días a pesar de tener sólo 46 años. Ni que decir tiene que una muerte tan repentina e inesperada hizo encender todas las alarmas. Su médico, que asistió a la autopsia, negó que pudiera haber sido envenenado pero lo cierto es que su cuerpo se hinchó y ennegreció como si lo hubiera sido. También las desmesuradas muestras de alegría de algún que otro prohombre y de muchos cardenales ante la muerte del papa dio lugar a que se mirase con recelo aquella muerte. ¿El posible culpable? Un servidor cercano, de inclinación francesa y de nombre absolutamente novelesco: su sumiller, Bernabé Malaspina. Quizás porque lo protegía Francisco I, quizás porque eran demasiados los que querían sacar al Medici del papado y colocarse la tiara en sus cabezas, lo cierto es que el asunto se pasó por alto y León X fue enterrado sin demasiados lujos ni muestras de dolor.
Con León X terminó una época especialmente convulsa de la historia de la Roma de los papas, aunque hay que reconocerles a estos hombres algo: a ellos y a su pasión por el arte y por dejar su legado en la tierra, les debemos algunas de las obras maestras del arte de todos los tiempos. Ahí están las estancias vaticanas pintadas por Rafael, la monumental obra de Miguel Ángel en la capilla sixtina o la misma basílica de San Pedro entre muchas más.