La simpática, la enamorada y la puta: Las mujeres de Felipe II
- María Manuela estaba tan entrada en carnes, que su madre Catalina le pedía por carta que no comiera demasiado
- Carlos reprendía a Felipe por escrito porque trataba a su mujer en público de forma muy seca
- Isabel de Osorio no solo era la amante de Felipe, también crió a su hijo cuando María Manuela murió
- Los allegados del príncipe decián de María Tudor que era "fea, vieja, flaca y bastante rancia."
Frío, cruel, inaccesible, enterrado bajo una montaña de legajos y documentos… así nos presenta la historia a Felipe II. Sin embargo, hay una faceta de su carácter que nos es más ajena, su vida sentimental. No haremos aquí un recorrido por sus cuatro matrimonios ni por todas las amantes que pasaron por su real cama (que fueron unas cuantas) sino por las tres figuras femeninas que marcan su vida hasta 1558: María Manuela de Portugal, Isabel de Osorio y María Tudor.
María Manuela (1527-1545), la simpática princesa portuguesa
Hija de Catalina y Juan III, esta infanta portuguesa era prima hermana de Felipe. Ya en 1541 Carlos y Catalina comienzan las negociaciones para pactar un matrimonio entre sus hijos; tienen sólo 14 años pero Carlos necesita asegurar dos cosas: el firme asentamiento de Felipe como regente (el matrimonio otorgaba una mayoría de edad virtual y hacía que se dejase atrás definitivamente la adolescencia) y la continuidad de la dinastía, habida cuenta que él no pensaba tener ya más hijos. El peso del recuerdo de Isabel era mucho, y firme su promesa de no volver a contraer matrimonio aunque esto pusiera en peligro la cuestión sucesoria. Tampoco hay que subestimar uno de los grandes recelos del emperador con respecto a sus propios nobles: que quisieran comprar la voluntad del joven Felipe ofreciéndole un precioso bien, mujeres.
Así llega María Manuela a Castilla, en el otoño de 1453, entre grandes fiestas y recibimientos. Felipe tenía una curiosidad invencible por conocer el físico de su prometida, preguntaba a los embajadores, pedía informes e incluso salió a buscarla a las afueras de Salamanca embozado y escondido. En un delicioso juego de conquista, María Manuela —que estaba avisada de esto— se tapaba con coquetería el rostro con un abanico hasta que uno de los bufones que iban con ella se lo retiró.
Para desgracia de la princesa, Felipe no encontró la belleza altiva y distante de su madre en ella sino la redondez de su tía Catalina. María Manuela era bastante rellenita, de cara redonda y rasgos poco agraciados; eso sí, cantaba y tocaba música como nadie y era una locuaz conversadora, cualidades estas poco atractivas para un enfebrecido adolescente de 16 años. De nada valieron los consejos que la reina Catalina daba por carta a su hija: que moderase la comida, que no engordase y algo muy interesante, que procurase conocer todo lo que rodeaba a la fallecida emperatriz Isabel, sus gustos, sus fobias, cómo se movía, cómo se regía su casa… y la copiase en todo para ganarse el afecto de su marido. Evidentemente, que Isabel de Portugal seguía gobernando el corazón de su hijo y de su marido era público y notorio.
No hubo chispa entre ellos. No se repitió la gran historia de amor de sus padres y ahí vemos a Carlos amonestando a su hijo por carta, reprochándole que trate fría y secamente a su mujer en público y que dedique las noches a salir de parranda dando lugar a no pocos escándalos. La cuestión era harto difícil de tratar: por un lado debía mostrarse afectuoso y enamorado de la princesa, pero por otro lado debía visitarla poco en su cámara, cumplir con las obligaciones maritales y salir de la cama con cualquier achaque, no fuera a repetirse la historia del príncipe Juan. Su ayo, Juan de Zúñiga, era el encargado de esperar a la puerta de la cámara y vigilar que ni uno ni otro se desmandaran ante el descubrimiento del sexo. No hizo falta, María Manuela sufrió un desagradable sarpullido en las piernas —sarna, según algunos autores— que mantuvo a su esposo apartado de ella una buena temporada.
Así y todo, Felipe y María cumplen rápidamente con su misión y al otoño siguiente ella ya está embarazada. Llega el 8 de julio de 1545 y, tras dos días de parto, nace el infante don Carlos; el nacimiento ha sido difícil, la matrona ha tenido que manipular al niño en el vientre de la madre para colocarlo y María no lo supera. Cuatro días después muere de una infección puerperal en las casas de don Francisco de los Cobos, en Valladolid. Tanto debió ser el horror de lo que allí sucedió, que cuando la infanta María —hija de Carlos— deba dar a luz a su primer hijo, decidirá hacerlo en Cigales para evitar el recuerdo del triste final de María Manuela.
