Fukushima, muerte y vida diez años después
- Juanma Cuellar fue miembro del equipo de periodistas de RTVE desplazado a la zona hace una década
- Recordamos el tsunami, provocado por un terremoto de magnitud 9, que afectó a los reactores de la central de Fukushima
¿Puede alguien que lo ha perdido todo, posesiones y seres queridos, sonreír? Sí, es posible. La sonrisa puede ser un indicio de alegría, pero también una muestra de cortesía que apantalla un dolor demasiado intenso para ser compartido sin complicidad. Ese fue el argumento con el que nuestro fixer y traductor en Japón, Gonzalo Robledo, explicaba tal actitud en muchas de las víctimas que entrevistamos.
Era mediados de marzo de 2011. Pocos días antes, el tsunami provocado por un terremoto de magnitud 9, el cuarto mayor de los que se tiene registro, había arrasado la costa noreste japonesa. Poblaciones enteras reducidas a astillas y unos 18.000 muertos. Las aguas también dañaron tres reactores de la central nuclear Daiichi en Fukushima, provocando una crisis que, a lo largo de los últimos diez años, ha puesto a varios gobiernos contra las cuerdas. Durante dos meses, un equipo de Televisión Española desplazado a la zona relató día a día las historias que vivieron muchos de los afectados por esa catástrofe.
Empezar de cero, primer capítulo, el respeto
Es difícil entender la fuerza del agua si no se han observado sus efectos de cerca. Un enorme barco de pesca cruzado sobre una calle en medio de la ciudad nos recibió al llegar a Ishinomaki. La visión nos dejó perplejos por las dimensiones de la nave, inmensa y con la panza al aire. A medida que nos aproximábamos a la costa, el grado de destrucción se volvió minucioso.
Minamisanriku fue el epicentro del golpe de mar. Donde una semana antes había casas de madera solo vimos montones de astillas sobre los que pululaban los dueños. Buscaban sus documentos, su dinero en efectivo, pues en Japón es tradicional ahorrar dinero en efectivo en casa, y fotos; el último rastro palpable de los que se fueron.
Esta búsqueda nos reveló un rasgo admirable del civilizado carácter japonés. El agua no solo destruyó los bienes materiales, también los desligó de sus dueños, bien por la muerte de estos, bien por la pérdida de los archivos que acreditaban la propiedad. Escrupulosamente, matrículas, archivadores en ayuntamientos, cualquier cosa que contribuyese a esa reasignación, era cuidadosamente preservada y respetada. Los robos fueron inexistentes.
Algo en lo que se puso un celo muy especial fue en la retirada de cadáveres para evitar su exposición a las cámaras. Algunos entrevistados confirmaron lo obvio, las aguas dejaron tras de sí un paisaje apocalíptico de restos humanos, pero nada de esto se vio en televisión. Un consenso fue rotundamente aceptado por todas las partes. Pudimos observar y grabar búsquedas más pormenorizadas en pozas y lugares intrincados, pero nada más.
El respeto al espacio ajeno llegó a un punto exquisito en los espacios habilitados para los desplazados, como el estadio Saitama Arena que acogió a los vecinos de un pueblo entero, Futaba. Allí se delimitaron líneas en el suelo para asignar zonas familiares al estilo de las viviendas tradicionales. Todo a la vista, pero con respeto a la privacidad.
La crisis nuclear, Japón se enfrenta a sus fantasmas
Afrontar un desastre natural fue duro, pero el estoicismo y la aceptación de lo inevitable, tan propios de mentalidades vecinas del budismo oriental, cimentaron el aguante. Otra cosa fue descubrir que los reactores de la central de Fukushima Daiichi colapsaron por una suma de negligencias y errores humanos. Esto desató la indignación y provocó la dimisión del entonces primer ministro, Naoto Kan, ya tocado por un escándalo de corrupción de su titular de Exteriores ese año. También fueron condenados directivos de la todopoderosa Tepco, la energética operadora de la central.
Fukushima Daiichi se empezó a construir en 1967 y ya en los 70, algunos expertos señalaron la vulnerabilidad de los sistemas de refrigeración elegidos ante un eventual tsunami. En 1990, la Comisión Reguladora de Energía Nuclear de Estados Unidos hizo la misma advertencia y en 2004 el organismo homólogo japonés rescató el informe. La operadora Tepco no hizo nada al respecto, aunque sí estaba al corriente, pues en la central de Onagawa sí tomó las medidas oportunas.
Pronto comenzaron las filtraciones de agua radiactiva. Una parte se vertió al mar, algo muy sensible en un país con cinco millones de toneladas en capturas pesqueras. Las manifestaciones se sucedieron y Japón emprendió un apagón nuclear que luego atenuó para paliar el déficit de suministro energético.
