Pablo Ibar, una entrevista en el corredor de la muerte
- TVE entrevista al único español condenado a muerte
- Lleva 20 años en la cárcel acusado de un triple asesinato
- "Es duro pasar tantas horas aquí y no volverte loco", asegura
- Espera confiado un nuevo juicio que pueda abrirle las puertas a la libertad
Pablo Ibar lleva 20 años en la cárcel y 13 de ellos en el corredor de la muerte, donde convive, como dice él, con asesinos y violadores. "Pero yo aquí nunca pregunto a nadie por qué está entre rejas . No quiero saberlo", dice.
Comienza una conversación de casi hora y media con un ser que, tanto a Alfonso Lozano, el cámara, como a mí, nos impresiona por su equilibrio, por su fuerza mental y por su lucidez.
La recepción de la cárcel de Raiford podría ser la de un pequeño motel de carretera si no fuera por los kilómetros de verja alambrada que la rodean y delatan que es una prisión de máxima seguridad. Un par de funcionarias desganadas nos habían pedido la documentación y comprobado que estamos en una corta de lista de "invitados" del día.
Cruzamos ansiosos la primera puerta con rejas de hierro y nos topamos con la estricta seguridad de la cárcel. Dos guardias registran palmo a palmo nuestras pertenencias y desechan cables, cargadores, teléfonos móviles y un pen drive. Sólo se nos permite pasar con la cámara, unas luces, el micrófono, el boli y mi libreta. Y de milagro, nos dejan la Go-pro, la minicámara que siempre llevamos en estas ocasiones.
Un funcionario ataviado con sombrero vaquero y vestido de marrón espera el final del registro y nos acompaña por un intrincado laberinto de pasillos, vallas y más puertas con rejas. Contamos hasta siete puertas. Todas electrificadas y con guardias vigilando a ambos lados.
Reina el silencio y el sol golpea cuando cruzamos un patio exterior que nos conduce hasta un largo pasillo, una especie de túnel alambrado que parece no tener fin. No nos cruzamos con nadie. Ni un solo preso. Aquí, en el corredor de la muerte, los 400 reclusos apenas salen un par de veces a la semana fuera de sus calabozos. Para caminar un rato o para tomar una ducha. Sólo les permiten tres duchas de diez minutos cada siete días.
Los funcionarios se han asegurado de que no hay nadie en el exterior antes de permitirnos el acceso.
El único español condenado a muerte
Llevamos un año y cuatro meses persiguiendo el objetivo: entrar en el corredor de la muerte para entrevistar a Pablo Ibar, el único español condenado en EE.UU. a la pena capital. Y durante ese tiempo, decenas de gestiones, envío de documentos, permisos, cartas, llamadas a la cárcel y al final, el sí. Y una estricta lista de exigencias entre ellas, algunas sorprendentes: la redactora debe ir vestida decorosamente, con sujetador y sin pantalones cortos.
Por si acaso, llevo una gruesa camiseta de algodón de manga larga y una chaqueta encima. Estoy literalmente abrasada.
Alcanzamos por fin lo que parece el último tramo del recorrido y volvemos a entregar nuestra documentación. Nos abren una nueva puerta de rejas y frente a nosotros aparece una hilera de pequeñas jaulas alargadas, en las que no cabría una persona sentada. Varios funcionarios están delante de una de ellas. Y dentro, encerrado, Pablo Ibar, de pie y agarrado con sus manos a los barrotes. Son las "celdas de espera".
La imagen nos impacta.
-¿Pablo? -Le pregunto- Estamos medio a oscuras y no acierto a reconocerlo.
-Sí..soy yo…ahora os veo.
Una entrevista... diferente
Alfonso y yo enmudecemos. No esperábamos que fuera así nuestro primer encuentro. Pablo estaba literalmente enjaulado. No parece muy humano mostrar así a una persona.
El mismo funcionario del principio nos acompaña a una desnuda sala de unos 10 metros por 5. Con una mesa larga y unas cuantas sillas. Y nada en las paredes salvo una enorme escudo, la insignia de la prisión.
La escena, no promete.
Tenemos cinco minutos para preparar el set. Ponemos las luces, pilas nuevas al micrófono y reordenamos la estancia (aunque es imposible sacar partido a un lugar tan plano y sombrío). Decidimos dónde me sentaré yo y dónde Pablo Ibar y colocamos la go-pro encima de la mesa.
Todo listo y…el preso aparece. Lo oímos llegar por el ruido que hace al arrastrar los pies, que están unidos por una gruesa cadena. Entra en la estancia y nos saluda. Sonríe, su aspecto es formidable. Y su cuerpo, atlético. Me llaman la atención sus poderosos bíceps. Trato de darle a la mano pero está esposado así es que, le acerco mi mano a las esposas. Apenas puede mover los brazos, sujetos también por una cadena que le rodea la cintura.
