El sueño ovalado de Nelson Mandela
- Madiba consiguió unir a blancos y negros alrededor del rugby
- Contra todo pronóstico, los Springboks ganaron el Mundial de 1995
- Aquel triunfo deportivo se convirtió en un símbolo de la nueva Sudáfrica
Durante sus 27 años de cautiverio, Nelson Mandela se dedicó a estudiar a sus carceleros con una minuciosidad científica, para tratar de desvelar los secretos del alma afrikáner. Conocer las entrañas de su adversario fue la primera regla que se impuso a sí mismo en aquella batalla diaria librada primero en Robben Island y después en las prisiones de Pollsmoor y Víctor Verster.
En la intimidad forzosa con sus guardianes, Madiba llegó a comprender que el ingrediente principal del apartheid no era el odio; sino ese miedo instintivo que se acumula en el corazón de los supervivientes. Entendió que aquellos hijos de granjeros trasplantados desde hacía siglos en un confín hostil del mundo tenían tanto derecho como él a sentirse africanos, y que debajo de aquella sociedad nauseabunda impuesta por ley había valores muy sólidos, algunos dignos incluso de admiración. Además, que amaban al rugby por encima de todas las cosas, y que este deporte suponía para ellos un ritual indispensable; como un vínculo sagrado que los nutría a través de la distancia, manteniéndolos en contacto directo con las naciones occidentales y sobre todo con sus orígenes.
Nelson Mandela, que también se esforzó por aprender las reglas de aquel complejo juego que giraba en torno a un balón ovalado, tuvo un sueño visionario: decidió utilizar el rugby como un instrumento político para lograr la unificación de Sudáfrica.
Cuando ganó las elecciones en 1994, Mandela asumió el Gobierno de un país al borde del precipicio. Con las heridas en carne viva por la brutal política de segregación de más de cuatro décadas, el fantasma de la guerra civil recorría Sudáfrica de punta a punta. La amenaza era doble. Por un lado, estaba la extrema derecha afrikáner, recalentada en el fuego lento del resentimiento; y por otro, el movimiento zulú Inkatha, aliado de la primera y enzarzado en una sangrienta pelea con el Congreso Nacional Africano.
"Blancos y negros"
Entre las grandes enseñanzas que el recién elegido presidente había extraído de su paso por la cárcel, estaba la certeza de que no podría construir la nueva Sudáfrica sin contar con la minoría blanca que durante tantos años había pisoteado a la población negra. La Carta de la Libertad de su partido, el Congreso Nacional Africano, lo asumía desde el primer enunciado: “Sudáfrica pertenece a todos los que viven en ella, blancos y negros”.
Las elecciones otorgaron por fin a los negros el respaldo democrático, pero los blancos seguían ocupando las principales esferas de poder. La reconciliación, más que una declaración de buenas intenciones, era la única salida posible para evitar que el país saltara por los aires.
Para aplacar la ira de los zulúes, Nelson Mandela nombró ministro del Interior a su líder Buthelezi. Sin embargo, el principal frente seguía abierto. Había que hallar un elemento de unión en aquel mundo partido en dos. Un espacio intermedio capaz de apaciguar los temores del opresor y, al mismo tiempo, de ganarse el perdón del oprimido. Se trataba de un binomio complicado, sobre todo en su segundo término, pero había que empezar por algún sitio y Madiba creyó ver el punto de partida idóneo en la Copa del Mundo de rugby que organizaría su país un año más tarde, en 1995.
Aquel sueño podía parecer disparatado. Para la población negra de Sudáfrica, el rugby era uno de los emblemas más potentes del apartheid; y cada uno de sus estadios se erigía como un santuario consagrado a la supremacía blanca. Lejos de representar la unidad nacional, los Springboks eran aborrecidos de manera unánime por la población negra, que siempre celebraba con rabia cada una de sus derrotas, independientemente del país que fuese su rival. En los suburbios de las grandes ciudades, donde la opresión racial se había ensañado con especial intensidad, el deporte indiscutible era el fútbol, en clara oposición al rugby de los bóeres.
El objetivo de Mandela era conseguir que el polo verde y dorado de los Boks estuviese a la misma altura simbólica que la nueva bandera multicolor. Para lograrlo, tenía que hacer algo más que desplegar sus encantos, porque aquel deseo hurgaba directamente en lo más profundo del orgullo negro. Pero Madiba era un seductor consumado, y consiguió atraer la simpatía de la población negra hacia el rugby. Para ello, contó con el apoyo de otro luchador tenaz que también tenía un gran poder de influencia: el arzobispo Desmond Tutu, quien ante las primeras dudas no tardó en mostrar su respaldo público al deporte que hasta entonces había sido propiedad exclusiva de los afrikáner.
