Scott Fitzgerald y el cine: sin final feliz
- La moda Fitzgerald regresa con la nueva adaptación de El gran Gatsby
- Fracasó como guionista y Hollywood tampoco ha tenido suerte con sus novelas
“He escrito entretenimiento de éxito y mis diálogos se supone que eran de lo mejor. Pero he aprendido, del guion que de pronto has cambiado, que no son buenos, y que tú puedes hacerlo mucho mejor en unas pocas horas”. El extracto pertenece a una enfurecida misiva que Francis Scott Fitzgerald enviaba en 1937 a Joseph L. Mankiewicz, entonces únicamente productor de Tres Camaradas, película en la que el autor de El gran Gatsby trabajaba como guionista.
En el edificio de la Metro (y antes en la Paramount), como cualquier guionista, el escritor más brillante de su generación, fichaba de 9 a 5. Fitzgerald es el paradigma del mito de la prostitución del talento. La gran depresión que acabó con el mundo de referencia de su obra, los felices 20, le abocó también a los brazos de Hollywood. Había perdido fama e ingresos, los tratamientos para la esquizofrenia de su mujer Zelda y la educación de su hija eran demasiado costosos. En 1925 era un genio; en 1936, un caso perdido. Tras años en los que “los grandes problemas de la vida parecían solucionarse por sí mismos”, el novelista se hundía a mediados de los 30 en una espiral vital autodestructiva y alcohólica. Nadie cayó desde tanta altura ni ha simbolizado tanto el vértigo del éxito y el fracaso.
En La tarde de un escritor, uno de sus últimos relatos, compendio de una vida y obra atravesada de melancolía hacia la juventud perdida y el talento malgastado, se dice a sí mismo «nunca tendrás suerte con las películas». ¿Aceleró Hollywood su destrucción o fue un refugio que, al menos, estiró su obra? El estreno del nuevo Gatsby es el último capítulo de una relación de múltiples aristas. En primer lugar, Fitzgerald fue incapaz de acomodar su talento narrativo a la creación de guiones y vivió experiencias humillantes en los estudios; tras su muerte, fue adaptado sin demasiada suerte; y, por último, el gran biopic de su vida está por ser rodado.
Fitzgerald, el guionista
Tras una experiencia fallida en 1927, Fitzgerald se instala en Hollywood en los años 30 para escribir películas mediocres. Salvo la citada Tres camaradas (Frank Borzage, 1937), ninguna de ellas figura en una antología cinematográfica; en muchas, ni siquiera figura en los créditos. Pero su interés literario se enfocó hacia Irving Thalberg. El productor era un arquetipo fitzgeraliano avant la lettre: joven, atractivo, talentoso y misterioso. Sus largas entrevistas con él cristalizaron en su inacabada novela, El último magnate. Su objeto de admiración fue, sin embargo, su peor pesadilla. El método de Fitzgerald seguía siendo en el de al escritura solitaria y la divisa de Thalberg era “las películas no se hacen; se rehacen”, es decir, acumulaba guionistas que reescribían a otros. La primera, en la frente: Fitzgerald fue criticado porque su admirada prosa se colaba en los diálogos y guionistas sin experiencia metían mano en su trabajo sin que él lo supiera.
Además de no encajar en la maquinaria, estaba ‘el problema’: el alcohol. Thalberg acabó despidiéndolo aunque, pese a su leyenda de despojo etílico, regresó con un contrato con la Metro de 1250 dólares a la semana (William Faulkner, por ejemplo, ganaba 300). En una dualidad esquizofrénica, en 1939 acomete una doble revisión literaria sobre Hollywood. Por un lado, unos alimenticios relatos sobre un desgraciado guionista que sobrevive en los estudios como un marginado más de la periferia del brillo del cine, Las historias de Patt Hobby. Y por otro, la ambiciosa novela basada en Irving Thalberg, que en la ficción se llamó Monroe Stahr. Pese al valor de las historas de Patt Hobby, es obvio que Fitzgerald se movía mejor en la descripción de la riqueza que en el testimonio del fracaso.
Pese a todo, el escritor fue de los primeros intelectuales en valorar la expresividad del cine y es un primer puente entre la inteligencia snob de la costa este y la aparente frivolidad que escondía el arte más poderoso del siglo XX. “Hay una indignidad, que se ha convertido en una casi una obsesión para mí, en ver la fuerza de la palabra escrita subordinarse a otra fuerza, una fuerza más reluciente”, constató inclinándose ante el cine.
Fitzgerald, el adaptado
El 21 de diciembre de 2010 se cumplían 70 años de la muerte de Fitzgerald. Un aniversario anhelado: su obra se liberaba de los derechos de autor. Pagando o no, nunca ha dejado de estar de moda. Su mundo siempre estará ligado al estilo y al encanto. El estilo puede caer en desgracia, el encanto es más duradero. Además, la actual repetición de la historia (sí, el pasado se repite) vuelve a reflejar su tragedia: fue el cronista de una época chispeante y una depresión pavorosa destruyó un mundo que descansa, sobre todo, en sus novelas.