Isabel de Osorio (1522-1589), “la puta del rey”
No nos lo inventamos nosotros, es que así es como se la conocía en Saldañuela (Burgos), de donde se hizo señora y reconstruyó el palacio que la acogió sus últimos años. Pero ¿cuándo aparece Isabel de Osorio en la vida del príncipe Felipe?
Poco sabemos de esta mujer que fue colmada de mercedes y joyas por parte de Felipe II, y lo que ha trascendido forma parte de la Leyenda Negra. Sabemos que era dama de la casa de la emperatriz y que, a su muerte, pasó a serlo de la casa de la infanta doña Juana. Cuando muere María Manuela, ésta se hace cargo de la crianza del infante don Carlos estableciendo su pequeña corte en Toro (Zamora) y recibiendo las visitas periódicas del príncipe Felipe. Quizás fue allí donde comenzaron aquellas relaciones que se mantendrían en el tiempo.
La oscura leyenda que rodea a esta mujer tiene su origen en la Apología de Guillermo de Orange (1580), príncipe de los Países Bajos que, tras militar activamente en las filas carolinas, termina luchando contra Felipe II en favor de la independencia de su patria. Acusado por Felipe II de varios crímenes, no duda en publicar su propia defensa lanzando terribles acusaciones contra el pueblo español en general, y contra su monarca en particular. Felipe II habría asesinado a su esposa Isabel de Valois, a su hijo don Carlos, habría cometido incesto casándose con su sobrina Ana de Austria y —lo más importante para nosotros— habría sido bígamo. Según Guillermo de Orange, cuando Felipe contrae matrimonio con María Manuela de Portugal, ya estaba casado en secreto con Isabel de Osorio “de la cual tuvo dos o tres hijos, el primero de nombre Don Pedro, y el segundo Don Bernardino”. Ruy Gómez de Silva, uno de los hombres más cercanos al príncipe —el futuro marido de la famosa princesa de Éboli— habría sido el componedor de este romance y también habría trabajado en la sombra para deshacerlo cuando el rey lo estimó conveniente.
Lo cierto y verdad es que Isabel se vio beneficiada largamente durante su vida por el favor real. En 1557, Felipe le otorga desde Bruselas varios regalos y un juro de heredad por valor de 2.000.000 de maravedíes; cinco años más tarde, se le permite la compra de varias villas de realengo para que Isabel las convierta en señorío (entre ellas, Saldañuela), y al morir deja en su testamento a su “sobrino” don Pedro de Osorio, 8.000 ducados de renta, 60.000 en muebles y una gran cantidad de joyas. Definitivamente, Isabel de Osorio estaba presente en la mente del rey y en la de todos, tanto como para que muchos años después el cronista Luis Cabrera de Córdoba anote en la entrada de 1589 “murió doña Isabel de Osorio, que pretendió ser mujer del rey Don Felipe II, que ella tanto se ensalzó por amarle mucho”.
A pesar de que debió amar sinceramente a Isabel de Osorio, no fue una relación fiel y absoluta. En 1545 corre el rumor de que Felipe ha seducido a la hija de un hidalgo en Cigales de la que nació un hijo, aunque no pasa de chisme cortesano. En 1548 abandona Castilla para viajar por todos los reinos de su padre y, como es de esperar, no guarda ausencia a su amante. Felipe es festejado en cada ciudad, se hacen bailes, torneos, mascaradas en su honor, y las relaciones con las damas estaban a la orden del día. Cuando vuelve en 1551 retoma su relación, al menos hasta 1554 que marcha a Inglaterra a conocer a su segunda mujer, María Tudor.
María Tudor (1516-1558), la triste reina enamorada
Si deprimente es la corta historia de María Manuela, más aún lo es la de María Tudor. Hija de Enrique VIII y Catalina de Aragón, fue rechazada por su padre, eliminada del orden sucesorio y degradada de su condición de princesa a la de Lady, entrando a servir en la corte de su hermanastra, Isabel Tudor. Ni si quiera se le permitió acompañar a su madre en sus últimos momentos.
Cuando finalmente logra acceder al trono en 1553, es una mujer ya de 37 años que nunca había contemplado la posibilidad de contraer matrimonio. Cuál no sería su desconcierto cuando de repente se erigió como el bocado más apetitoso entre los herederos de las casas reales europeas. La lógica más elemental hacía pensar que Carlos era el candidato idóneo para ella —ya habían estado prometidos cuando ella era una niña—, y así lo expresó en varias ocasiones, pero nuestro emperador seguía firme en su celibato. Le ofreció en cambio a su hijo, un flamante Felipe de 26 años, rubio y gallardo, que aterrorizó a María. La diferencia de edad era alarmante, y según confesó al embajador imperial Simón Renard, temía a la juventud y la “voluptuosidad” de aquel príncipe. Mucho mejor hubiera estado casada con el padre, pero ¿cómo negarse ante las evidentes ventajas políticas de tal unión, la posibilidad de concebir un heredero para su reino y el portentoso retrato de Tiziano? María aceptó.
