De Sudán del Sur a Uganda
- Uganda acoge a más de 1 millón de refugiados sursudaneses
- El Gobierno impulsa una política de asilo abierta
- Ofrece tierra, permiso de trabajo y libertad de movimiento
La guerra de Sudán del Sur es una de esas que parecen infinitas. Lo puedes ver a través de los ojos de aquellos que salieron corriendo cuando, contra su propio pronóstico, volvieron a ver las armas en sus pueblos. El escenario de la batalla es el mismo: su casa. Ahora los contendientes son sus vecinos. Ya no luchan contra Sudán, el Estado que les despreciaba. Ahora se matan entre ellos. Aquellos que, unidos, dieron luz en 2011 al que se conoce como el país más joven del mundo. Aquella independencia impulsada por Estados Unidos tuvo tintes de esperanza, para pasar página a acciones monstruosas y genocidas según el proceso que sigue la Corte Penal Internacional contra el Gobierno de Jartum y que hoy siguen impunes.
De los 11 millones de habitantes de Sudán del Sur, casi 4 millones han tenido que huir de sus casas por la violencia desatada entre el Ejército del presidente Salva Kiir y los fieles al que fuera su número dos, Riek Machar. Uno es dinka y el otro, nuer. Pero esta guerra va mucho más allá de la etnia, se basa sobre todo en decidir quién saca provecho de unos enormes yacimientos de petróleo que tanto las potencias mundiales miran con hambre.
Al Sur de ese Sur, en Uganda, un millón de sursudaneses han encontrado un lugar donde esperar el fin de la guerra. Como Janet Sunday, de 22 años, que no duda en reconocer la montaña rusa que ha vivido en estos años. “Pensamos que, con el referéndum de independencia, la violencia había acabado para siempre, pero no es así. Nos estamos aniquilando entre nosotros”, señala, rodeada de los 9 niños que cuida. Sólo uno salió de su vientre, cuatro son sus sobrinos y otros tantos los hijos de sus vecinos.
Explica que cuando la violencia llegó a la puerta de su casa, “corrimos hacia Uganda. Sin nada. Y me llevé a estos chicos porque, si no, estarían muertos”. Ella es de etnia kakwa, una tribu en medio de los dos grandes contendientes. Los matan desde un lado y el otro.
La llegada de refugiados no es nueva pero en este 2017 ha crecido tanto que ha puesto a prueba la política de asilo de este país al que no cesan de llegar personas desesperadas, al ritmo de 3.700 en una semana relativamente tranquila. Una vez cruzan la frontera, son llevados a centros de registro, como el de Imvepi, donde hoy viven 150.000 sursudaneses.
Violaciones, robos y muertes son los motivos de la huída
En la puerta hay un gran cartel da las gracias a una veintena de banderas de los Estados que financian este lugar. Está la enseña europea, pero no la española. RTVE llega hasta aquí en una visita para periodistas organizada por ECHO, la Dirección de Protección Civil y Ayuda Humanitaria de la Comisión Europea.
En Imvepi, el trabajo se reparte entre las agencias de las Naciones Unidas y distintas ONG coordinadas por la Oficina del primer ministro ugandés y por el Alto Comisionado para los Refugiados (ACNUR). El primer contacto es duro. Personal de Médicos sin Fronteras, como Dorin, les escucha para saber los motivos de la huída: "Cuentan que son violadas en los pueblos, les roban, los matan, les quitan la comida. Lo hacen tanto los soldados del Gobierno como los rebeldes, pero últimamente los rebeldes sólo roban comida porque necesitan alimentarse y necesitan que haya gente que acumule comida para ellos".
El Gobierno de Uganda registra la solicitud en la misma frontera y los traslada hasta estos asentamientos. No les gusta llamarlos campos de refugiados. Aquí reciben mantas, esterillas, bidones de plástico y tres comidas diarias hasta que les asignan una parcela de 30 metros por 30 para que construyan una casa y cultiven el suelo. La idea es que en 24 horas puedan empezar su vida de nuevo.
Esta política de asilo es una de las más avanzadas y recibe aplausos internacionales pero Uganda empieza a flaquear. Y, por supuesto, afronta problemas internos derivados de un presidente con tres décadas en el Gobierno, denuncias de represión, falta de democracia interna, corrupción y mucha pobreza. Ocupa el puesto 163 de 188 en el índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas y desde este pasado verano cuenta con Bidibidi, el espacio con mayor número de solicitantes de asilo del mundo.
ACNUR dice que son 285.000 las personas refugiadas y llegadas en poco más de un año desde que este asentamiento abrió sus puertas. Sin embargo, no hay masificación a la vista. Se distribuyen a lo largo de distintos pueblos dentro del mismo término, separados por kilómetros. En el noroeste de Uganda, donde el desarrollo es escaso, hay espacio de sobra.
