El niño de las moscas: huir de la guerra, vivir en la basura
- Más de 600 niños y 200 mujeres malviven desde hace un año en un vertedero de las afueras de Bamako (Mali)
- Desplazados por el conflicto étnico, nadie se ocupa de ellos. El español Gilberto Morales intenta mejorar su vida
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Recuerdo que fue un jueves. Lo recuerdo bien porque ese día mi hijo había empezado sus clases de natación. Llegó a casa cansado, cenó rápidamente y se fue a la cama. A los pocos minutos ya estaba dormido, recostado de lado y con el semblante tranquilo.
Era pronto, las ocho de la tarde, así que me fui al salón, me senté en el sofá y relajadamente abrí mi Facebook. Hacía tiempo que no lo consultaba y empecé a ponerme al día: una amiga que se había ido a Tailandia, un conocido enfadado por el adelanto electoral. Nada interesante. Estaba a punto de cerrar la aplicación, cuando, de repente, apareció aquella foto en la pantalla.
La miré y mientras la agrandaba con los dedos, mi rostro se iba desencajando. ¡Parecía mi propio hijo! Un niño negro, igual que el mío, dormido en la misma postura en la que yo acababa de dejar a mi Javier. Incluso su edad y sus rostros parecían idénticos. Pero no. El niño de la foto no era mi hijo.
Había detalles evidentes que los diferenciaban. En primer lugar, a aquel pequeño se le pronunciaban claramente las costillas al igual que los huesos de sus brazos. Pero había algo más, algo que me resultó alarmante. Hice zoom sobre el rostro de aquel niño y al verlo no pude evitar un grito de pavor: en sus ojos se arremolinaban decenas de moscas y parecía, además, que esos bichos habían empezado a entrar dentro de su boca.
Ni siquiera sabía quién era Gilberto Morales. No era “amigo” mío en Facebook y, además, se encontraba en Mali. Pero tenía la necesidad de saber quién era el niño de la foto y resulta que estaba dentro de su muro. Cliqué en un video. De repente, un hombre de mediana edad y acento andaluz empezó a hablar. Deduje que era el tal Gilberto. Con voz angustiada explicaba que aquel pequeño había llegado al campo de desplazados con su madre y que ya no tenía fuerza ni para quitarse las moscas de la cara. “¿Qué campo de desplazados? “, me pregunté.
Faladie: un vertedero convertido en campamento
Seguí indagando. En el muro de aquel hombre había decenas de fotos y vídeos en donde aparecía una legión de niños desnutridos o con profundas llagas en su piel. “Éste tiene sarna”, decía Gilberto. “Hay que meterlo en el coche y llevarlo al hospital”, le indicaba a alguien. “Esto es un estercolero”, se decía a sí mismo. “Un es-ter-co-lero”, repetía una y otra vez. “¿Pero cómo puede vivir esta gente así y que nadie haga nada? “, se preguntaba. Y yo me decía: “¿Pero quién es esa gente? Y volviendo la mirada al hombre me pregunté: ¿Y quién es él?“.
Le escribí en ese mismo instante. “Disculpe. No sé cómo he llegado a su Facebook, pero la foto de ese niño… Perdone, es que podría ser mi hijo”. De todos modos, estaba convencida de que no me iba a responder. Pero no. Al instante, Gilberto Morales me escribió.
“Hola. Gracias por interesarte, no te preocupes. Entiendo lo que sientes, porque yo lo vivo cada día. Esto es un infierno”.
A lo largo de nuestra conversación Gilberto me contó que aquel “estercolero” desde donde sacaba las fotos y los videos era el campo de desplazados de Faladie, un asentamiento situado muy cerca del aeropuerto de Bamako, a menos de un kilómetro de una importante arteria de la ciudad por donde circulaban cada día vehículos de la MINUSMA (Misión de las Naciones Unidas en Mali), el ACNUR y otras importantes ONG internacionales. Por eso, Gilberto nunca imaginó que, un día, en un desvío de esa carretera, iba a encontrarse con un basurero en el que vivían cientos de niños y mujeres.
“Me quedé espantado. El olor era insoportable. Los niños, desnutridos, sucios, medio desnudos en medio de un mar de desperdicios con pequeñas hogueras aquí y allá. Miraras donde miraras era, simplemente, el horror”, cuenta Gilberto.
Aunque no de forma tan cruel, Gilberto ya había visto la pobreza en Grecia o la India, donde también ayudó en todo lo que pudo. Además, llevaba más de un año en Mali trabajando en la Embajada, como policía nacional.
No mirar hacia otro lado
“Cuando vine aquí, lo primero que hice fue pegarme como una lapa al padre Jesús, un misionero de Pamplona que llevaba cincuenta años en Mali. En mis ratos libres le seguía a todas partes, sobre todo a las las aldeas de alrededor de Bamako. Él me decía: “Esta gente necesita un gallinero”, y yo le respondía: “A ver qué se puede hacer”. Y al final lo lográbamos. O me comentaba que había unos niños que no tenían nada para jugar. Y yo hablaba con mi gente en España y les conseguíamos unos balones y unas porterías”.
