Del tren de la vergüenza al vuelo de la esperanza
- Suecia ha acogido a los primeros refugiados reubicados desde Italia
- Son muchos los que aún persiguen su sueño de llegar al norte de Europa
- Un equipo de TVE recuerda a quienes hace un mes cruzaban Hungría
El grupo de 19 refugiados eritreos que ha llegado este viernes en avión desde Italia a Suecia ha tenido suerte. Son los primeros dentro del reparto llevado a cabo por la UE que, en una primera fase, reubicará a 40.000 refugiados llegados a Grecia e Italia . Los 28 también acordaron trasladar, en los próximos dos años, a otros 120.000 que están en territorio comunitario, una medida a lo que se oponen Eslovaquia, República Checa, Hungría y Rumanía. Han tenido suerte porque irán a Suecia, donde algunos tienen familiares, aunque la mayoría de los refugiados sueñan con que su destino final sea Alemania.Y así lo pudimos comprobar el equipo de TVE desplazado a la frontera de Hungría con Serbia durante 20 días.
Ahora que se empiezan a cumplir los primeros sueños, es inevitable acordarse de los que aún siguen acariciando esa meta. Hace un mes, cuando llegamos a Roszke, el pueblecito situado en el borde de la frontera húngara con Serbia, cientos de migrantes nos repetían que querían llegar a la Alemania de Angela Merkel. Que era allí donde querían comenzar su nueva y, quizá, mejor vida. Hacía semanas que los refugiados habían encontrado en esta localidad el único paso libre que aún no había vallado el gobierno húngaro: unas vías ferroviarias por las que pasaban, con escasa frecuencia, trenes de mercancías.
Por aquellas vías, a pesar del calor sofocante de los últimos días de agosto, vimos cómo llegaban familias enteras de sirios, iraquíes, paquistaníes e incluso iraníes. Madres que tiraban de sus hijos lloriqueando del cansancio, hambrientos. Hombres que arrastraban sillas de ruedas con ancianos mientras de sus hombros colgaba algún menor. Nada más pisar suelo húngaro, sonrientes, nos decían: Salam alaikum (Que la paz sea contigo), el tradicional saludo árabe al que respondíamos con Walaikum assalam. Y, después nos preguntaban por lo que más les angustiaba. Si la policía húngara iba a tomarles las huellas dactilares porque entonces, según la normativa europea, les obligan a pedir asilo en el primer país de la UE donde son registrados. No querían quedarse en Hungría, querían terminar su largo viaje en Alemania.
Y, a pesar del trasiego diario de refugiados e inmigrantes, no nos terminábamos de acostumbrar a verlos llegar por aquellas vías. Cada día superaba al anterior. A algunos nos los encontramos unos días después en Budapest, después de andar casi 200 kilómetros. La estación de Keleti acababa de ser desalojada por la policía, los trenes quedaron interrumpidos durante un par de horas pero, en seguida, reanundaron su marcha. Los refugiados, en cambio, estuvieron tirados por los alrededores durante tres días.
Los vimos vagar, con lo puesto, por las calles, durmiendo en los pasillos del metro, niños expuestos al sol, embarazadas en las aceras. Cientos de familias acampadas en los bajos de la estación de Keleti intentando aplacar la angustia, la desesperación y, al final, la ira por no dejarles marchar en esos trenes al norte de Europa, a la rica Europa. Las mismas vías que los llevaron a Hungría, ahora se cerraban para ellos.
Una estación sin retorno
Eran tantas las ganas que tenían de salir de Hungría que cuando, tres días más tarde, les permitieron volver a entrar a la estación Keleti de Budapest, muchos no se lo pensaron y se montaron en el primer tren que llegó. Habían gastado hasta 150 euros en billetes para viajar a Austria y, desde allí, a Alemania. Nadie les advirtió de que ninguno de esos vagones tenía destino internacional. A unos 30 kilómetros de la capital húngara, en la estación de Bicske, uno de esos trenes se paró para bajar a los refugiados y trasladarlos a un centro de acogida próximo. Los refugiados se negaron y decidieron atrincherarse. Era su particular guerra, asi que emprendieron una huelga de hambre, (solo aceptaron el agua que les facilitaba la Cruz Roja).
Mientras, en el andén de enfrente, objetivos y cámaras del mundo entero retransmitían en directo su desesperación. Entonces, empezaron a bajar de los vagones decenas de niños, despeinados, con la cara sucia y asustados. Sus padres los mostraban ante la prensa internacional para lanzar al mundo su mensaje: no se moverían de allí hasta que nos les permitieran viajar a Alemania.
Finalmente, la aventura duró 36 horas. Un centenar de agentes antidisturbios, pertrechados hasta las cejas, rodeó el tren durante varias horas hasta que convencieron al grupo de unos 200 refugiados del tren de Bicske a que bajaran. Cabizbajos y vencidos, los refugiados no se resistieron más y fueron conducidos a un centro de acogida próximo.
Durante días hemos visto a los refugiados utilizar las vías y los trenes para cruzar países, ciudades y pueblos. Esperando en las estaciones, amontonados en los andenes, subiendo y bajando de vagones, en dirección a ninguna parte, sin un destino claro. Parecían actores de reparto salidos de una película de posguerra. Pero han pasado casi tres cuartos de siglo de aquellas imágenes en blanco y negro y los refugiados siguen huyendo de lo mismo: del horror de la guerra, del hambre y la miseria.