Pablo Escobar, el capo que arrodilló a un Estado
- Se cumplen 20 años de la muerte del 'narco' más importante de la historia
- En Medellín sigue existiendo un barrio donde lo adoran por su labor de caridad
- Fue la mordaza de la prensa y estigma de una sociedad con heridas por cerrar
Minutos antes de su muerte, Pablo Escobar habla por teléfono con su esposa y con su hijo. Su familia está recluida en el Hotel Tequendama, en el centro de Bogotá. Escobar les cuenta sus inquietudes, les dice qué hacer y qué no hacer, luego de que ambos fueran prácticamente bajados de un avión cuando intentaban abandonar Colombia rumbo a Alemania.
El mayor narcotraficante de la historia está inquieto. Lleva semanas huyendo de la policía, cambiando de escondite como si fuera un vulgar delincuente, y no el poderosísimo jefe del Cartel de Medellín. Cuando habla con su hijo, Escobar escucha un ruido y se despide. Le dice que pasa algo raro, que luego lo vuelve a llamar, y cuelga, sin más. El hombre que puso de rodillas al Estado colombiano, huele, por enésima vez, el peligro. Ese sexto sentido para intuir que algo va mal, para sortear al enemigo, para esquivar la ley, lo desarrolló Pablo desde joven. Lo hizo cuando empezó a robar lápidas en los cementerios para vender el mármol y sacarse unos pesos; lo hizo cuando se metió en el contrabando de tabaco y de alcohol; y lo hizo, por su puesto, cuando comenzó a traer pasta de coca de Bolivia y Perú a través de Ecuador, escondiendo la mercancía en las llantas de los camiones.
Cuando cuelga el teléfono, Escobar sigue escuchando un ruido sospechoso. Segundos después, los hombres del Bloque de Búsqueda de la Policía, a los que había burlado durante años, tiran la puerta abajo. El primero en caer es el escolta del capo. Escobar esquiva las balas y salta, por una ventana, al tejado de aquella casa humilde del barrio Los Olivos de Medellín. El mismo tejado donde, un instante después, una bala impacta de lleno en la cabeza del narcotraficante más temido que ha existido en Colombia.
Escobar yace en el suelo. Su imagen - muchos kilos de más, el pelo ensortijado, más largo de lo normal, camiseta azul oscuro, vaqueros azul claro- se cuela más tarde en los informativos de todo el país. Cuando la tecnología lo permite, el cuerpo doblado de Pablo se cuela también en los hogares de medio mundo. El policía que lo mató posa junto al narcotraficante. Se le ve altivo, orgulloso, como un cazador junto a su presa. A esa hora, en el hotel Tequendama, la mujer y el hijo del capo esperan la llamada que nunca llega. Luego supieron de la muerte del cabeza de familia. Luego supieron, también, que cuando la policía los llevó al hotel Tequendama, propiedad del Ejército, se desalojaron todas las habitaciones. Un equipo del bloque de búsqueda se había instalado en el hotel rastreando las llamadas de Pablo.
Y aquel 2 de diciembre de 1993, por fin, Escobar cometió el gran error de su vida. Justo un día después de su cumpleaños, desesperado y acorralado, buscó consuelo en la voz de los suyos. Les llamó. Y esa llamada duró el tiempo suficiente para que los agentes lo ubicaran en uno de los cientos de escondites que tenía en Medellín.
Un currículum de secuestros y muerte
La muerte de Pablo Escobar Gaviria conmocionó a Colombia. La mayoría del país lloró de alegría, pensando que aquella imagen del cadáver, inerte, del narcotraficante, era también la instantánea del final de los coches bomba, de las masacres, de los secuestros, del chantaje a jueces, políticos y periodistas.
Se calcula que Pablo Escobar es responsable directo de la muerte de más 5.000 personas. Su currículum es para echarse a temblar. Escobar ordenó la explosión, en pleno vuelo, de un avión de Avianca en 1989. Y lo hizo simplemente porque pensaba que en ese vuelo viajaba César Gaviria, en ese entonces, candidato presidencial. Ordenó matar a varios candidatos presidenciales, a ministros de justicia, al director del periódico que desveló, cuando era congresista, sus vínculos con el narcotráfico. Y como el diario El espectador no se doblegó a su chantaje y siguió denunciando sus desmanes, Escobar pensó que la muerte del director no era suficiente escarmiento. Así que ordenó activar un coche bomba frente a la sede del diario. Por supuesto, lo reventó.