Un año después el padre Jesús se volvió a España, pero Gilberto se quedó en el país. Quería seguir ayudando, así que estuvo buscando ONG hasta que un día se topó con Karl, un francés de piernas deformadas por la polio que trabajaba en una pequeña ONG italiana. Se hicieron amigos, juntos visitaron decenas de proyectos… Hasta que un día alguien les habló del campo de desplazados.
“Nos encontramos con esto en febrero. Entonces había sólo doscientos niños y cincuenta mujeres, pero ha ido viniendo más y más gente durante estos últimos meses y ahora hay casi novecientas personas, unos seiscientos niños y doscientas mujeres. Y lo peor es que en los próximos meses van a venir todavía más. Están huyendo del conflicto del norte”.
Conflicto en Mali
El conflicto de Mali hay que buscarlo en el comienzo de la guerra civil de Libia. Con la caída de Gadafi en el año 2011, los separatistas tuareg unieron fuerzas con los yihadistas que entraron en el norte del país. Una realidad a la que había que añadir los conflictos tribales entre la etnia peul (o fulani) y los dogones.
Las disputas entre ellos, nómadas ganaderos los primeros y agricultores los segundos, se habían saldado desde tiempos ancestrales con batallas a machetazos seguidos de periodos de paz. Pero la irrupción de los yihadistas cambió el panorama. Un grupo extremista peul se alió con ellos y trajo como consecuencia una respuesta encarnizada de los grupos de resistencia dogones. Un ataque siguió a otro ataque en una espiral de violencia sin fin. Solo en los últimos cinco meses han muerto más de cinco mil personas y más de un millón han huido de sus casas.
Viviendo en la basura
“Los más perjudicados son siempre los que están en medio. Los más débiles. En este caso, los que están en este campo de desplazados son de la etnia peul”, me explicó Gilberto. “Como ves en las fotos los niños caminan descalzos como en las zonas del Sahel de donde vienen, pero aquí lo hacen sobre montañas de basura”.
Bajo los diminutos pies de esos pequeños se veía todo tipo de desechos: plásticos, cristales, cuchillas de afeitar, incluso jeringuillas. Y a ese “estercolero” no acude nadie. Solo Gilberto y su amigo Karl.
“Una responsable de la OCHA (el órgano administrativo de Naciones Unidas) vino un par de veces, pero no ha vuelto. Y no lo entiendo porque las mujeres y los niños están cada vez más enfermos, la mayoría desnutridos, y muchos están…en las últimas”, afirma el español.
“¿Y quién se ocupa de estas personas? “, le pregunté a Gilberto. “Pues yo”, me respondió resignado. “Me compré un Seat Ibiza y lo uso para llevar a los más enfermos al hospital. También les pago las medicinas y los tratamientos. ¿Qué voy a hacer? ¿Dejarlos morir? Eso sí que no”.
Hambre y moscas
Antes de despedirse, Gilberto me contó que lo que más urge es la leche en polvo para los bebés. Las mujeres tienen los pechos secos, porque no hay comida, solo mijo y algo de arroz. Además, la situación se ha agravado en la época de lluvias. Se han formado miles de charcos y sobre el agua estancada han proliferado los mosquitos y, sobre todo, las temidas moscas negras que se han sumado a las cucarachas y las ratas que ya se movían a sus anchas entre la basura, las mujeres y los niños.
“Los bichos se están comiendo viva a esta gente. Se les suben al cuerpo. Las moscas se les pegan a la cara y les chupan la sangre. Y luego tienen infecciones increíbles”. “Como el niño de la foto”, le remarco. Gilberto asiente: “Sí, como él”. “Por cierto”, le pregunto, “¿sabes por casualidad qué ha sido de ese chico?”.
“Uf, ese pobrecito”, recordó. “En cuanto le vi, le metí en el coche y lo llevé al hospital. Ahora está mejor. Ha ganado algo de peso y le vigilo. Le he comprado una mosquitera y ya puede dormir tranquilo porque, al menos, los insectos no se le meten dentro”.
Ayudar desde España
Respiré aliviada y me alegré de que por lo menos aquella historia hubiera terminado bien. Pero Gilberto se emocionó y calló unos segundos, llorando en silencio. Sabe que ha salvado muchas vidas, o al menos, lo ha intentado. Y me contó el caso de Mamadu. Era un niño con cáncer. “Conseguimos que le operaran en Valencia, aguantó como un campeón, pero al final no pudo ser, lo enviaron de vuelta y murió aquí, en brazos de su madre”.
Nos despedimos hasta otro día. Gilberto se iba a atender a los enfermos y yo me recliné en mi sofá. Digeriendo lo que había visto y oído, pero al mismo tiempo reconfortada, sabiendo que en este mundo de desgracias todavía hay gente que se niega a bajar los brazos ante la indiferencia del resto.
Gracias a Gilberto, quizá el niño de la foto y mi hijo quizá puedan conocerse algún día. Ojalá. Pero lo que sé seguro es que, gracias a él, ese niño nunca más volverá a dormir con las moscas pegadas a sus ojos.