Le invito a sentarse en la silla para ponerle en micrófono… no sé cómo engancharlo entre todo ese entresijo de cadenas y candados. Nunca he entrevistado a nadie en esta posición tan indefensa. La imagen me estremece.
"Soy inocente y resisto gracias a Tanya, mi ángel"
Pablo Ibar está condenado a la pena capital. "Por un crimen que no cometí. Soy inocente", asegura una y otra vez, e insiste en que si hubiera tenido dinero para pagar a un buen abogado no estaría en el corredor de la muerte. Fue acusado por un triple crimen pero la única prueba que existe es una imagen borrosa captada por una cámara de seguridad. Las pruebas de ADN dieron negativas y tampoco se encontraron restos de sangre o de cabello de Pablo en el lugar del crimen. Ahora, después de un proceso lleno de irregularidades espera confiado un nuevo juicio que pueda abrirle las puertas a la libertad.
A sus 42 años, es su familia quien le mantiene cuerdo. Especialmente Tanya, "mi ángel". Ella es su esposa, la joven de 16 años con la que estaba la noche del crimen. "Por eso Tanya sabe que yo soy inocente y me apoya, y me ama. Sin ella, moriría" asegura Pablo con los ojos algo enrojecidos por la emoción. Se casaron en prisión. Separados por un cristal.
Tanya recorre cada sábado 800 kilómetros para ver a Pablo. Se abrazan y charlan. Pero tienen restricciones para tocarse. Solo se les permiten dos besos: uno a la entrada y otro a la salida de la visita. Desde hace 13 años, desde que está en el corredor de la muerte, no tienen relaciones íntimas.
20 años aislado del mundo
Cuando entró en prisión tenía 22 años. En el mundo que él conoció no existía Internet, ni había teléfonos móviles. Y los coches no eran como los de ahora. Pablo no sabe lo que es nada de eso. "Para esas cosas soy como un niño. Los teléfonos que yo usaba eran grandes y el correo que conozco es el postal", recuerda.
“Es duro aguantar aquí solo tantas horas y no volverte loco“
Y no hay oportunidad de aprender. En la cárcel no se permiten ordenadores ni teléfonos y los presos sólo pueden ver la tele –que compran ellos mismos- un par de horas al día. Es la única distracción, además de las partidas de ajedrez con los vecinos de las celdas de al lado. Como no pueden verse las caras, juegan a gritos, y se "cantan" las partidas a través de la pared.
"Es duro aguantar aquí solo tantas horas y no volverte loco", dice Pablo. Su calabozo es tan pequeño que toca las paredes con los brazos. Mata el tiempo leyendo sobre asuntos legales que puedan ayudarle en su defensa y ejercitando el cuerpo, para "olvidarse" de la realidad. Cuelga las sábanas de la puerta y hace estiramientos y flexiones en el suelo. Las bolsas de la lavandería las llena con kilos de papeles acumulados y las levanta como si fueran pesas. Ha improvisado un pequeño gimnasio doméstico.
Cuando a un preso le dicen que va a morir
Los peores momentos en prisión llegan cuando un preso va a ser ejecutado. Unas semanas antes, cuando el gobernador firma la orden, al reo le cambian de edificio. Ya sabe que va a morir. Y cuándo van a inyectarle la dosis letal.
Esos días, el silencio es aún más aterrador. Los presos ni siquiera hablan entre ellos. Pablo asegura que muchas veces piensa en el posible día de su ejecución. Pero trata de desterrar siempre esa imagen de su mente. "Tengo que ser positivo –dice- Voy a luchar por salir de aquí".
El tiempo se va a agotando tal y como nos recuerda el guardia que nos vigila durante toda la entrevista. Aprovecho para leer a Pablo un correo que le traigo de Andrés Krakenberger, expresidente de Amnistía Internacional, el hombre que ha creado en España la plataforma para ayudar a Pablo Ibar, y que ha reunido el dinero para pagar una buena defensa. Andrés le dice en el email que pronto irán a comer juntos a un restaurante de Vitoria a celebrar la libertad. "¿Pronto? -se pregunta- Pronto serán todavía años, quizás".
La sangre de un pelotari
El tiempo se acaba. Pablo Ibar se levanta y aún podemos dar unas vueltas por la sala para que mi compañero Alfonso tome algo más de imagen. Es la figura de un hombre con su uniforme naranja de preso arrastrando los pies.
Pero no es la sombra de un hombre rendido, sino el rostro nítido de un luchador incansable. No en vano es sobrino del mítico Urtáin e hijo de un pelotari vasco. Pablo pasó su infancia en un caserío de Vitoria y sueña con volver a vivir en ese lugar cuando salga de la cárcel. "La fuerza la llevo en los genes. Y tenemos que comer juntos en ese restaurante de Vitoria. Vosotros también. Ese día pagaré yo", se despide.