Los 100 años de Olivia de Havilland: entre estrella y actriz
- La actriz estadounidense cumple un siglo de vida el 1 de julio
- Ha sido mucho más que la Melania de Lo que el viento se llevó
- Su mirada intensa de ojos negros resultó idónea para un generoso abanico de papeles de mujeres cercanas
Todo el mundo la identifica como la Melania Hamilton de Lo que el viento se llevó, aquella película que quiso ser, por decisión del obstinado y todopoderoso David O. Selznik, la producción más grande que la gran industria y el público del mundo entero pudiera imaginar, pero Olivia de Havilland fue eso, pero también mucho más, una estrella atípica pero sobre todo una actriz que por sus características, su mirada intensa de ojos negros, entre tímida y retraída, resulto idónea para un generoso abanico de papeles de mujeres cercanas, entre otras cosas por su fragilidad o por cierto aura de bondad o sensatez que se desprendía de su figura.
Se cumple ahora su centenario, con la peculiaridad añadida de que vive todavía, un caso poco frecuente con el antecedente cercano del portugués Manoel de Oliveira, cineasta homéricamente prolífico, que se mantuvo en activo, a película por año, hasta poco antes de morir a los 106 años. Previsiblemente, el próximo puede que lo celebremos en diciembre en torno a la figura de Kirk Douglas.
Nacida en Japón en 1916, de padre abogado y madre actriz, Olivia de Havilland fue la hermana mayor de la también actriz Joan Fontaine, con la que mantuvo desde muy pronto una competitiva pésima relación de celos y odios que duraría hasta el final, hasta que la pequeña abandonó este mundo a la edad de 95.
Desde muy joven se decantó por la interpretación, primero en el teatro universitario, donde fue descubierta por el legendario Max Reinhardt, a cuya sombra se formaron buena parte de los actores y directores del expresionismo antes de que se trasladara a Estados Unidos, donde siguió proyectando su sabiduría interpretativa.
La actriz representaba El sueño de una noche de verano y el mismo Reinhardt la reclutó para una fantasiosa adaptación cinematográfica que puso en pie en colaboración con su compatriota William Dieterle, reconvirtiendo la imaginativa complejidad de Shakespeare en un gozoso musical en el que ella encarnaba el personaje de Hermia y a su alrededor pululaba un duende juguetón, Puck, encarnado por un todavía niño Mickey Rooney.
El talento que destilaba su gozoso trabajo le valió un contrato con la Warner que duraría más de una intensa década en la que trabajaría sobre todo a las órdenes del director Michael Curtiz, un hombre de la casa al que se recuerda sobre todo como responsable de Casablanca, transitando por casi todos los géneros, emparejada casi invariablemente con Errol Flynn, en románticas aventuras marinas como El capitán Blood (1935), coloniales como La carga de la brigada ligera (1936), de capa y espada o cortesanas como Robín de los bosques (1938) o La vida privada de Elizabeth y Essex, o westerns como Dodge, ciudad sin ley (1939), Camino de Santa Fe (1940) o, capítulo aparte, Murieron con las botas puestas (1941), dirigida por el grandísimo Raoul Wash, que supo añadir una intensidad romántica especial a su personaje de devota y abnegada esposa del heroico General Custer.
Marcada por Lo que el viento se llevó
En medio de esa intensa actividad se sitúa Lo que el viento se llevó, en la que participó en calidad de cedida, práctica habitual entre los grandes estudios, que se adelantaban así al tráfico de talentos de los actuales equipos de futbol de las grandes ligas. Allí acabó asumiendo el papel de amiga sensata y prudente de la protagonista, la Scarlett O’Hara que acabó interpretando Vivien Leight después de un exhaustivo casting por el que pasó lo más florido de Hollywood.
En cierto modo, se puede afirmar que aquel trabajo y la posición de su personaje dentro de la trama marcó el rumbo o el destino de Olivia de Havilland en buena parte de su filmografía. Muchas veces fue la protagonista, pero al mismo tiempo una segundona que sobrevivía a la sombra de otra mujer más fuerte o más hermosa. En La pelirroja (1941), también de Raoul Walsh, donde era una enfermera inclinada a defender los derechos de las mujeres, aunque finalmente supeditada a las obligaciones matrimoniales con James Cagney, competía con Rita Hayworth.