Durante los meses anteriores a la celebración de la Copa del Mundo, Nelson Mandela y su Gobierno se aplicaron en cuerpo y alma a la tarea de fomentar el rugby entre la población negra. Cuando por fin llegó la gran cita deportiva, el país entero no solo conocía las normas básicas de este deporte, lo que ya de por sí era un logro asombroso; sino que habían dejado de considerar a la selección nacional como a un enemigo. Todos los sudafricanos; blancos, negros, mestizos y asiáticos comenzaron a mirar con afecto a los Springboks. Y también con ilusión, a pesar de que las apuestas no les concediesen muchas posibilidades reales de victoria con respecto a otras selecciones en teoría más potentes.
La final contra los 'All Blacks'
El Mundial de rugby llegó y, contra todo pronóstico, Sudáfrica se plantó en la final. En su camino, había apeado a dos de las selecciones aspirantes al título: Australia y Francia. Pero todavía le esperaba el rival más complicado: la todopoderosa Nueva Zelanda. Los 'All Blacks' contaban por aquel entonces con un equipo prácticamente invulnerable. A hombres como Fitzpatrick, Brooke, Bunce o Little se unía su verdadera arma de destrucción masiva: Jonah Lomu, ese gigante polinesio que ha sido, sin lugar a dudas, el mejor jugador que ha dado el rugby en toda su historia. Lomu medía 1,96 metros de altura y pesaba 120 kilos, pero era capaz de correr los 100 metros en menos de once segundos. Intentar placarle era como tratar de frenar a un rinoceronte desbocado.
Nelson Mandela se había encargado de inculcar a los Springboks que su misión trascendía de lo deportivo. Para ello, se había ganado a los jugadores uno a uno; especialmente al capitán, Francois Pienaar, que cayó al instante bajo el embrujo irresistible del presidente. La influencia directa de Mandela en aquel equipo resultaría decisiva para conseguir un objetivo que parecía imposible.
Madiba, que era un hombre de sueños grandiosos, no podía concebir otro plan que no fuese ganar la Copa del Mundo. Si Sudáfrica era capaz de vencer a Nueva Zelanda, podría lograr cualquier objetivo que se propusiese en su nueva andadura como nación.
Los jugadores se concienciaron de que en cierto modo el futuro de Sudáfrica dependía de ellos, y tal vez esa responsabilidad, unida al aura mágica que envolvía a Mandela y de la que se contagiaron, fue lo que les otorgó la fuerza necesaria para vencer a los 'All Blacks'. Lo hicieron de la única forma que podían; actuando siempre en equipo y aplicando una intensidad defensiva sobrehumana, para asfixiar de todas las maneras posibles a Jonah Lomu. Fue un partido feroz llevado hasta los límites de la extenuación, en el que no se anotó ningún ensayo. No hubo belleza, pero Sudáfrica consiguió ganar por 15-12, con la incertidumbre añadida de la prórroga.
El sueño se había cumplido. La final disputada en el estadio Ellis Park de Johannesburgo había pasado a formar parte de la Sudáfrica democrática como un triunfo colectivo y como metáfora de su renacimiento nacional. Aquella victoria se celebró con el mismo entusiasmo en la soledad de las granjas y en la multitud de los suburbios. Era lo que había planeado Madiba.
El factor humano
Este capítulo de la historia de Sudáfrica fue inmortalizado por el periodista John Carlin, quien vivió como corresponsal del diario The Independent los años más delicados de la transición democrática del país, y lo plasmó magistralmente en su libro El factor humanoEl factor humano. Aquella final, de la que han pasado 18 años y medio, fue solo el inicio de un largo camino. El país evitó desangrarse en una guerra civil, pero aún continúa con su particular proceso de reconstrucción, luchando contra otros fantasmas recurrentes como son el desempleo, la violencia, el sida y, sobre todo, una desigualdad social entre negros y blancos que persiste desde los tiempos en los que el odio se imponía por ley.
Hoy, Sudáfrica y el mundo entero lloran la muerte de Nelson Mandela; ese ser humano extraordinario que fue capaz de perseguir el sueño de la libertad hasta las últimas consecuencias. Un fragmento de ese gran sueño consistió en unir a su país alrededor de un balón de rugby.