Miguel Hernández, poeta de la luz y el asombro
- Informe Semanal recuerda al poeta en el centenario de su nacimiento
Miguel Hernández, corazón de relámpagos y afanes, poeta con el alma en vilo y el verso al aire, desnudadamente sincero, joven y eterno ha cumplido un siglo, aunque lleva 68 años en las entrañas duras y secas de la muerte.
Intemporal, capitán de endecasílabos, triunfante de alejandrinos y octavas reales, nació en Orihuela, su pueblo, el de Ramón Sijé, en 1910. Fue un niño sin demasiados posibles, pero no fue pobre ni menesteroso.
Le tocó, eso sí, guardar las cabras, las de la familia, en la adolescencia, en los años arduos en que fatigó libros y perdió horas del sueño para entregarlas a la lectura.
Pronto se supo en el secreto del verso, tenía genio, impronta y maneras de poeta, se bebió a los clásicos y con poco más de veinte años publicó Perito en lunas, un libro de marcada influencia gongorina.
Después vinieron El silbo vulnerado y El rayo que no cesa, de forma que a la altura de los 25 años su nombre estaba situado entre los grandes del escalafón de una magnífica cosecha de poetas, los del 27, una auténtica edad de plata de nuestras letras.
Con la guerra, Hernández, que en sus primeros años había flirteado con el tradicionalismo neocatólico y conservador, se afilia al Partido Comunista y, por decisión propia, marcha a las trincheras para defender la causa republicana. En el frente escribe Viento del pueblo, verdadero monumento de la poesía épica y comprometida.
Acabada la guerra, con la derrota llega la cárcel que mata su alma y acaba matándolo entero. 13 cárceles en tres años, en una especie de terrible "turismo penitenciario".
En 1942 murió de tuberculosis, de franquismo, en una celda de Alicante, pero su poesía de luz clara o de lluvia dulce, de música con eco y arrojo no la enterraron ni la bárbara dictadura ni la mentira sangrienta.
Miguel Hernández, corazón de naranja, que a veces se vestía de difunto, es ya verso enamorado y furia y nobleza mediterránea, al alcance de espíritus sensibles.
Miguel Hernández, un gigante con voz de labriego, poeta grave de la luz y el asombro.