En esa época de terror, en plena guerra contra el Estado, Escobar puso precio a cada policía. Colombia dejaba atrás la década del 80 y se internaba, muerta de miedo, en los 90. El jefe del Cartel de Medellín ofreció 2 millones de pesos (más de 700 euros al cambio de hoy), por cada policía asesinado. Sus sicarios afinaron la puntería. Hicieron el agosto. Se calcula que solo en la capital de Antioquia, el motor económico del país, cayeron 450 agentes. Así que si hubo un colectivo que celebró, más que ningún otro, la caída del capo, fue la Policía Nacional de Colombia.
Sin embargo, la muerte de Pablo también la lloró otra parte, mucho más reducida, del país. Resulta paradójico, pero al mayor asesino que se ha visto por estos lares también lo adoraban cientos de personas. Escobar era querido, literalmente, adorado, en muchos barrios de Medellín. Barrios pobres donde el capo construyó más de doscientas viviendas para ciudadanos que antes vivían en Moravia, el mayor basurero de la ciudad. En esos barrios, el jefe del cartel construyó y entregó a la comunidad más de cincuenta campos de fútbol, pagó la escolarización de niños, costeó de su bolsillo los regalos de Navidad, organizó verbenas y fiestas para toda la comunidad.
En una de esas comunas, haciendo campaña con su partido, Alternativa Liberal, un periodista le preguntó a Escobar quiénes eran sus mejores amigos. “Mis mejores amigos -respondió Pablo- están en la comunidad de los tugurios, en el basurero municipal”. Cientos de esos amigos de los tugurios formaban parte de aquel río de gente que acompañó el féretro de Escobar, años después, camino del cementerio.
Ídolo de los desamparados
Veinte años después de su muerte, en Medellín sigue existiendo un barrio donde lo adoran. Es el barrio Pablo Escobar. Y allí siguen viviendo aquellas familias, ahora con hijos y nietos, a los que Escobar sacó de aquel tugurio inhumano llamado Moravia, donde decenas de familias construyeron infraviviendas de madera y latón, levantadas literalmente sobre toneladas de escombro del basurero de la ciudad.
Francisco Flores e Irene Gaviria descansan en un banco de la cuesta que, veinte metros más arriba, les lleva directamente a su casa. Es un matrimonio convencional, humilde, de los que trabajó toda su vida y que ahora enfila, pasados ambos los ochenta, la recta final de su vida. Francisco hace memoria cuando le preguntamos por Pablo. “Fue una persona buena, para nosotros fue una persona buena”- responde. “Nos dijo que nos iba a dar una casita, y véala, véala, ahí está. Él le hizo un favor inmenso a la pobrería, a los que no teníamos donde vivir. Y nos trajo hasta acá. Dios lo tenga coronado”.
Ni Francisco ni Irene, ni el resto de los vecinos del barrio, ven a Escobar como el hombre que llevó a la tumba a miles de colombianos. Y por supuesto, cuando se les pregunta por los negocios del capo, por el dinero del narcotráfico con el que construyó aquellas casas, todos afirman que no sabían de sus negocios, que lo juzgan por los hechos. Y los hechos dicen que, al menos en este barrio de Medellín, a Escobar se le venera como a un santo.
"Le gustaba mucho la marihuanita"
Lejos del barrio Pablo Escobar, en el Poblado, la zona noble de Medellín, vive Gustavo Salazar. Salazar es el antiguo abogado del narcotraficante. Han pasado dos décadas desde el entierro de su cliente más famoso. Pero ni el paso del tiempo, ni el juicio de la historia, ni la perspectiva que dan veinte años para ver el daño que produjo al país, impiden que este polémico experto en leyes defienda, hoy, parte de su legado. “Se demuestra que tuvo sensibilidad social –sostiene el letrado- se preocupó por construirle cancha a los niños pobres, por darle vivienda a las familias pobres y por llevar alegría a los barrios populares”.
Salazar conoció a Pablo Escobar en 1984. El capo lo contrató poco después de la muerte del ministro de Justicia, Rodrigo Lara Bonilla. Escobar había ordenado la muerte de Bonilla para lanzar un mensaje al Estado: si se aprobaba la extradición de los narcotraficantes a Estados Unidos, se abriría una guerra total contra el establecimiento colombiano. Eran tiempos en los que el hombre fuerte del Cartel de Medellín repetía, casi a diario, que prefería una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos.