No erraba la reina en sus recelos, sobre todo cuando tu nuevo marido se toma el compromiso matrimonial como un sacrificio por la patria. Pero veamos este matrimonio desde el punto de vista de Felipe. Él quería casarse con su prima hermana María de Portugal, aquella hija que Leonor tuvo que dejar en el reino lusitano cuando apenas era un bebé. Las capitulaciones estaban prácticamente pactadas, era cosa hecha cuando la Tudor se presentó como el caramelo que todos querían. Y Felipe aceptó.
Los comentarios de los allegados a Felipe no tienen desperdicio: María es fea, vieja, flaca y bastante rancia. En virtud de su sacrificio, Ruy Gómez de Silva hace un comentario que nos deja atónitos: “mucho Dios es menester para tragar este cáliz”. Cuenta el hispanista Geoffrey Parker que la primera experiencia sexual de María “la dejó agotada porque, según un ayuda de cámara de Felipe (…) no volvió a aparecer en público” en tres o cuatro días. No descartemos que, aparte del desgaste físico, influyera también un sentimiento de pudor rayano en la mojigatería.
Se cuenta (aunque no se ha demostrado) que Felipe encargó dos cuadros de tema erótico a Tiziano (Venus y Adonis, y Dánae) que le acompañarían a Londres; en ellos estaría representada Isabel de Osorio y ayudarían al joven esposo a sobreponerse a la falta de deseo que le suscitaba su esposa legítima. En realidad, estos dos cuadros forman parte de un conjunto, llamados “poesías” que fue terminado en 1562 y que incluyen muchos más lienzos.
La falta de deseo de su esposo no sería el único problema al que debió enfrentarse María. En octubre de este mismo año se anuncia a bombo y platillo que la reina está embarazada, viene en camino un heredero para Inglaterra que, además, recibirá los Países Bajos. María tiene todos los síntomas: náuseas, mareos, su vientre se hincha… y se prepara todo en Hampton Court para el nacimiento del nuevo príncipe (médicos, matronas, amas de cría, cunas). La propia María asegura notar como el niño crece en su vientre y que está vivo, pero los meses pasan y no hay nacimiento. En agosto se descarta que hubiera tal embarazo. María soporta las miradas, las críticas y la marcha de su esposo a Bruselas. No perderá el tiempo Felipe y mantendrá en Flandes un romance con una dama llamada Madame D’Aller.
No lo tiene fácil esta reina católica en un país que ha decidido ya que no quiere rendir más pleitesía a Roma ni al Papa. Casada además con un rey extranjero al que el pueblo inglés se muestra abiertamente hostil, ha de recibir crítica tras crítica mientras ella intenta imponer el catolicismo a fuerza de ejecuciones. En 1557 vuelve durante unos días Felipe y María, llena de alegría, vuelve a sentirse embarazada; el parto será en marzo. Tan convencida está que, como mujer y reina previsora, hace lo que hacen todas: dictar testamento ante la peligrosidad del parto, dejando incluso algunas joyas de gran valor a Felipe para que, si él lo tiene a bien, dejárselas a “su prole”.
Pero de nuevo el mismo calvario, el paso de los días y los meses y nada que esperar. Para colmo de males, en enero de 1558 Inglaterra pierde su bastión en tierra francesa, Calais, y los ingleses culpan directamente a María y a Felipe. Entre las muchas críticas destaca la del escocés protestante John Knox, que no tiene empacho alguno en publicar un panfleto con el sonoro título “Primer toque de trompeta contra el monstruoso gobierno de las mujeres”. Allí estaban todas las reinas católicas: María de Guisa y María Estuardo en Escocia, Catalina de Medici en Francia y, la peor de todas, María Tudor, la “malvada Jezabel de Inglaterra”. Abomina este sacerdote del gobierno de las mujeres por ser “repugnante a la naturaleza” y por suponer la “subversión del buen orden, de la equidad y la justicia”. Las mujeres son débiles, enfermas, impotentes, estúpidas, locas y frenéticas, y en el caso de María Tudor “incluso el bajo nombre de mujer era demasiado bueno para ella”.
Este nuevo embarazo psicológico de la reina ocultaba una verdad bastante oscura: María Tudor estaba mortalmente enferma. Comienza el decaimiento, las fiebres, las sangrías, las crisis depresivas y de llanto, el insomnio, está pálida y delgada. Recomiendan vivamente a Felipe por carta que vuelva al lado de su esposa o que, al menos, la escriba con más frecuencia para aliviar al menos su melancolía, pero el rey consorte de Inglaterra no volverá nunca.
María Tudor murió probablemente de cáncer de útero o de ovarios el 17 de noviembre de 1558 en el palacio de St. James. Hoy se la conoce como María “la sanguinaria” y lo fue, aunque ni más ni menos que el resto de monarcas de su tiempo —porque la violencia era una herramienta de poder, como lo era la diplomacia—, pero detrás de las leyendas e incluso de los hechos contrastados, hay siempre una historia mucho más grande que siempre, siempre, merece ser contada.