Complicadas tareas humanitarias
Al mando de Bidibidi está el comandante Robert Baryamwesiga, que reconoce lo difícil que es organizar las tareas de los trabajadores humanitarios para que lo muy mínimo llegue a tanta gente. Es un lugar que oficialmente no acepta nuevas entradas pero que no deja de crecer y hasta donde se han exportado conatos de la pelea étnica.
"Intentamos que comprendan que aquí eso se ha acabado. No deben repetir las peleas de Salva Kiir y Riek Machar y solucionamos las disputas en los juzgados móviles, puedo decir que poco a poco, hemos logrado buenos resultados", señala. Preguntado por esos jueces, nos reconoce que llevan días de huelga.
Uganda también tiene sus propios problemas y quiere evitar un conflicto en su propio suelo. El responsable de Bidibidi explica que todos han llegado huyendo de la muerte. Dice que ninguna etnia está a salvo: "Son familias enteras, niños y personas mayores... y sí, hay tensiones aquí, pero les preguntamos: ¿por qué váis a luchar? ¿Por Kiir o Machar? Y se dan cuenta de que no tienen razones. Sean dinkas, nuer o kakwas, aquí tienen su casa mientras sigan siendo refugiados".
Nosotros no encontramos comunidades mezcladas porque generalmente los que llegan buscan a sus familias o vecinos para juntarse. Quieren sentirse más fuertes en un lugar extraño. La unidad y la fortaleza son condiciones casi de nacimiento para las mujeres de Sudán del Sur. Son las víctimas favoritas de los que llevan armas. La violación ya no es sólo una forma de guerra, allí se ha convertido en una forma de vida. Y ellas, encargadas del hogar, siempre están expuestas.
Las niñas son las principales víctimas
En un centro de la organización International Rescue Committee (IRC), financiado con fondos europeos, conocemos a Dina. Una madre de familia llegada desde el Estado de Ecuatoria central que reconoce que, a pesar de no estar en Sudán del Sur, la violencia sexual es también una realidad en Uganda. "Cuando violan a una niña este es el único lugar al que acudir. En ocasiones, cuando los padres se enteran, intentan casarlas. Aquí eso se denuncia a la Policía y se lucha contra estas prácticas porque ese día la niña deja de tener futuro. Pase lo que pase, tienen que ir al colegio, e incluso si se quedan embarazadas, las mayores nos hacemos cargo de los bebés para que pueda seguir estudiando. Es su última oportunidad”.
Pocas se atreven a contar a un extraño sus propias experiencias. Junto a Dina conocemos a Driss, una amiga de toda la vida. Insiste en que las mujeres tienen que unirse para frenar el tradicional machismo que las machaca. En este lugar, dice que “podemos estar juntas y plantar cara. Si un marido pega a su mujer, desde aquí nos movilizamos y llamamos a las autoridades. Una vez se retiró la ayuda humanitaria a un hombre por este motivo y no lo ha vuelto a hacer”, afirma con una sonrisa que interpretamos orgullosa. En este caso, todas las armas son pocas.
Una juventud acorralada
Si Sudán del Sur no sale de la guerra mal futuro aguarda para sus jóvenes. La gran mayoría no ha cursado estudios y aunque en Uganda los refugiados tienen permiso de trabajo y libre movimiento, no cuentan con la formación suficiene para aspirar a empleos dignos. Con la ayuda humanitaria uno no se muere pero dista mucho de parecerse a una vida con aspiraciones.
Álex es uno de los jóvenes que conocemos en el programa 'Cash for work' (Dinero por trabajo) que ECHO lleva a cabo junto a Danish Church Aid. El día que nos cruzamos ha comprado pollo para su familia. “Un gran día”, nos dice. “Son pocos los que podemos comer carne”.
Es uno de los participantes de un programa que intenta apoyar a aquellos que psicológicamente necesitan ocupar su tiempo para salir adelante, porque “cuando llegas aquí te das cuenta de todo lo que has perdido y puedes llegar a volverte loco. Es muy duro. Aquí hay gente que nos ayuda, nos aconseja, nos relaja y nos permite recuperar algo de tranquilidad. Porque aquí la vida es difícil, hay tensiones y tienes que asumir que algún día se acabará y podrás volver a casa”. Es muy llamativo que todos acaban sus frases con el sueño del regreso. “¿No crees que eso es difícil?”, pregunto a su amigo Samuel. “Sí, mucho”, responde, “pero es lo que nos mantiene con vida”.
Son jóvenes que un día fueron niños sin oportunidades por culpa de otra guerra. Los que hoy están en Uganda sí pueden ir al colegio. Un tercio de ese millón de personas exiliadas son menores. Muchos llegan solos y son asignados a familias. En los asentamientos, las escuelas están tan saturadas como la que visitamos en Yoyo, con 16 docentes para 3.100 chavales.
