El régimen sirio se resquebraja por la revolución del 'graffiti'
- La detención de unos adolencestes en Deráa encendió la chispa
- Se inició una escalada de violencia en manifestaciones y funerales
Inspirados en la imágenes que llevaban viendo día tras día en Al Yazira un grupo de adolescentes en la ciudad agraria de Deráa, en la frontera de Siria con Jordania, salieron a la calle e hicieron una pintada con los lemas que llevaban escuchando de boca en boca en los últimos días.
Sin embargo, no contaban con que a la Policía del régimen no les importaría que fuesen menores y que el contenido del lema fuese más o menos inocente: acabaron entre rejas.
Diez días después, su particula 'hazaña' ha logrado lo impensable: que el régimen que ha gobernado desde hace 47 años con mano de hierro Siria, comandado por el partido único Baaz y la élite de los chiíes aluitas haya asegurado por primera vez que se plantea acabar con la ley de emergencia que les ha permitido durante todo este tiempo detener a cualquier que supusiese una amenaza para el 'statu quo'.
Los pasos hacia la reforma
Lo que ha pasado entre medias es una sucesión de acontecimientos que ha acelerado hacia lo impensable la historia del que era uno de los régimenes más impenetrables a la oleada de revueltas árabes.
Tras las detenciones, las familias de los menores salieron a la calle para protestar haciendo suyos los lemas de las pintadas contra la corrupción y la falta de democracia, pero el régimen no se quedó quieto: cuatro manifestantes murieron y centenares resultaron heridos por disparos de bala de las fuerzas del orden, según activistas de los derechos humanos.
La mecha prendió y no paró: al día siguiente decenas de personas fueron arrestadas y otras resultaron heridas en los funerales de dos de los muertos en la ciudad el día anterior.
El 20 de marzo otra manifestación acabó en violencia con el incendio del Palacio de Justicia y otros edificios públicos después de que otro manifestantes muriese por herida de bala.
Al día siguiente la tragedia volvió a aliarse contra el régimen: el humo de los gases lacrimógenos lanzado el día anterior acabó con la vida de un niño de once años hospitalizado.
Las protestas entonces se agruparon en torno a la mezquita local de al-Omari, donde el 22 de marzo miles de personas fueron violentamente atacadas por la Policía, dejando más muertos.
Sin embargo, la verdadera matanza llegó el día siguiente, el pasado 23 de marzo, cuando según los activistas pro derechos humanos al menos 100 personas fallecieron al disparar fuego real las fuerzas del orden en otra manifestación de protesta, a la que acompañó un funeral por las víctimas del día anterior.
Consciente por fin de la gravedad de los hechos, el régimen de Damasco ha tratado de calmar los ánimos acusando de lo ocurrido a bandas de criminales armados, cesando al gobernador provincial y arremetiendo contra los medios de comunicación internacionales por magnificar los hechos.
Siria quiere más
No ha dado resultado: este jueves unas 20.000 personas han participado en los funerales por los fallecidos el día anterior, provocando que una asesora del presidente Bashar al-Assad compareciese de urgencia para anunciar que un comité estudiaría reformas contra la corrupción, favorables a la libertad de prensa, la supresión de la ley de emergencia e incluso la subida inmediata de los sueldos.
Las medidas, que resuenan ya en la memoria de los que han vivido otras protestas, ya le han parecido innecesarias a una oposición que ha sido reprimida a sangre y fuego durante décadas.
De hecho, al contrario de lo ocurrido en otros países árabes, no fue la protesta convocada por Facebook el pasado 15 de marzo en Damasco, que fue fácilmente reprimida la que ha desencadenado la revuelta, sino la pintada callejera en un muro de piedra real, no virtual.
La localidad de Deráa, situada a 120 kilómetros al sur de Damasco, junto a la frontera jordana, reunía todos los ingredientes para el levantamiento: una mayoría aplastante de tribus conservadoras suníes resentidas con la élite chií, una sequía persistente que les ha empobrecido y ha provocado el éxodo a las grandes ciudades y el resentimiento por la creciente corrupción nacida al amparo de la leve apertura patrocinada por Assad, que sucedió a su padre al frente del país en el año 2000.
"Bashar al-Assad sigue teniendo un crédito, pero se desmorona cada minuto. Si se derrama más sangre esta semana, la gente dirá que es un farsante", ha declarado a la agencia AFP un experto en Siria bajo condición de anonimato.
La encrucijada de Assad
"Deráa les ha sorprendido por la magnitud y la rapidez de la insurrección", ha añadido el analista que considera que incluso si el presidente Assad llega a frenar los disturbios no tendrá más remedio que abrir un diálogo con la oposición secular y moderada.
Lo cierto es que la 'revuelta del graffiti' obligará al presidente sirio a tomar partido definitivamente tras una década en el poder entre los conservadores nostálgicos de su padre, Hafez al-Assad, que mató a miles de personas que se levantaron contra él en 1982, o con los reformistas que hasta ahora solo han predicado apertura económica.
Assad ha querido hacerle guiños a la burguesía suní y ha enriquecido a la élite con la apertura económica, pero lo único que ha conseguido es aumentar la desigualdad.
"Hay personas que se enriquecen porque hay una apertura. Ves coches mucho más grandes, las personas muestran su riqueza, al que no se producía hace cinco años", observa Lahcen Achy economista del Centro Carnegie para Oriente Medio en Beirut, que señala que el resto de la población aún no se ha beneficiado de ese crecimiento.
El salario medio en Siria es de 200 dólares mensuales y el desempleo entre los menores de 30 años es del 30%. Además, una sequía de varios años ha acelerado el éxodo rural, provocando que aumente la población en los suburbios de las ciudades, donde los empleos son escasos.
Y, como trasfondo, el propio conflicto entre chiíes y suníes. La secta a la que pertenece Assad solo es el 6% de la población mientras que la mayoría suní empieza a estar harta de los lazos con la principal potencia chií, Irán, y la milicia libanesa Hizbulá.
Un cóctel que unido a su situación estratégica -situada entre Israel, Líbano, Turquía, Jordania e Irak- hacen de la explosión de una nueva revuelta un fenómeno de consecuencias más impredecibles aún que las de Túnez, Egipto, Yemen o Libia.