La reina que tuvo que esperar casi medio año para ser enterrada
- Claudia de Francia murió en julio de 1526 y fue sepultada a finales de año
- ¿Murió por culpa de Francisco?
- Las exequias tardaron por ser demasiado caras, ¿por qué se gastaba tanto dinero en un entierro?
La Reina Claudia de Francia era bastante fea y además también bastante desgraciada. Y lo fue hasta después de muerta.
Mónica Calderón, asesora histórica de la serie, nos explica por qué la mujer de Francisco I que murió el 20 o 26 de julio de 1526 tuvo que esperar hasta finales de año para ser enterrada.
"Murió sola y, como no había dinero para celebrar sus exequias, éstas se pospusieron. Su cadáver quedó en Blois hasta que hubo tiempo y dinero para llevarla a Saint Denis."
¿Murió Claudia por culpa de Francisco I?
Claudia, primero, y, años más tarde el rey, murieron de sífilis: "Aunque no hay nada que lo avale, la tradición siempre dijo que Francisco I contrajo sífilis por una venganza: el marido de su amante, La Belle Ferronnière, procuró contagiarse a sí mismo del “mal napolitano” para transmitírselo al rey a través de su esposa. Francisco I, a su vez, contagiaría a una Claudia debilitada después de sus constantes embarazos y partos."
"Los rumores y chascarrillos acerca de la enfermedad vergonzante del rey, de la cual moriría, eran moneda común entre los cronistas menos oficiales. Por supuesto, esto pertenece al territorio de la leyenda, no de la historia."
¿Cómo se enterraba a una reina?
Claudia tardó tanto en recibir sepultura que nos preguntamos cómo eran esas exequias para que resultasen tan caras. Antes de responder, Mónica Calderón nos advierte: "Hemos de saber que eran de una complicación y un aparato formal rayano en el disparate."
"Durante un día el cadáver quedaba en la cama y se aprovechaba para hacerle una mascarilla mortuoria. Entonces se procedía al embalsamamiento y se colocaban por separado el cuerpo, el corazón y las vísceras en tres ataúdes, trasladándose en procesión al templo más cercano al lugar del fallecimiento. Sobre él se aplicaban misas de ordinario y de Requiem alternativamente durante varios días, mientras las campanas de la iglesia no dejaban de sonar.
Después de los días de rigor dedicados a las misas por su alma venía el aparato formal. Teniendo en cuenta que la escena se desarrolla en el palacio real, sería esto lo que deberíamos ver:
En un extremo de la sala real, una gran cama de estado elevada sobre una plataforma de dos escalones, rematada por un dosel de tapiz del que colgaba una tela de oro que caía hasta el suelo todo en derredor. Sobre la cama no se colocaba el ataúd sino una efigie o maniquí del soberano hecho de madera, cera o cuero, con el rostro tomado de la mascarilla mortuoria y vestido con sus mejores galas y todos los elementos que hacen alusión a su realeza: corona, mano de cera (mano de la justicia) y cetro. A los pies de la cama, dos taburetes con una cruz y una patena con agua bendita y un hisopo; lo custodian dos heraldos de armas que ofrecen el hisopo a todos los asistentes para que bendigan con él la efigie del monarca. No hay lutos, sino colgaduras de terciopelo azul con tela de oro.
Al otro extremo de la sala se levanta un altar, desde donde se ofician constantes misas por el alma del monarca. Y todo esto iluminado tan sólo por dos cirios a los pies de la cama mortuoria y otros dos en el altar. El espectáculo está asegurado pero va más allá. A lo largo de las paredes se disponen bancos para los asistentes y durante los once días que dura esta función, se celebran banquetes oficiales en la misma sala siguiendo punto por punto el protocolo de servicio de mesa al modo en que se hacía cuando el monarca estaba vivo; de hecho, los servidores han de actuar como si estuviera vivo presentándole las viandas, el pan, el vino… Las comidas terminaban con el canto de De profundis.
Y durante todo este tiempo, el ataúd con los restos del monarca está guardado en alguna salita contigua. Pasados los once días, se cambia la decoración de la sala y se cubre de terciopelos negros. Se retira la cama y la efigie (que luego será llevada en procesión en la ceremonia formal de Saint-Denis) y se coloca un catafalco en el extremo con el ataúd cubierto por un dosel de terciopelo negro.
El cadáver no se veía, no estaba expuesto pues el tremendo lapso de tiempo que requerían tantos actos daba lugar a la corrupción del cadáver. Esa función la cumplía la efigie.
Semejante despliegue fúnebre no es gratuito. La muerte de un Rey o una Reina no es un acontecimiento cotidiano, sino un momento aprovechado para exaltar la imagen de la Corona lleno de elementos simbólicos y ritos de profundo significado (como la distinción entre el cuerpo mortal y cuerpo real del monarca). Un funeral real es una exaltación de la Corona. Y Claudia es la reina de Francia.
De nuevo he de insistir: no es un velatorio normal de hoy en día, es todo un acontecimiento. Si el protocolo es estricto en la Corte en la vida diaria, en un funeral real llega al paroxismo. No deberíamos poder siquiera identificarlo como un funeral sino como algo incomprensible a nuestros ojos del siglo XXI. Ni siquiera el dolor por la pérdida está presente. Es una función de teatro."