405 días sin mi hija: las otras víctimas de los crímenes machistas
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Ha pasado más de un año desde que Mar perdió a su hija en un crimen machista y todavía sigue poniendo cuatro cubiertos sobre la mesa. Su marido tampoco se acostumbra a la ausencia y su otra hija, de 16 años, es incapaz de ver una película en la que salgan dos hermanas juntas. Ellos representan a todas esas víctimas invisibles de la violencia de género que afrontan en la intimidad de sus hogares una pérdida irreparable.
“Te quedas roto, sin ganas de vivir, estás desorientado, no sabes para dónde tirar. Lo único que quieres día a día es un poquito de calma en tu vida porque ese dolor intenso no se va cuando te duermes, no se va cuando trabajas, se mitiga. Tú tienes las 24 horas el dolor, la impotencia y a tu hija en la cabeza”, asegura Mar Chambó en una entrevista con TVE.
Su hija, María del Mar Contreras Chambó, fue asesinada el 10 de mayo de 2018 en el municipio granadino de Las Gabias cuando tenía 21 años. Desde aquel negro día la familia sufre las consecuencias de una lacra social que deja más víctimas de las que aparecen en el registro: madres, padres, hijos, hermanos, tíos, sobrinos o abuelos, quienes cargan con la pena y el desconsuelo sin el apoyo institucional que, dicen, cabe esperar en una situación como la suya.
Dolor, impotencia y soledad
“Nosotros nos hemos quedado solos, pero no de amigos ni de familia, sino solos respecto a ayudas, psicólogos… La Fiscalía dijo que se iba a presentar como acusación particular y tampoco. No se ha presentado nadie”, explica Mar, que relata el momento en el que su marido y ella recibieron la noticia en el cuartel de la Guardia Civil.
No quisieron decirle cómo había muerto de su hija porque había “secreto de sumario”, así que María del Mar se enteró de los detalles a través de un periódico digital, envuelta en lágrimas y sin ayuda de un profesional.
“Sobrevivir a un hijo es lo peor que te puede pasar (...) Es horrible el día a día. Me acuerdo de lo que le gustaba, lo que se tomaba, lo que hacía”, explica Mar, que querría llevar a juicio algunas "negligencias" que, considera, se produjeron en el caso.
Pero no podrán hacerlo porque su familia no puede asumir los costes.
“Me prometieron ayudas, me prometieron muchas cosas y no tenemos nada (…) No se nos tiene en cuenta. Tenemos que sobrevivir y salir adelante como podemos”, lamenta.
Salir adelante sin ayuda
Casi con las mismas palabras explica esa sensación de soledad y desamparo otra víctima invisible, la hermana de Bélgica Amada Gamboy, una ecuatoriana de 38 años que fue asesinada en septiembre de 2013 en presencia de su hijo y su sobrina, ambos menores de edad.
“Hemos luchado solos. A día de hoy la verdad es que agradecerles a instituciones en general no puedo”, comenta Alexandra, que, después de llamar a muchas “puertas” para pedir ayuda, sigue esperando respuesta.
Cuando su sobrino quedó huérfano fue ella quien pasó a hacerse cargo del menor, que además había resultado gravemente herido el día del crimen y estuvo hospitalizado durante un tiempo.
Alexandra no solo tuvo que dejar su trabajo para cuidar a su sobrino, sino que además se vio obligada a cambiar de domicilio, ya que hasta entonces vivía con su hija en una habitación alquilada.
Ahora la situación está “medianamente” bien, pero el proceso ha sido duro para ella. Tanto, que quiso abandonar España y volver a Ecuador, pero nuevamente se topó con un obstáculo: “Me dijeron que podía irme yo con mi hija, pero no con mi sobrino”.
Presenciar y afrontar el asesinato de una madre
Él, que ahora tiene 17 años, ha vivido la pérdida desde otra perspectiva, la de un niño que no podía afrontar que su madre ya no estuviese a su lado. No quería salir a la calle, tenía miedo y se sentía inseguro.
“Estuve yendo al psicólogo durante unos siete meses. Las primeras veces que iba salía llorando porque me recordaban el tema y para mí era algo muy fuerte”, cuenta el joven, uno de los primeros menores que entró en el registro oficial de huérfanos de la violencia de género, iniciado en 2013.
Desde ese año, al menos 243 menores quedaron en situación de desamparo como consecuencia de un asesinato machista. A estas víctimas les queda una carencia eterna que, en opinión del menor, "no se paga" ni siquiera con los años de condena que recaen sobre el agresor.
"Yo tenía pesadillas y a veces soñaba que mi madre me decía que todo estaba bien", recuerda el chico.
Gracias al apoyo familiar y a una fortaleza suscrita por su tía, ahora es capaz de relatar lo que vieron sus ojos el día del crimen. También de explicar con ilusión cuáles son sus planes para "seguir adelante y no quedarse en el pasado”.
“Al principio no quería seguir estudiando, pero pensando en ella dije ‘voy a seguir estudiando, voy a sacarme los títulos que quiera sacarme’. Y que llegue el día de mañana y pueda decir que lo he conseguido a pesar de que me la han arrebatado”, explica el joven.
El duelo y la culpa
Su testimonio, como los de Alexandra y María del Mar, reflejan desde distintos planos cómo se enfrentan las víctimas indirectas a eso que los expertos denominan "duelo difícil" o "duelo complejo", un proceso en el que el agravante puede ser el sentimiento de culpa.
"En el duelo de una persona asesinada, si la situación y el victimario te es ajeno, puedes reaccionar echando todas las culpas a la persona de fuera. Pero cuando el asesino es alguien cercano los familiares siempre tienen en mente la idea de que podrían haber hecho algo para evitarlo", explica María Teresa Ayllón, psicoterapeuta e investigadora en violencia familiar.
Por eso, el tratamiento psicoterapéutico tras un asesinato que se produce dentro del ámbito familiar, apunta, es "uno de los más difíciles". Los familiares de la víctima directa no pueden "simplemente odiar a su asesino", sobre todo si mantuvieron una relación de cariño con él.
Esto se da con frecuencia en el caso de hijos que han perdido a su madre después de que fuese agredida por su padre: "A veces se sienten culpables por haber querido a una persona tan perversa", apunta Ayllón, que considera que es importante dejar a los afectados decidir si quieren recibir -y en qué momento- ayuda psicológica.
"Todos estos mecanismos necesitan su tiempo. No le puedes imponer a alguien la terapia porque en ese momento tienen la sensación de que el mundo les arrolla. Son ellos los que deben aceptar o solicitar la terapia", concluye.