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Cómo las vacas conquistaron el mundo (y de qué manera podrían destruirlo)

  • De no haber aparecido el hombre, la Tierra podría ser el planeta de las Vacas
  • Ganaron la batalla a los caballos al adaptarse mejor a comer hierba
  • Desarrollaron un aparato digestivo más eficaz para digerir la celulosa
  • Para ello convirtieron sus aparatos digestivos en cámaras de fermentación
  • Verdaderas fábricas de metano, un gas invernadero 20 veces más potente que el CO2

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Una vaca pasta en el pueblo de Wessling, en Baviera (Alemania).
Una vaca pasta en el pueblo de Wessling, en Baviera (Alemania).

De no ser por la muy reciente preeminencia de cierto mono desnudo, el Planeta Tierra bien podría ser en este momento el planeta de las Vacas, puesto que en términos evolutivos estos simpáticos cornúpetos estaban en el proceso de dominar los ecosistemas terrestres. La razón por la que de no haberse desarrollado el Homo sapiens estaríamos viviendo en la Era de los Rumiantes está escondida en la secuencia genética de la vaca, recientemente descodificada; los secretos que esconde explican cómo las vacas estaban conquistando el planeta cuando llegamos nosotros, y también de qué manera están contribuyendo a destruirlo.

Y la culpa de todo la tiene la hierba.

Desde que hace miles de millones de años unos seres vivos aprendieron a convertir la energía del sol en alimento, el mundo se ha dividido en plantas y animales; los que producen alimento de la luz y el aire y los que se los comen. Dotadas con sofisticados sistemas reproductivos y con el maravilloso poder de fabricarse su propia comida, las plantas han de soportar el continuo ataque de animales que con su movilidad y sus mandíbulas transforman los tejidos vegetales en carne propia.

Naturalmente, en la evolución nadie se esta quieto, de modo que a lo largo de los eones las plantas han desarrollado sofisticados sistemas de defensa contra los herbívoros, que van desde aceradas espinas a inhibidores enzimáticos que las hacen indigestibles o poderosos venenos. A su vez los herbívoros han desarrollado inmunidad a los tóxicos, o aprendido a sortear las espinas; y los que no han sido capaces de sortear las defensas vegetales se han extinguido.

Hacia la Era de los Dinosaurios esta carrera entre vegetales y vegetarianos llevaba cientos de millones de años en marcha. Pero entonces las plantas crearon una innovación defensiva sutil y notable; allá por el Cretácico, apareció la hierba. Y los herbívoros se encontraron con un formidable enemigo.

Las hierbas son básicamente sólo hojas, la parte que los vertebrados tenemos más difícil de digerir debido a su composición. Además, estas hojas crecen continuamente, de manera que si la planta es cortada por un depredador (herbívoro), vuelve a crecer. Y lo más sofisticado es que estas hojas están repletas de pequeñísimos granos de sílice llamados fitolitos, con la consecuencia de que los animales dedicados a comer hierba desgastan sus dientes a una velocidad prodigiosa.

Y muchos animales quisieron desde el principio comer hierba, porque pronto este grupo vegetal se convirtió en uno de los más exitosos de las plantas terrestres, cubriendo continentes enteros. Su éxito evolutivo, y su abundancia, prometía un nicho ecológico espléndido al grupo animal que se especializara en comer específicamente hierbas.

Para ello, el animal candidato debía superar dos obstáculos. En primer lugar, un verdadero 'hierbívoro' debía tener un estómago capaz de digerir la celulosa de las hojas de hierba; un problema serio, porque los vertebrados carecemos de las enzimas necesarias. En segundo lugar, debía poseer unos dientes capaces de sobrevivir a la abrasión de comer durante años lo que en esencia es polvo de esmeril.

Y los primeros en resolver estos problemas tras la desaparición de los dinosaurios fueron los caballos y sus parientes, los rinocerontes. Su grupo zoológico, conocido como Perisodáctilos (dedos impares), desarrolló unos dientes con el esmalte plegado sobre la dentina de tal modo que cuanto más se desgastan, mejor trituran los tallos de hierba; en esencia, unos dientes que se autoafilan. Y para resolver la digestión adaptaron sus intestinos y los convirtieron en cámaras de fermentación. Los Perisodáctilos no digieren la hierba; lo hacen las bacterias que viven en su intestino.