En Si no amaneciera (1941), de Mitchel Leissen, se enamoraba ingenuamente del vividor Charles Boyer, que a su vez mantenía relaciones con la mujer que encarnaba Paulette Godard. Por este trabajo fue nominada como mejor intérprete femenina a los Oscar, pero fue su propia hermana, Joan Fontaine, la que se llevó la estatuilla a casa por Sospecha (1941).
En esa misma línea de segundona de lujo sobresale su interpretación en Como ella sola (1942), drama psicológico que dirigió John Huston, en el que interpretaba a la hermana buena de una retorcida Bette Davis, con la que volvería a coincidir en parecida situación en el último tramo de su carrera en Canción de cuna para un cadáver (1964), un drama sureño y claustrofóbico dirigido por Robert Aldrich, en el que compartía protagonismo también con Joseph Cotten.
Desafió a los grandes estudios
Pero la apariencia apocada o temerosa de muchos de sus personajes contrasta con la fuerza y obstinación que demostró a principios de los cuarenta, cuando, primero, se quejó ante la Warner, sobre el encasillamiento en personajes similares a la que la tenían sometida, y después se plantó, llevando su caso ante los tribunales. Los contratos que imponían los grandes estudios eran al parecer realmente abusivos, pues si alguien se negaba a asumir un personaje se le imponía una suspensión de empleo y sueldo durante el tiempo que durara el rodaje de la película que se había negado a hacer, con la prohibición añadida de trabajar sin autorización expresa.
Además ese tiempo de suspensión se añadía al final del contrato, si es que el estudio seguía interesado en conservar al intérprete, al guionista o a cualquiera en general, y así la relación contractual podía eternizarse. La actriz fundamentó su querella en una olvidada ley que protegía a los trabajadores de las granjas del estado de California frente a los patronos, para evitar que los contratos duraran más de siete años, límite que marcaba la diferencia entre trabajo y servidumbre. La sentencia se hizo popular bajo la denominación de “Ley de Havilland”, a la que se acogieron infinidad de estrellas de la época, en especial los actores que volvían después de participar como soldados en la Segunda Guerra Mundial.
Ganadora de dos Oscar
Olivia de Haviland, ya libre de ataduras, consiguió en los años cuarenta algunos de sus papeles más interesantes, entre otros los que le valieron ganar dos Oscar como mejor actriz, los de Vida íntima de Julia Norris (1946), de nuevo con Mitchel Leissen, un drama en tiempos de guerra en el que encarnaba a una abnegada madre anónima, y La heredera (1949), en la que asumía a una mujer de limitados encantos pero infinita fortuna familiar enamorada y despechada por un advenedizo encarnado por Montgomery Clift, dirigida por William Wyler, que adaptó la novela Washington Square de Henry James.
Pero quizás los trabajos más redondos de la actriz sean por una parte los de A través del espejo (1946), a las órdenes de Robert Siodmak, donde asumía un doble papel, paradójica segundona de si misma, encarnando a dos hermanas gemelas que se protegen mutuamente en un oscuro caso de asesinato. El otro, el de Nido de víboras (1948), de Anatole Litvak, que transcurría casi íntegramente en un hospital psiquiátrico, donde la actriz sufría todo tipo de tratamientos y de vejaciones hasta cuestionar si la enfermedad mental estaba en ella, agazapada detrás de un profundo sentimiento de culpa, o se convertía en irreversible por obra y gracia de los médicos y de las traumáticas compañías.
Después, Olivia de Havilland pasó su declive profesional con relativa calma y dignidad, en papeles cada vez más secundarios en algunos títulos de desigual interés, como enfermera retirada para ejercer de esposa resignada al éxito de su marido cirujano, nada menos que Robert Mitchun, en No serás un extraño (1955) o encarnando, parche en ristre y nacionalidad española, a la protagonista de La princesa de Éboli (1955). A destacar, si acaso, su reencuentro con Michael Curtiz en el western El rebelde orgulloso (1958), junto a Alan Ladd como perdedor superviviente en la posguerra secesionista, o la ya mencionada Canción de cuna para un cadáver. Después algún cameo distinguido, como los de Aeropuerto 77 (1977) o El enjambre (1978) y alguna aparición televisiva hasta su retiro definitivo a principio de los ochenta.
En 2003 recibió el Oscar honorífico de la Academia como reconocimiento a toda su carrera, en la que, no en vano, salió al escenario a los sones de la reconocible banda sonora de Max Steiner para Lo que el viento se llevo. Felicidades en su cumpleaños número 100.