¿De qué están hechas las vacunas?
- Contienen un principio activo que induce la respuesta del sistema inmunológico
- Incluye conservantes, adyuvantes y estabilizantes que completan la fórmula
Las vacunas enseñan al sistema inmunológico cómo defenderse de determinadas amenazas biológicas, como virus o bacterias que producen enfermedades. Son un preparado que incluye el antígeno activo, es decir, el componente fundamental que provoca la reacción inmunitaria, al que se añaden una serie de compuestos químicos que completan el producto. Estos compuestos añadidos son una de las principales preocupaciones de los ciudadanos que se hacen eco de los infundados rumores sobre la seguridad de las vacunas.
Cada vacuna es distinta y particular, según qué enfermedad combata. El componente fundamental son fragmentos del organismo patógeno que provoca la enfermedad, virus inactivados o virus atenuados. Por ejemplo, en la vacuna oral de la polio está hecha de virus vivos atenuados; la del tétanos está hecha de un fragmento de la proteína de la toxina tetánica. Las sustancias añadidas que completan la preparación de las vacunas tienen funciones imprescindibles y una razón para estar presentes en la mezcla. Son adyuvantes, estabilizantes, conservantes y diluyentes.
Los adyuvantes aceleran, prolongan o aumentan la respuesta inmune. No todas las vacunas los tienen. Se descubrieron por casualidad. Con la fabricación de las primeras vacunas en animales, en 1925 el inmunólogo francés Gaston Ramon observó que no todas las vacunas eran igual de eficaces. Observó que funcionaban mejor las que se administraban sucias, en concreto con restos de tapioca, que a su vez producían un absceso en los caballos en el punto en el que se aplicaban.
La dosis hace el veneno
Hoy en día los adyuvantes más usados son las sales de aluminio. Se usan cuando el preparado no es especialmente potente y hay que forzar al sistema inmune a responder con más ímpetu o para estimular una respuesta de unos linfocitos en concreto, es decir, para hilar más fino en la respuesta inmune que la vacuna debe provocar.
Los estabilizantes se añaden a las vacunas para mantener el buen estado la estructura de la mezcla. Se usan azúcares, aminoácidos o proteínas, compuestos que están de manera habitual en nuestro organismo. Así, las inmunizaciones pueden almacenarse durante largos periodos de tiempo.
Los conservantes evitan que una vez abierto un vial multidosis la vacuna se contamine con hongos y bacterias. El timerosal es uno de los conservantes que más ha sufrido las embestidas de los antivacunas. Contiene mercurio y estos colectivos, sin ninguna evidencia científica, lo consideraban causante de enfermedades neurológicas. Fue retirado de la composición de las por el rechazo que provoca en los ciudadanos.
Otro compuesto usado en la elaboración de las vacunas en el punto de mira de los antivacunas es formaldehído porque es cancerígeno. Como en todos los ámbitos, la dosis hace el veneno. En la fabricación de vacunas se usa en dosis ínfimas para inactivar virus. Son cantidades más pequeñas que las que se puede encontrar por ejemplo en una pera de 200 gramos e inferior a la cantidad que el propio organismo humano sintetiza a lo largo del día en sus procesos metabólicos.
Los antivacunas se sustentan en un estudio fraudulento
Todo comenzó en 1998 cuando la revista médica The Lancet publicaba un estudio en el que se relacionaba las vacunación triple vírica (la que protege contra las paperas, el sarampión y la rubeola) con el autismo. Tal conclusión, que hoy se ha demostrado falsa, hizo que cundiera el pánico entre los padres que no sabían si vacunar o no a sus hijos y surgieron movimientos antivacunación.
El estudio fue un fraude orquestado por Andrew Wakefield, un médico del Hospital Royal Free de Londres. Participaron 12 niños. Tras aplicarles la vacuna triple vírica se les hizo seguimiento para observar si su desarrollo era correcto y si desarrollaban autismo. El estudio concluyó que de la docena de niños vacunados nueve desarrollaron la enfermedad. Sin embargo, hoy se sabe que tan solo un niño padece autismo y que su padecimiento no está en absoluto vinculado con la vacuna. Se han hecho más estudios para comprobar si realmente existe un vínculo y en todos se ha concluido que no lo hay.
En 2004, la revista se dio cuenta de su grave error al publicar el estudio, lo retiró y reconoció que nunca debió hacerlo. En 2007 Consejo General Médico de británico abrió una investigación para esclarecer los métodos usados por Wakefield para desarrollar el estudio. Falsificó los datos del trabajo original para que apuntaran hacia el vínculo entre vacuna y autismo e incurrió en malas prácticas al reclutar a los niños pagándoles cinco libras durante la fiesta de cumpleaños de su hijo para que aportasen para su estudio una prueba de sangre.
En 2011 la revista médica BMJ destapó más datos. Wakefield había sido pagado por Richard Barr, un abogado que reclutaba a padres de niños autistas para demandar a los fabricantes de la vacuna y que barajó la idea de montar una empresa para explotar los supuestos resultados de su estudio, con previsiones de ganancias millonarias.
Wakefield ya no puede trabajar más como médico en Reino Unido. El Consejo General Médico aseguró, tras concluir la investigación, que "abusó de su posición de confianza" como médico y "desacreditó a la profesión médica” y actuó de manera "deshonesta, engañosa e irresponsable" al vincular la triple vírica con el autismo.