El cine le ha amado, pero es un matrimonio incompatible. Él no acertaba con los guiones y, en correspondencia, nadie ha sabido trasladar sus novelas. Ningún decorado puede igualar sus descripciones; ninguna puesta en escena equivale a la agudeza de sus narradores. En su apogeo literario conoció adaptaciones mudas de Hermosos y Malditos y El Gran Gatsby (esta última desaparecida). El testamento fílmico de Henry King fue una versión de Suave es la noche, su mejor novela (todo es discutible), con Jason Robards y Jennifer Jones como el matrimonio Diver. Salvo una adaptación para TV de la BBC en los 80, la historia inspirada en la enfermedad de su mujer, y que le convirtió en ‘el prisionero de Zelda’, no ha vuelto ha adaptarse. Irónicamente, el propio Fitzgerald escribió un guión de Suave es la noche que fue rechazado por todos los estudios.
En los 70 no hubo suerte con dos jugadas, a priori seguras, que demuestran que la suma de genios no tiene por qué ser genial. El último magnate (Elia Kazan, 1976), con Robert de Niro, Jack Nicholson y un reparto tremendo, contaba con la adaptación del Nobel de literatura Harold Pinter. La última película de Kazan es fallida y una interpretación nada descabellada es que el estilo minimalista de Pinter es, básicamente, lo opuesto a la exuberancia fitzgeraliana.
Por otro lado, la adaptación de Gatsby dirigida por el británico Jack Clayton (1974) con Robert Redford y Mia Farrow, guionizada por el otro Francis (Ford Coppola), tampoco es redonda. Clayton se interesó en mostrar la languidez y decadencia del mundo de Gatsby, destruyendo la fascinación del personaje narrador de la novela, Nick Carraway, y el encanto se evaporó.
Sus relatos han deparado múltiples adaptaciones cinematográficas y televisivas (incluso las historias de Patt Hobby con Christopher Lloyd). David Fincher alargó El curioso caso de Benjamin Button para lograr un hito de efectos especiales sobre el rostro y cuerpo de Brad Pitt. Si la adaptación de Clayton traicionaba por mortecina, la nueva versión de Baz Luhrmann con Leo DiCaprio (que, al contrario de la novela, consolida el imaginario de un Gatsby rubio), amenaza con ser su antítesis: fuerza visual desmedida y apoteosis kitch.
Fitzgerald , el personaje
La vida de Fitzgerald es, dramáticamente, un fiasco. Su autodestrucción no esconde lecciones: era un hombre iluminado que, sencillamente, comenzó un proceso de demolición. Si fuese un biopic estándar no habría muerto de un ataque al corazón, Zelda no se habría quemado en manicomio, habría ganado el Nobel en los 50, el mundo a los pies de nuevo de un Fitzgerald maduro.
Tom Hiddleston tuvo la suerte de recrear al joven y alegre Fitzgerald de los 20 en su cameo de Midnight in Paris de Woody Allen. Antes, solo Gregory Peck (en Días sin vida, 1959) y Jeremy Irons, Timmothy Hutton o Richard Chamberlain en series de TV dieron vida al escritor. Días sin vida, otra de Henry King, se centra en los últimos tiempos de Fitzgerald en Hollywood y su relación con Sheilah Graham (Deborah Kerr).
Peck, por triunfador, o Jeremy Irons, por altivo, no parecen los rostros para encarnar el trágico Fitzgerald. Es en la mentira (o ficción) donde se ha logrado el mejor retrato de su extrañamiento en Hollywood. En Barton Fink, los hermanos Coen crearon un mash-up de los renombrados escritores que recalaban en California en busca de dólares. Aunque Fink, el escritor de Braodway contratado para una película de lucha libre, es sobre todo Clifford Odets, residía, como Fitzgerald en el Garden of Allah, un refugio para guionistas de L.A.. Una cita de la autobiográfica The crack-up, cuando amargamente reconoce que en el cine “la personalidad se desgasta en el inevitable engranaje de la colaboración”, podría valer de sinopsis corta de la alucinada película de los Coen.
Cualquier enamorado de Fitzgerald sabe que su idilio con el cine tiene un posible final feliz durmiente. Budd Schulberg, hijo de un magnate de la Paramount y uno de los grandes guionistas de la historia del cine, era joven e idealista cuando colaboró con Fitzgerald en alguna película olvidada. Años después plasmó la experiencia en El desencantado, una maravillosa novela que homenajea y certifica su caída. En ella, Manley Halliday, el trasunto de Fitzgerald, expresa la agudeza más ilustrativa sobre su hundimiento: “Elijo a las personas que me destruyen; se llama autodestrucción en segundo grado”. Anthony Burgess confesaba haber leído la novela 16 veces y anhelaba su adaptación cinematográfica.
Aunque Fitzgerald profetizaba que el cine sonoro convertiría a los novelistas en algo más arcaico que las películas mudas, todo un gigante del cine como Joseph L. Mankiewicz sufrió en su piel el respeto que genera un clásico literario mundial. “Me han atacado como su hubiera escupido en la bandera americana porque una vez reescribí diálogos de Scott Fitzgerald”.