Estas invenciones evolutivas resultaron tan exitosas que una buena parte de la Era Terciaria estuvo dominada en casi todo el planeta por caballos, rinocerontes, tapires y sus parientes; algunos realmente extraños, como los gigantescos perezosos de tierra llamados Calicotéridos. Exagerando sólo un poco podríamos llamar a esta época la Era de los Caballos.

Sin embargo, en la biosfera anterior a la llegada de la Humanidad tan sólo hay media docena de especies de este grupo; algunos caballos y asnos, un par o tres de rinocerontes y pocos tapires, y ninguno era dominante en sus ecosistemas. Cuando los exploradores llegaban a las grandes estepas de Asia, América o África se encontraban con inmensos rebaños de muchos centenares de millones de grandes animales herbívoros, pero no eran parientes de los caballos, sino de las vacas: animales pertenecientes al grupo llamado Artiodáctilos (dedos pares), y en concreto del grupo llamado Ruminantia, o rumiantes. ¿Qué había ocurrido?

La respuesta está en el código genético de las vacas, recién descodificado. Las regiones más diferentes a nuestro propio ADN son las que controlan el aparato digestivo y el sistema inmunitario, lo cual tiene todo el sentido del mundo, porque las vacas (los rumiantes; vacas, cabras, ovejas, ciervos, bisontes, búfalos, ñúes, yaks, antílopes, jirafas, etc) ya disponían de dientes autoafilados para consumir hierba. Su invención evolutiva fue transformar su estómago

en una sofisticada factoría biotecnológica, en un perfecto hogar y fábrica para una compleja flora intestinal bacteriana. Con esto, y el detalle de volver a masticar la comida cuando está a medio digerir (rumia) para facilitar el trabajo bacteriano, los rumiantes son capaces de extraer significativamente más nutrición de la hierba que los caballos (perisodáctilos).

Las variantes que vemos en el genoma de la vaca son justo las que cabría esperar: modificaciones estructurales del tubo digestivo, para crear un complejo estómago en el que diferentes bacterias vivan felices trabajando para ellas mismas (y facilitando a la vaca su digestión), y un sistema inmunitario lo bastante sofisticado para distinguir entre las bacterias necesarias y las dañinas. En la batalla evolutiva por explotar el recurso alimenticio que suponen las hierbas, las vacas iban ganando, y los caballos perdiendo

. Nuestra era, en justicia, debiera ser la Era de los Rumiantes. Claro que esta eficiencia en la digestión de la hierba se consigue pagando un precio: a la vez que lo dominan y colonizan, las vacas están contribuyendo a destruir el planeta. Porque al igual que ocurre con nuestra industria, su eficiencia en la fermentación por medio de bacterias simbiontes desprende contaminantes. Los pedos de las vacas ponen en peligro la vida en la Tierra.

Resulta que uno de los más importantes subproductos de la sofisticada digestión de los rumiantes es el metano, un gas sencillo y combustible que tiene otra característica principal: es un gas de Efecto Invernadero extremadamente poderoso (más de 20 veces más potente que el CO2). Su cantidad en la atmósfera es reducida (alrededor del 0.0001745%), pero su eficiencia al atrapar radiación infrarroja lo hace peligroso: su contribución al Calentamiento Global no es despreciable (del 4 al 9% del total, con un potencial de calentamiento de 72 a 50 años), hasta tal punto que se buscan formas de reducir la emisión de las vacas, con aditivos en el pienso u otros métodos.

El aumento en el número de rumiantes debido a la a nuestra ganadería (hay 10 vacas domésticas por cada rumiante salvaje) ha provocado un paralelo aumento del metano atmosférico. Porque, y esto es la ironía final, el metano que hay en la atmósfera proviene casi en exclusiva de los rumiantes; siendo como es un gas químicamente inestable, si no hubiese vacas desaparecería en muy poco tiempo, ya que tiene una vida media de sólo siete años. Sólo las continuas, ejem, emisiones lo mantienen en danza, aumentando la temperatura global.

De modo que la misma razón que llevó a las vacas a dominar el mundo hoy puede contribuir a destruirlo; una paradoja curiosa y mortal. Menos mal que desde 1999 algún otro mecanismo desconocido parece haber estabilizado la concentración de metano en el aire, que ha dejado de crecer en proporción al aumento del número de vacas; por el momento, nuestros filetes ya no empeoran el calentamiento global.