Su asistencia no siempre es sencilla y el centro que gestiona la organización Finn Church Aid cuenta con la ayuda de un comité de familias que va, casa por casa, para que los niños y niñas acudan a clase. “Hay padres que prefieren tenerlos con ellos para ayudarles a cultivar o a vender productos. Es lógico, intentan sobrevivir cada día, pero estamos obligados a explicarles que tienen que ir al colegio”, nos explica Maureen. Otra vez, el futuro.
La convivencia
En el asentamiento de Rhino (situado en el departamento de Arua y el más antiguo de los que hay en el noroeste del país) nos presentan a un comité de agricultores que aúna a ugandeses y sursudaneses.
Se trata de que de la muy pobre población local reciba algo del flujo humanitario. Lo vemos a través de Perpetua, una señora ugandesa que rondará los 40. Reconoce que gracias a los refugiados "ahora es más fácil" tener agua. Porque, a la espera de soluciones más duraderas, llega en camiones cisterna de manera periódica. Poco a poco, y a pesar de "la buena convivencia", empieza a sentirse cómoda con nosotros y habla.
"Las últimas cosechas han sido muy malas y hay muy poca comida. Por eso, tenemos que recurrir a trabajar para ellos a cambio de comida. Es una estrategia de supervivencia, no es lo mejor, pero no tenemos otra opción". Es decir, usted acoge y tiene que trabajar para los que han llegado, ya que sólo ellos tienen derecho a la ayuda humanitaria. "Sí, y además, reciben tierra para cultivar", apunta con una contenida indignación. Por eso, defienden desde ECHO que hay que fomentar estos clubs de agricultores mixtos para crear un vínculo comunitario en el que se ayuden los unos a los otros en posición de igualdad.
Está claro que la acogida no es tan idílica como se plantea desde el Gobierno ugandés y a ras de suelo hay mucho que cambiar. "Hay refugiados muy amables, pero otros alardean, no son respetuosos. Y cuando vas a casa de otro, tienes que tener respeto", nos dice Clara, otra señora ugandesa que representa quizá la cara más real de esta región africana que engloba a países con eternos conflictos.
Clara huyó de Uganda y se refugió en el Zaire de los años 80 cuando el actual presidente, Yoweri Museveni, se alzó en armas para desalojar del poder a Milton Obote. Volvió con el fin de la guerra pero la brutalidad que Joseph Kony impuso con su Ejército de Resistencia del Señor (LRA), le obligó a marcharse otra vez, en esta ocasión a lo que en su día fue el flanco sur de Sudán. "Yo sé lo que es huir de la guerra", musita. "Nadie me lo tiene que explicar. Sólo pedimos respeto".
El modelo de ayuda humanitaria europea
No deja de ser curioso que la Comisión Europea apoye en Uganda una política de asilo que es incapaz de poner en práctica en su propio territorio. Ahí está el incumplimiento generalizado de los 28 con las cuotas prometidas para el reparto de refugiados. Uganda es probablemente el primer lugar en el que la Comisión Europea ha empezado a poner en marcha el Fondo Fiduciario para África. Una bolsa de 1.000 millones de euros aprobada en la Cumbre de Malta de 2015 que pretende ayudar a los países africanos para evitar la llegada de migrantes a nuestras cosas.
En este caso, ECHO se ocupa de la urgencia ante las crisis humanitarias, pero el fondo (EUTF, por sus siglas en inglés) busca estrategias a largo plazo, a tres años en este caso, dosificando el dinero e intentando maximizar la duración de los efectos y en colaboración con la estrategia 'Rehope' del Gobierno ugandés para aprovechar la crisis humanitarias y desarrollar su país con el dinero que llega del extranjero.
Lamentablemente, la experiencia apunta a que los refugiados sursudaneses se quedarán mucho tiempo en Uganda ya que el conflicto no tiene pinta de acabar pronto. Y mujeres como Dina creen que si han tenido la suerte de salvar la vida, “ahora tenemos que trabajar en Uganda para regresar más fuertes y reconstruir nuestro país”. “Nuestro gran objetivo hoy es que nuestros hijos puedan estudiar”, asegura Albert, padre de familia que no para de hablar de la necesidad de gastar el dinero en Educación. “Llegará el día en el que Sudán del Sur tenga buenos líderes que acaben con las luchas y nuestros hijos volverán formados. En lugar de llevar un kalashnikov, volverán con un lapiz y una mente brillante para resolver los problemas del mañana”. Mientras, ellos juegan a carcajada limpia en los rudimentarios columpios de los asentamientos.
Parecen ajenos a todo. Pero no es así. Jonah, de 6 años, está a punto de tirarse del tobogán. Desde lo alto, contesta a mi pregunta sobre su última imagen de Sudán del Sur: “lo último que recuerdo de mi casa es la sangre de mi tío tirado en el suelo. Mi madre dice que así está todo, lleno de sangre”.