Chernóbil, una muerte silenciosa
- El 26 de abril de 1986 explotó el reactor cuatro de Chernóbil y causó la mayor catástrofe nuclear de la historia
- Tres décadas después, las nuevas generaciones todavía pagan las consecuencias
- Supervivientes de la tragedia explican a RTVE cómo vivieron aquellos días
- Algunos de ellos, decidieron volver a sus aldeas y desafiar a la radiación
“Nunca pensé que pudiera explotar. El 26 de abril de 1986 nosotros estábamos en el pueblo de mi mujer, plantando patatas. Trabajábamos la tierra, hasta que de repente vino una mujer y nos dijo: -¿Habéis oído eso? La central nuclear explotó. –Yo rompí a reír y pensé para mis adentros: esta mujer está loca”.
Víctor Nedorada es un conductor jubilado. Pero es, sobre todo, un superviviente del desastre de Chernóbil, la mayor catástrofe nuclear de la historia. Víctor no creyó a su vecina porque su país, la extinta Unión Soviética, le había dejado claro que la energía nuclear era infalible y segura, que se podría construir una central con varios reactores atómicos en plena Plaza Roja de Moscú, junto al Kremlin, y que jamás pasaría nada.
Pero ese día se rompió el mito. Un fallo en una prueba de seguridad terminó provocando una explosión en el reactor número 4. Y ahí empezó la tragedia. La explosión reventó el techo, y millones de partículas radiactivas comenzaron a esparcirse por el aire allí donde las llevara el viento. Las nubes radiactivas se extendieron por Ucrania, por Bielorrusia y parte de Rusia. Y el nivel de radiactividad aumentó tanto en algunos países europeos que fueron los suecos quienes advirtieron al mundo que algo ocurría en esa zona de Chernóbil. Porque el Politburó había dado la orden de acallar la tragedia.
"Nadie nos dijo nada"
"Nadie nos dijo nada, no había ni conversaciones acerca de aquello”, recuerda, sentado junto a Victor Nedoroda, Yury Sheremet. “Nos dimos cuenta cuando la radio de fuera empezó a dar las noticias. Porque a nosotros se nos prohibía escuchar la radio. Suecia empezó a dar la voz de alarma y a decir que estaba pasando algo raro, porque los nuestros callaban todo el tiempo”. Callaron tanto que sólo semanas más tarde Mihail Gorbachov habló en público reconociendo la gravedad del accidente. Lo que no dijo el líder soviético fue que se corrió el riesgo de que se produjera una segunda explosión, 120 veces más potente que la de Hiroshima, que podría haber asolado a media Europa.
Sólo los vecinos de las zonas cercanas a la central conocieron pronto la dimensión de la tragedia. Un día después de la explosión, Nedoroda y Sheremet fueron movilizados por el ejército para colaborar en la evacuación de Pripiat, una ciudad de casi 50.000 habitantes, situada a tan sólo tres kilómetros del complejo nuclear. Esa ciudad, orgullo de los urbanistas soviéticos, fue construida en 1970 para albergar a los trabajadores que construían la central. En apenas dos horas, de dos a cuatro de la tarde, 1.200 autobuses se llevaron de allí a toda la población.
“A la gente le dijeron que se cogiera únicamente la documentación y ropa para tres días, que no llevaran nada más. Y así iban las familias sentadas en el autobús. Recuerdo a los niños en chándal y a algunas abuelas llorando, con los gatos en brazos”, recuerda Sheremet.
Pripiat, de paraíso a espacio inhabitable
Pripiat era un paraíso donde miles de familias compartían espacios públicos, parques, escuelas, grandes avenidas. Un oasis con un imponente Palacio de Cultura y un majestuoso hotel que albergaba a los ingenieros que trabajaban en Chernóbil y a los altos cuadros del Partido Comunista que llegaban de Moscú para visitar la central.
30 años después, el paso del tiempo ha difuminado aquel universo y lo ha convertido en un espacio vacío e inhabitable. Los niños, las abuelas, los padres… Nadie pudo regresar a su casa. Y hoy esos hogares permanecen allí, detenidos en el tiempo, esperando a los dueños que no volverán, con las ventanas rotas y víctimas del saqueo que llevaron a cabo los propios soldados. La fastuosa Avenida Lenin apenas se distingue, porque la maleza ha crecido sin control y tapa la vista de los edificios. Del Palacio de Cultura apenas quedan unos cuadros de las élites del Politburó que nadie se ha querido llevar. Y en la escuela número tres, sobre un pupitre permanece un libro con un dibujo de Lenin y la leyenda “estudiar, estudiar, estudiar”. A la izquierda de ese pupitre se extienden cientos de máscaras antigás esparcidas por el suelo. No se sabe quién las colocó allí. Aunque en cada escuela soviética esas máscaras eran obligatorias, porque en plena Guerra Fría los maestros explicaban a los niños cómo usarlas para hacer frente a una hipotética guerra química o nuclear.
No muy lejos del Palacio de Cultura se eleva, todavía, la noria de Pripiat. Nadie llegó a disfrutarla. La noria formaba parte de un parque de atracciones que se iba a inaugurar cinco días después de la explosión, en la gran fiesta del Primero de Mayo.
140 personas que desafiaron a la radiación
La muerte de Pripiat es tal vez el mayor símbolo visual de la catástrofe de Chernóbil. Pero hubo otras 188 aldeas, más pequeñas, que tuvieron que ser evacuadas en Ucrania y Bielorrusia como consecuencia de aquel desastre nuclear.
