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Sade, el hombre que receló del hombre

  • El Museo de Orsay de París recuerda al escritor 200 años después de su muerte
  • Vivió al margen de todo presupuesto religioso, moral o jurídico

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Retrato del marqués de Sade, por Charles-Amédée-Philippe van Loo en 1760, cuando Sade tenía veinte años.
Retrato del marqués de Sade, por Charles-Amédée-Philippe van Loo en 1760, cuando Sade tenía veinte años.

Si lo moderno reside en la incertidumbre, la obra del marqués Donatien Alphonse François de Sade instauró una desconfianza radical en el hombre cuya vigencia empuja el segundo centenario de su muerte, que se cumple este 1 de dicemebre.

Criminal ilustrado o ilustrado criminal, Sade (1740-1814) fundó un recelo allí donde otros solo veían certezas para ocuparse de aquello que le perturbaba: la violencia que "habita la civilización". Por eso, tras reconocerse en su obra, la normalidad negó su nombre.

A esa conclusión apunta la exposición "Sade, atacar el sol" que, en el parisiense Museo de Orsay, que puede visitarse hasta el próximo 25 de enero, rastrea la influencia del moralista en las vanguardias mediante un recorrido que rehuye propuestas al uso para, bajo la supervisión de la ensayista y crítica Annie Le Brun, reivindicarse como una muestra de autor.

"Fue alguien al margen de todo presupuesto religioso, moral o jurídico; que se enfrentó al orden establecido con una mirada desnuda, libre, sobre el mundo", argumenta en declaraciones a Efe Le Brun, apasionada de la "gimnasia intelectual" de un tipo que activó cierta "revolución sensible" en el seno de la modernidad.

Su obra, relata la autora de Sade, soudain un bloc d'abîme, abraza contradicciones "que son las nuestras" -el deseo, los sueños, lo cruento- para instalarse en un paisaje desconocido o, de otra manera, demasiado conocido y por tanto largamente encubierto: el abismo de la naturaleza humana. Porque a Sade aún se le teme. De ahí su vigencia, sugiere Le Brun, quien asegura que siempre ha existido un afán por neutralizar la figura del "divino marqués" y así "travestir" su pensamiento.

A la cabeza de esta corriente, dividida entre el hombre y su obra, sobresale el filósofo y polemista Michel Onfray y su reciente La passion de la méchanceté, análisis despiadado de una intelectualidad hechizada por la obra de un "monstruo, un delincuente sexual reincidente".

"Onfray no comprende a Sade en absoluto, se toma a sí mismo por un filósofo y rechaza todo lo que no puede abarcar con su muy primaria caja de herramientas", enjuicia Le Brun, antes de glosar cómo el corpus "sadiano", hoy y ayer, siempre ha desencadenado la "reacción de los imbéciles".

Reinvindicado en el siglo XX

Reivindicado por el poeta Apollinaire, quien lo reveló a Baudelaire, Sade fue luego patrimonio del surrealismo de André Breton y, ya en los años sesenta, colonizó los textos de Michel Foucault, Philippe Sollers o Roland Barthes.

Antes, recluido junto a una imprenta en su garaje, el audaz pionero Jean Jacques Pauvert, había comenzado a editar su obra en 1947, un gesto que le valió una década de procesos pese a que hoy el autor de La filosofía en el tocador o Las 120 jornada de Sodoma integre la prestigiosa colección literaria de La Pléiade.

Fue el propio Barthes el que elogiaba un pensamiento al que durante años se endosó el calificativo de aburrido; una argucia para censurarlo, sospechaba el teórico.

Si antaño se trataba de enterrar sus textos, actualmente esa censura no pasa tanto por la prohibición como por el "exceso", concluye Le Brun, quien vincula la acumulación de comentarios en torno a Sade a un intento de desarmar y evitar su lectura: leer sobre Sade antes que leer a Sade.

Seguramente porque el "divino marqués", que pasó 27 años en prisión bajo tres regímenes distintos -la monarquía, la república y el imperio-, fue un moderno antes de la modernidad, una mente incómoda que llegó a preguntarse por cuánto de justo hay en la "ley que ordena a aquel que nada posee respetar al que lo tiene todo".

En Sade late, en efecto, una subterránea dimensión política que combate "todo aquello que implica una forma de sumisión del hombre", confirma Le Brun. Por eso, concluye la estudiosa, su obra no "termina nunca". Y murió solo, recluido en un humilde hospital psiquiátrico donde organizaba piezas teatrales junto a los enfermos y entre cuyas paredes redactó ese testamento en el cual rogaba desaparecer de la faz de la tierra para evitar la "memoria de los hombres". Dos siglos después, esa voluntad sigue en el aire.