Donald Trump, la derrota del presidente que dividió los Estados Unidos
- Su estrategia polarizadora, que se ha alimentado de las fracturas internas del país, acaba con su intento de reelección
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Cuatro años de Donald Trump bastan. O al menos eso parece haber pensado la mayoría de los estadounidenses, que han decidido no conceder un segundo mandato a su presidente más excéntrico, atrabiliario, incómodo y, por encima de todo, divisivo, el líder que no ha dudado en aprovechar las brechas internas que recorren el país en su propio beneficio y que deja tras de sí una fractura social aún mayor que cuando accedió al cargo más poderoso del planeta.
Trump, que ya era un personaje celebérrimo en Estados Unidos antes de aspirar a la Casa Blanca -como empresario, celebridad social neoyorquina y estrella de la televisión-, nació a la política como némesis de Barack Obama, el primer presidente afrocamericano del país, pero también el más culto e inspirador en décadas, por más que su presidencia, como todas, adolezca de numerosos claroscuros.
Al igual que su antecesor, Trump es tremendamente carismático, aunque de una forma completamente distinta a la de Obama: más desenfadada y faltona, más llana y más accesible para un gran número de estadounidenses que observaban con recelo el ascenso de las minorías, la pérdida de puestos de trabajos en las ciudades industriales y en el campo, la acumulación de riqueza en las grandes urbes de las dos costas, la aparente indiferencia de los políticos de todo signo. Y que disfrutaban enormemente en sus espectaculares mítines, donde prometía "devolver la grandeza a Estados Unidos" (Make America Great Again) y despedir a Obama, como en su concurso de la tele.
Porque todo candidato trata siempre de vender un cambio a los votantes respecto a lo anterior, pero Trump construyó su camino político como una enmienda a la totalidad de la presidencia de Obama y alentó el enfado de todos aquellos que se sentían desplazados, especialmente entre los sectores más conservadores que habían crecido al fuego del nacionalismo populista del Tea Party.
Contra las normas establecidas
Esa construcción tiene algo de impostura, porque Trump es un producto muy genuino de Nueva York, una ciudad que para esos sectores representa lo peor de Estados Unidos. No solo es millonario, sino que se graduó en una de las mejores escuelas de negocios del país e inició su carrera a partir de la empresa de su padre, aunque él le diera el vuelo que alcanzó posteriormente; la hizo grande, y eso es lo que pensaba hacer con el país.
En última instancia, Trump alentó el malestar creciente de aproximadamente la mitad de sus conciudadanos para derrotar a la otra mitad. Y eso es lo que ha seguido haciendo una vez en el cargo, con una permanente campaña electoral en la que todo lo que no se ajustara a su relato era siempre desacreditado: “Fake news”.
Por el camino, ha roto incontables normas y tabúes establecidos por un par de siglos de democracia consolidada -ha sido el primer presidente sin experiencia política o militar previa al cargo-, lo que ha erosionado incluso unas instituciones tan robustas como las estadounidenses. Quizás el mejor ejemplo, y el más grave, haya sido su reciente intento de frenar el recuento electoral antes de escrutar todos los votos, alegando un supuesto fraude electoral sobre el que no ha presentado ninguna prueba.
En cualquier caso, hubo un momento en que parecía que Trump podía hacer y decir lo que quisiera sin consecuencias -"Podría disparar a gente en la Quinta Avenida y no perdería votos", llegó a decir en la campaña electoral de 2016-, aunque el tiempo ha acabado por dejar claro que siempre hay una factura que pagar: las cadenas nacionales, que tanto jugo han sacado de sus declaraciones en estos años, decidieron cortar su intervención cuando vieron que trataba de minar la confianza en el sistema electoral del país.
Un mandato caótico y con pocos logros concretos
Su mandato, inmerso en esos vaivenes, ha oscilado entre lo caótico, como demuestran los numerosos colaboradores que han ido cayendo de su lado, algunos tras pocas semanas en la Casa Blanca y muchos vertiendo críticas graves contra él -léase al ex Consejero de Seguridad Nacional, John Bolton-, y lo inconsistente, con numerosos gestos políticos, pero pocos logros concretos.
En su haber, es indudable que supo prolongar el mayor ciclo de crecimiento económico en la historia reciente de Estados Unidos, que ha llevado el paro a mínimos en el último medio siglo y ha reducido la tasa de pobreza, aún a costa de acrecentar la deuda y el déficit comercial. Su reforma fiscal y la bajada de impuestos impulsó la dinámica alcista, hasta que quedó cercenada por la pandemia del coronavirus.
En el debe, lo más significativo quizás sea la pérdida de peso en el mundo de Estados Unidos, que ha renunciado a pilotar la lucha contra el cambio climático al abandonar el Acuerdo de París y ha socavado la fuerza de organismos tan esenciales como la OTAN, la Organización Mundial del Comercio o la Organización Mundial de la Salud, en plena pandemia de coronavirus.
Su legado más duradero serán, sin duda, los tres jueces conservadores que ha aupado al Tribunal Supremo, ampliando una mayoría que puede durar décadas y modelar así la vida del país. Pero también el enfrentamiento con China, la gran potencia alternativa a Estados Unidos, abriendo lo que ya se empieza a denominar la Segunda Guerra Fría.
Una sociedad aún más dividida
También quedará para la historia como el tercer presidente que es sometido a un juicio político en el Congreso, en su caso por la llamada trama rusa para influir en las elecciones de 2016, aunque fue exonerado por el Senado, de mayoría republicana, tras una semana de sesiones y sin acudir a declarar.
Ese impeachment fallido quizás sea el epítome de la polarización social que Trump ha insuflado en la vida política y social estadounidense, que ha alcanzado a casi todos los ámbitos, desde la liga de fútbol americano -su enfrentamiento con los jugadores que se arrodillaban durante el himno para protestar contra el racismo fue sonado- hasta la lucha contra la peor pandemia en más de un siglo: en Estados Unidos, llevar mascarilla te alinea con los demócratas, mientras que no llevarla te identifica con los republicanos. Y que ha iniciado una nueva forma de hacer política, que busca más el enfrentamiento que la colaboración.
El resultado es que los estadounidenses viven más lejos unos de otros, encerrados en visiones del mundo contrapuestas. Un estudio del Pew Research Center elaborado antes de las elecciones revela que un 39 % de los simpatizantes de Trump dicen no tener amigos demócratas y otro 38 %, solo unos pocos, mientras que entre los seguidores de Biden, el 42 % asegura no tener amigos del otro bando y el 35 %, unos pocos. Lo que implica que tres de cada cuatro estadounidenses tiene pocos o ningún amigo que no sea de su misma opción política.
Esa divergencia no es solo responsabilidad de Trump -las cifras eran algo inferiores hace cuatro años, pero ya preocupantes-, aunque como presidente haya exacerbado las divisiones hasta límites asfixiantes. Es la base de su éxito, pero también de su fracaso al intentar ser reelegido, al provocar una enorme movilización de ambos bandos -Bloomberg estima que la participación oscilará entre el 68,6 % y el 72,1 %, la más elevada desde 1900- que le ha sacado de la Casa Blanca. Está por ver por cuánto tiempo, puesto que su entorno ya ha deslizado que no descarta volver a presentarse en 2024 a un segundo mandato, ya con 78 años. Quién sabe, quizás queda Trump para rato.