Tres décadas después, la zona de exclusión, que abarca un diámetro de 30 kilómetros alrededor de Chernóbil, sigue siendo una zona vacía y muerta. Y sin embargo, hay 140 personas que desafiaron a la radiación y que, semanas después de la explosión, decidieron volver a sus casas para morir allí haciendo lo que habían hecho toda su vida: cultivar sus huertos.
María Petrovna es una de esas ucranianas que no soportaron el desarraigo, que no se adaptaron a otra ciudad cuando la evacuaron. Por eso regresó en cuanto pudo para pasar los últimos años de su vida en su aldea de Opachichy. A sus 88 años, Petrovna ha visto desfilar por la puerta de su casa lo peor de la condición humana. Sobrevivió a la hambruna de los años 30. Enterró cuerpos de tropas nazis y partisanos ucranianos durante la Segunda Guerra Mundial. Y escapó con vida, también, a los peores años de Stalin. María tal vez estaba preparada para resistir todo eso, pero no para la guerra del átomo, no para la muerte silenciosa que trajo consigo la lluvia radiactiva tras la explosión de Chernóbil. María no veía al enemigo, y nadie pudo convencerla de que su aldea estaba contaminada de cesio y estroncio.
“Cultivo de todo, aquí hay cebolla, tomates, patatas. Y no me siento abandonada. La gente sabe que vivo aquí, y cada cierto tiempo alguien va al pueblo de Chernóbil y me trae una bolsita de alimentos”, afirma esta anciana, antigua trabajadora de una granja colectiva soviética.
Los que se han quedado siguen con la rutina del cultivo de la huerta. Y en muchos casos, esa tierra guarda celosamente lo peor de la radiación, elementos como el uranio o el plutonio, que tardan miles de años en descomponerse, o como el cesio o el estroncio, que necesitan más de tres décadas para desaparecer.
Los niños de Chernóbil todavía pagan las consecuencias
En Ivankiv, uno de los pequeños pueblos que rodean la zona de exclusión, la doctora Oksana Kadun lleva tiempo alertando de eso, de que las nuevas generaciones, los nuevos niños de Chernóbil, se están alimentando de productos dañinos, de hortalizas contaminadas, de leche con altos niveles de radiación porque las vacas siguen pastando en terrenos contaminados.
Oksana Kadun no cree al Gobierno. Desconfía de los políticos de Kiev cuando dicen que la radiación de Chernóbil está controlada. Lo hace porque lleva un registro minucioso de exámenes médicos a los menores de 18 años. Todos los días, en los pasillos del hospital de Ivankiv aguardan rostros asustados, niños que no vivieron la tragedia de Chernóbil, pero que pagan sus consecuencias. Porque los estudios de Kadun dicen que, desde que explotó el reactor nuclear, la mortalidad no deja de aumentar y cada vez hay menos nacimientos. Y el número de niños afectados con cáncer de tiroides se ha multiplicado por cuatro.
“La conclusión es que la tercera generación nacida tras Chernóbil tendrá muchísimas patologías oncológicas, las enfermedades del sistema cardiovascular se desarrollarán en una edad muy temprana. Y la existencia de la cuarta y la quinta generación es discutible”, admite Kadun.
"El Arco", una cúpula para frenar las fugas radiactivas
¿Qué ha hecho el hombre para paliar la tragedia? Los esfuerzos se han centrado en cubrir el reactor número cuatro. Tras la explosión, miles de obreros construyeron en pocas semanas una cúpula que frenó la expansión de las sustancias radiactivas, de la basura nuclear que permanecía dentro del reactor. Esa cúpula ya está vieja y obsoleta. Por eso, desde hace cinco años se construye, a escasos 200 metros del reactor, otra enorme cúpula. Se llama “El Arco”, y todo en torno a esa obra es majestuoso: es más alto que la Estatua de la Libertad y más pesado que la Torre Eiffel; su coste ronda los 2.000 millones de euros y en su construcción trabajan 2.500 personas. Se espera que a finales de noviembre esa cúpula se desplace por unos enormes raíles hidráulicos hasta cubrir por completo al reactor número 4. Y a partir de entonces, no habrá riesgo de fugas radiactivas durante al menos 100 años.
“En este proyecto han trabajado los mejores profesionales, rusos, europeos, americanos…", admite Igor Gramotkin, el director de la central. "Hubiera sido un error haber mezclado la política con la seguridad nuclear”, sostiene.
Junto al parque de Bomberos de Chernóbil se levanta un monumento en honor de los héroes anónimos que limpiaron la central. De esa estación salió el primer grupo de hombres que subió al techo del reactor. Sus cuerpos asumieron dosis de radiación incompatibles con la vida. Y uno a uno, todos fueron cayendo, literalmente abrasados por dentro, primero en hospitales de Kiev, luego en hospitales de Moscú. Estos hombres y mujeres que trabajaron durante meses limpiando el reactor y los terrenos aledaños son conocidos como los “liquidadores”. Por Chernóbil pasaron unos 600.000. Hoy sólo viven unos 140.000. La edad, y sobre todo la radiación, se llevaron al resto. Hoy sobreviven con pensiones que no llegan a los 40 euros. El monumento no les pone nombres y apellidos, pero tiene una placa que ejerce de memoria colectiva contra el olvido. Y reza así: “A los que salvaron el mundo”.