Lara Bonilla había destapado, como también lo había hecho el diario El Espectador, las conexiones de aquel ciudadano entrado en kilos, de bigote y pelo rizado, con el narcotráfico. Esa denuncia se hizo, además, cuando Escobar era congresista. Tras ese episodio tuvo que renunciar a su escaño. Perdió la inmunidad parlamentaria y ahí comenzó su otra vida, la de la huida permanente del cerco policial. “Por supuesto que cometió errores, no era un santo –puntualiza Gaviria-, pero para mí fue un gran hombre. Le gustaba mucho la marihuanita, eso sí. El punto flaco de Pablo Escobar era que le gustaba mucho la marihuana y que dormía hasta muy tarde. Era un hombre sencillo, un hombre campesino, de pocas palabras”, dice.
Tal vez Escobar hablara poco, pero cuando hablaba, sentenciaba. Lo sabe bien, por ejemplo, el ex presidente Andrés Pastrana. Cuando apenas tenía 33 años y era candidato a la alcaldía de Bogotá, Escobar ordenó su secuestro. A Pastrana lo cazaron sin dificultad, lo subieron en un coche, lo escondieron en el maletero, y allí dentro transitó durante una hora. Luego lo bajaron del vehículo y lo arrastraron hasta un helicóptero. Una hora después, el aparato aterrizó en una vereda de Medellín. Pastrana pasó allí una semana vigilado por varios sicarios del Cartel de Medellín.
“Cada momento pensaba que al minuto siguiente me iban a matar”- recuerda hoy el ex mandatario. Una noche, a la una de la madrugada, uno de los guardianes dijo, sin querer: “Como ordene, don Pablo”. Esa indiscreción convenció a Pastrana de que el propio Escobar estaba en aquella caleta húmeda y fría de las montañas de Antioquia. Poco después, el propio Escobar se plantó delante de Pastrana. Conversaron durante toda la madrugada, de una a seis de la mañana.
“Fue un diálogo cordial, hablamos de política, de sus peticiones, de la extradición de los narcotraficantes a Estados Unidos, del tráfico de cocaína. Cuando se fue, se despidió educadamente y en voz alta le dijo a los sicarios: si se intenta fugar, me lo matan”. Algunos días después, Pastrana logró escapar en una rocambolesca huida que explica al detalle en su libro de memorias, recién publicado.
Mordaza de la prensa libre
Fidel Cano, el director de El Espectador, tiene varios episodios grabados en la memoria sobre aquella época convulsa de la guerra a muerte que Pablo Escobar le declaró al Estado. Pero hay dos hechos imposibles de olvidar, grabados a sangre y fuego. El primero tiene que ver con la muerte de Don Guillermo Cano, su tío, por aquel entonces, director del periódico. Escobar contrató a un par de sicarios y aquella noche de diciembre de 1986 cumplieron bien su misión. Ejecutaron la secuencia que tenían planeada de antemano: se acercaron al coche de Don Guillermo, sacaron la recortada, lo ametrallaron, y enterraron, para siempre, la pluma crítica que había desnudado los crímenes y abusos del intocable jefe del Cartel de Medellín.
“El día del entierro –recuerda Fidel- hubo una marea de pañuelos blancos al paso del féretro. Poco después hubo un apagón informativo. Ningún medio publicó nada en señal de duelo. Ese día sentimos en carne propia el poder de la mafia, porque nunca antes se había asesinado a un periodista tan relevante como Don Guillermo”, afirma.
El periódico, sin embargo, sobrevivió a la muerte de su emblemático director. Y sobrevivió, también, al coche bomba que otros sicarios de Escobar colocaron frente a la sede del rotativo. La explosión dejó muertos y arrasó la redacción. Pero, con las heridas todavía abiertas, los que sobrevivieron se propusieron que aquel bombazo no sería el epílogo triste a la historia valiente de El Espectador.
“La bomba fue el momento más duro que yo recuerdo, porque fue como ver que habíamos perdido. Realmente –prosigue Cano- ver el edificio en esas condiciones, hacía pensar que ya iba a ser imposible continuar. Pero por fortuna ese día entre todos los periodistas, entre todos los trabajadores, limpiamos la redacción y logramos salir con una edición al día siguiente. Ese deseo de todos fue como el impulso para salir adelante. Yo creo que si El Espectador no sale al día siguiente con un periódico, hubiera sido casi imposible continuar”.
El Espectador, no obstante, salió al día siguiente y sigue saliendo hasta el día de hoy. Veinte años después de la muerte de Pablo Escobar, el diario ha sobrevivido al jefe del Cartel de Medellín, y ha sobrevivido también a decenas de narcos que finalmente cayeron, pero que amenazaron sin pudor a la prensa cada vez que un medio se atrevía a tocar sus intereses o a desvelar sus oscuros negocios.
