Esa extraña costumbre de fotografiar a los muertos
- Virginia de la Cruz publica el primer libro en España sobre retratos post mortem
- El retrato y la muerte (Temporae) contiene 185 instantáneas de difuntos
Cuando Virginia de la Cruz Lichet se encontró por vez primera con los retratos del fotógrafo Virxilio Vieitez (1930-2008) no sabía que, en pocos años, se iba a convertir en pionera en la investigación de la fotografía post mortem en España.
Esta francesa de 35 años afincada en Madrid y profesora de Arte Contemporáneo e Historia y Teoría de la Fotografía en la Universidad Francisco de Vitoria dedicó en 2008 su tesis doctoral a este tipo de fotografía porque quería entender el porqué de esta práctica.
Ahora, coincidiendo con el 2 de noviembre, Día de los Fieles Difuntos, acaba de publicar un libro fruto de aquella investigación, El retrato y la muerte (Temporae), que ahonda en esta clase de fotografía apenas existente ahora pero que, hasta los años 80, era habitual.
“Cuando descubrí el archivo de Vieitez me interesé por el tema porque quería conocer cuál era el motivo de estas fotografías. Quería saber qué llevaba a la gente a retratar a sus muertos”, confiesa la experta a RTVE.es.
Alejada del morbo
De la Cruz, que habla sin perder el hilo y sin titubear y con un tono amable y humilde, es tajante, sin embargo, con algo que –se nota– le preocupa. “No quiero que esta investigación ni este libro lleven al morbo”, recalca. “De hecho, me han llamado de algunos programas de televisión y he rechazado ir”, confiesa.
El retrato y la muerte contiene 185 ilustraciones de personas fallecidas –muchas de ellas, niños–, y relata cómo, a través del tiempo, desde mediados del siglo XIX hasta finales del siglo XX, se han ido haciendo estos retratos por parte de profesionales. “Se empezaron a realizar estos trabajos porque nuestra memoria nos juega malas pasadas y es bastante común que, pasado un tiempo, se nos empiece a difuminar la imagen de los difuntos”, explica De la Cruz.
Nostalgia, recuerdo o documento notarial
Pero no siempre eran motivos nostálgicos. “En el caso de los adultos había también otros motivos. Por ejemplo, muchas familias retrataban al familiar fallecido con el objetivo de facilitar los asuntos de herencia. La fotografía era, en este caso, un documento notarial que certificaba la defunción, y, a partir de ella, se procedía a la repartición de los bienes”, detalla.
Otra razón para fotografiar difuntos o incluso entierros era poder enviar un recuerdo a parte de la familia que, por circunstancias geográficas, no asistía a los actos funerarios.
La mayoría de los profesionales que recibían los encargos pertenecían a poblaciones rurales o ciudades pequeñas y tenían escasos medios técnicos, exceptuando los casos de Joaquín Pintos (1881-1967), Francisco Zagala (1842-1908) o Maximino Reboredo (1876-1899).
Pintos, al igual que Zabala, marcó la fotografía gallega de las primeras décadas del siglo XX. Ambos tenían buena formación fotográfica. Reboredo, también gallego, estudió Teología, pero se dedicó a la fotografía como aficionado hasta que murió a causa de una tisis pulmonar. Tenía 27 años.