Hoy, de los 54 reactores japoneses, solo hay activos 9, que generan tan solo un 6,2% de la energía, frente al 30% de 2011. Un radio de 20 kilómetros en torno a la central dañada es aún territorio “maldito”, o “no apto”. 36.000 personas siguen sin poder volver y más de un millón de metros cúbicos de agua radiactiva aún permanecen en Daiichi y el volumen crece. Se especula con la posibilidad, ahora sí, de echarlos al océano.
La gran pregunta es, ¿qué pudo pasar en un país donde la eficiencia es casi una religión? Algunos expertos apuntan a cierta falta de flexibilidad o agilidad en la cadena de decisiones drásticas frente a una situación inesperada. El respeto, una vez más, a la jerarquía es algo incuestionable en Japón. Es un rasgo cultural y sociológico formalizado en una suma de conceptos como la interdependencia entre superior y subordinado, ‘senpai-kohai’, marcada por la lealtad. Profundiza en este aspecto la antropóloga Ruth Benedict en su estudio ‘El Crisantemo y la Espada’, donde analiza, entre otras cosas, los mecanismos sociales de obediencia en Japón.
La escuela de Okawa y el espíritu del alivio
La escuela de primaria de Okawa en Ishinomaki fue uno de los lugares donde, según los tribunales, la negligencia hizo estragos. Con la alarma de tsunami activa, niños y niñas permanecieron en las proximidades del edificio hasta 50 minutos, hasta que finalmente las olas mataron de un golpe a 74 estudiantes y a 10 docentes. Nadie se explica por qué no se decidió trasladarlos a una colina cercana. En 2019, una sentencia del Supremo condenó a los Gobiernos locales de Ishinomaki y de la prefectura de Miyagi a indemnizar con 11 millones de euros a las familias de 23 niños fallecidos. Concluyó que tanto la situación del edificio como los protocolos de sguridad eran inapropiados.
La tragedia de la escuela de Okawa se hundió en nuestros corazones. Aún conservo la fotografía del reloj parado a las 15:40, cuando llegaron las olas gigantes. Una imagen que luego vi repetida en más relojes detenidos en ese momento fatal, caídos entre los escombros y el barro. Y no fuimos los únicos. El periodista británico Richard Lloyd Parry escribió Ghosts of the Tsunami en torno a este drama y la pulsión por el reencuentro espiritual con sus fallecidos que impulsó entre los que perdieron familiares por el tsunami.
Una actitud similar ilustra el fenómeno del “teléfono del viento”, en Otsuchi, prefectura de Iwate. Allí, aquellos que han perdido a alguien entran en una cabina telefónica donde hablan en un antiguo teléfono analógico desconectado. Descuelgan el auricular y expresan deseos o mensajes que no pudieron transmitir a sus seres fallecidos. Muchos simplemente lloran y se desahogan.
El mar enfurecido reventó el hormigón de la escuela de Okawa. Vimos con nuestros propios ojos el suelo roto y curvado como si una onda expansiva lo hubiese retorcido. En abril de este año está prevista la apertura a las visitas del lugar convertido ya en un monumento conmemorativo.
La pandemia y las olimpiadas
Golpeado por el océano, Japón afrontó con éxito las primeras oleadas del coronavirus, aunque el pasado enero sucumbió a un pico de infecciones que ahora parece estar bajo control. En febrero se decidió el relajamiento de restricciones en seis prefecturas y se aprobó la primera vacuna, de Pfizer. Tokio espera aprobar la segunda en mayo o junio. La media semanal de nuevos casos se ha estabilizado en unos 1.000.
Ha sido en estos últimos meses cuando se han endurecido las restricciones de movimiento y fronterizas, prohibiendo la entrada de extranjeros al país. Esto obligará a celebrar los juegos sin público internacional, con el consiguiente perjuicio al turismo y los ingresos asociados a este evento, unos juegos pospuestos un año a causa de la pandemia que ha atenazado al mundo durante 2020 y que quedarán como escaparate del esfuerzo.
Precisamente, el señor Noriyuki, que perdió a su hija Mai en Okawa, será uno de los porteadores de la antorcha olímpica en los juegos, previstos para julio. El itinerario de la llama del espíritu deportivo también pasará por zonas en proceso de reconstrucción y repoblación. Lugares como Namie, aunque vecinos como Yasutsi Niitsuma, propietario de un restaurante, son escépticos: “La reconstrucción no ha terminado”, dice a un periodista de la agencia EFE.
Japón ha invertido más de 250.000 millones de euros en la reconstrucción de las zonas afectadas por el tsunami de 2011, el tsunami de Tohoku. A este dinero se suman casi 13.000 millones más aprobados en febrero. El plazo de reconstrucción se ha extendido hasta 2031 y se considera que hasta 2050 no se controlará la contaminación nuclear.
10 años después, con un emperador nuevo, Naruhito, la pandemia en contra y la emergencia de potencias como China en su ámbito de influencia geográfica, Japón no solo intenta cerrar las heridas del tsunami