Paseando por la Gran Vía
- Informe Semanal se suma a la celebración del centenario de la arteria madrileña
La Gran Vía ya no es lo que era. En realidad, ya nada es lo que era, ni siquiera la nostalgia, como advirtió Simone Signoret. En su momento fundacional, hace ahora un siglo, la Gran Vía se planteó como una puñalada de modernidad cosmopolita en el estómago castizo y antiguo de Madrid, aquel Madrid, por otra parte, tan delicioso, que nacía en el barrio de los Austrias y desembocaba en la Puerta del Sol, aquel Madrid manchego de tabernas, tascas y mesones con moscas y carteles de toros.
Nos contaba Alfredo Amestoy, presidente de la Asociación de Amigos de la Gran Vía, en el reportaje que hemos emitido en Informe Semanal, que aquella gran avenida que nacía como una bifurcación de la calle Alcalá fue en su momento la vía más moderna de Europa, que deslumbraba a los propios madrileños y contaba con detractores tan afamados como Ramón Gómez de la Serna, el gran animador de las vanguardias, de la literatura que soltaba amarras con la tradición.
La Gran Vía era una isla artificial en el cuerpo natural de Madrid, un bosque sin árboles y con neones, escaparates de fantasía y edificios entre el neobarroco de querencia parisina y el modernismo de escayola en la estela belle epoque. Aunque en realidad, la Gran Vía con su edificio de la Telefónica, que por un momento fue el rascacielos más alto de Europa, y sus grandes salas de cine en cascada tuvo, siquiera en sus primeras décadas, un sabor neoyorkino, un regusto a Broadway donde Callao era una suerte de Times Square español.
La Gran Vía, siguiendo la línea de tiempo...
La Gran Vía, que no se llamó Gran Vía hasta que el alcalde Enrique Tierno la bautizó así oficialmente en 1982, empezó con tres nombres para cada uno de sus tramos: Conde de Peñalver, Pi i Margall y Eduardo Dato. Durante la guerra se llamó sucesivamente avenida de Rusia, de la Unión Soviética y de la CNT. Y Franco la nombró como avenida de José Antonio. Los felices 20, o años de entreguerras, que debieron ser unos tiempos de cierta euforia, manifestada con sobresalto de sombreros femeninos y ruido futurista de automóviles, fueron, en realidad, los del estreno de la Gran Vía, que hasta entonces había estado en permanente estado de obras.
Los de la República fueron años de esplendor y esperanzas después truncadas. Por entonces apareció en la gran calle un tipo genial llamado Perico Chicote, que se montó un garito que alcanzaría pronto aroma de leyenda y que viviría en las noches del franquismo sus mejores años de bar de cócteles o combinados, dispensario de medicinas, casa de citas para estraperlistas y casa de citas a secas. Aquellas noches vieron pasar a príncipes de Hollywood, millonarios sin miedo a gastar, toreros como Dominguín o mujeres improbables como Ava Gardner.
En realidad la Gran Vía, como París, como Florencia es un estado de ánimo cambiante y unas sensaciones que se reinventan en el interior de cada uno. Por eso no existe una Gran Vía repetida, ni siquiera nosotros pasearemos dos veces por la misma calle. Por eso dan ganas de echarse a la Gran Vía con urgencia de peatón enamorado de este kilómetro y medio escaso de Madrid distinguido y bullicioso.