La estigmatización de los colombianos
La muerte de Pablo cambió muchas cosas, y entre ellas, la manera de actuar de la policía. “A partir de ese diciembre del 93, la policía da un giro radical en la lucha contra el narcotráfico. Se especializan en inteligencia, se dan cuenta de que la inteligencia es el punto de inflexión para poder acabar con los carteles”. Quien habla es Jineth Bedoya, una de las periodistas colombianas que más agallas le ha echado al asunto de investigar a los criminales de este país, a las guerrillas, a los paramilitares, a los policías y militares corruptos y a las decenas, por no decir centenares de narcotraficantes que surgieron tras la caída del cártel de Medellín.
Jineth acaba de publicar un libro junto a otros periodistas del diario El Tiempo. Blanco neutralizado explica en 300 páginas cómo ha sido la lucha contra el narcotráfico en las últimas décadas. De esa investigación se desprende que la lucha contra las drogas ha dejado más de 20.000 muertos, y que en las dos últimas décadas se han invertido más de 10.000 millones de dólares para enfrentar ese flagelo. Para Jineth, sin embargo, la eterna lucha contra las drogas ha tenido un precio mucho mayor.
“Yo creo que el costo más grande que hemos pagado los colombianos es la estigmatización. A nivel mundial no nos conocen como los grandes investigadores, o como las personas pujantes, sino como los narcos. Si uno llega a un aeropuerto de cualquier lugar del mundo –añade- lo primero que piensan es que uno va cargado con droga. Y cuando le ven el pasaporte que dice que eres de Colombia, el trato no es igual al de cualquier otro ciudadano del mundo. Creo que esa estigmatización que nos ha dejado la mafia va a ser muy difícil quitarla porque ya estamos marcados", explica.
La periodista colombiana asegura también que no todo han sido malas noticias en esta lucha contra los grandes capos del narcotráfico. Cuando cayó el Cartel de Medellín, el bloque de búsqueda que aniquiló a Escobar puso su mira en los archienemigos de Pablo: el Cartel de Cali, de los hermanos Rodríguez Orejuela. Tardaron en caer, pero cayeron, como lo hicieron también en los años siguientes destacados narcotraficantes como Don Berna, Cuchillo, Jabón o Don Mario.
La muerte de Escobar los puso sobre aviso. Los nuevos narcos no tratan de exponerse, buscan un bajo perfil. No ostentan, no salen en revistas de la jet set, no presumen en público de coches deportivos italianos o de caballos de pura raza. Se alejan de los focos y del papel cuché. Y se alejan también de la policía porque muchos de ellos viven en zonas fronterizas e incluso fuera de Colombia.
Bedoya resume así ese cambio de vida: “Se encuentran con que toda esa ostentación, todo eso que rodeaba a Pablo Escobar Gaviria, en últimas fue lo que lo llevó al declive. Y empiezan a ser unos narcotraficantes mucho más moderados, empiezan a aliarse con estructuras que son legales en Colombia, permean completamente a las empresas, a las entidades legales en las cuales pueden lavar su dinero y tener toda una fachada”.
Las heridas que siguen abiertas
Dos décadas después de la caída del capo entre capos, las heridas siguen abiertas. Y algunas no terminan de cicatrizar porque los medios tampoco ayudan demasiado. Las series de narcos, la cultura del dinero fácil, de los cuerpos de mujeres moldeados por un bisturí que pagan los dólares del narcotráfico, triunfan en Colombia. Para las cadenas son un negocio seguro. Saben que la audiencia consume ese tipo de historias, saben que el guión del camino corto para llegar muy arriba, de los placeres sin medida, de la adrenalina de la persecución policial, gustan mucho en un país que no termina de quitarse ese estigma de la cultura del narco.
Hace tan solo unos meses terminó otro de esos culebrones. Su título: Pablo Escobar: el patrón del mal. La telenovela en torno a la vida del hombre que exportó el 70% de la droga que llegaba a Estados Unidos, del hombre al que Forbes colocó entre los más ricos del mundo, fue, también, un éxito rotundo; tanto, que se ha exportado, con el mismo éxito, a varios países latinoamericanos.
En el cementerio municipal de Medellín, Federico Arroyave mueve la escoba mientras admite que él, también vio esa serie. Federico es un hombre entrado en años que conoció bien al Patrón. Lleva tiempo limpiando el suelo alrededor de su tumba. La familia de Escobar le paga para que todo esté en orden, para que haya flores junto a una lápida que dice: Pablo Emilio Escobar Gaviria (1.12.1949 - 2.12.1993). Es fácil echar la cuenta. Federico lleva 20 años poniendo flores al capo. Los mismos que lleva Colombia intentando olvidar sus masacres, cerrar sus heridas, y sacar algo alegre de aquella lección triste que le dejó la historia.