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Coronavirus

El tiempo robado por la pandemia y las primeras veces que no volverán

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Una niña saluda a sus abuelos a través de un cristal.
Una niña saluda a sus abuelos a través de un cristal.

Si, como decía Borges, el tiempo es la sustancia de la que estamos hechos, no habrá persona que no se haya sentido "saqueada" durante este último año. El mismo enemigo invisible que ha apagado miles de vidas y ha arrasado con los usos y costumbres de una sociedad metafóricamente enjaulada, también se ha ensañado con el preciado bien que conforman los segundos, minutos y horas.

El balance de perjuicios ocasionados por la pandemia de coronavirus, cuando se cumple el primer aniversario de la misma, deja una agria y extendida sensación de tiempo robado: infinidad de momentos parecen desaprovechados y cientos de planes debieron ser prorrogados.

Será el propio avance de los días lo que permita llenar con otras vivencias algunos de esos huecos, pero nada podrá hacer el dios Chronos por devolver lo irrecuperable. Las primeras veces que ya fueron, esas, no volverán.

El primer ‘cumple’ y los primeros juegos

En todas las etapas vitales, desde la niñez a la vejez, hay experiencias de esas que están llamadas a ser memorables y que, debido a las circunstancias sanitarias, lo son de un modo muy distinto al que marcaba la vida pre-pandemia.

Al primer tramo de las edades “tocadas” por el coronavirus, que son todas, pertenecen los bebés nacidos entre olas, los niños que pronunciaron sus primeras palabras en un mundo repleto de mascarillas o los pequeños que "soplaron" su primera vela sin la compañía física de todos los que habrían querido estar presentes y que tuvieron que conformarse con vivir ese acontecimiento desde la pantalla de un teléfono móvil.

Es lo que ocurrió en el primer cumpleaños de Adrián, hace ahora un mes:

Adrián, durante su primer cumpleaños

Adrián, durante su primer cumpleaños

“Fue más triste de lo que suele ser un primer cumpleaños. Me hubiera gustado celebrarlo con más gente, con mis amigas y con sus hijos, hacerle una fiesta a lo grande porque es su primer año y es muy bonito, pero no pudo ser. Estuvimos los cuatro, le compré una tarta, le cantamos ‘cumpleaños feliz’ y nada más”, explica Paqui, la madre del pequeño, en una conversación con RTVE.es.

El año próximo, cuando Adrián cumpla dos años de vida, se propone organizarle una fiesta “por todo lo alto”, así que espera que la sociedad haya logrado arrinconar para entonces a una pandemia que también le robó la calle a los niños durante más de tres meses.

La reconquista de los parques, las plazas y los toboganes llegó después, en junio, pero lo cierto es que ser niño en el último año no ha sido fácil; su efusividad, su energía y sus ganas de explorar han chocado a menudo con la retención que caracteriza al clima pandémico.

Álvaro, de seis años, ha echado mucho de menos “estar más cerca” de sus amigos en el ‘cole’ y tuvo que aprender a jugar al ‘pilla pilla’ sin tocar a sus compañeros, mientras que Rodrigo, de cinco, ha echado en falta dar más abrazos a otros niños y hasta le pidió a los Reyes Magos una vacuna. Pensó que quizá eso le permitiría volver a jugar en la calle como lo hacía antes del “cononavirus”.

El primer año de universidad

Probablemente, el recuerdo de los jóvenes —que tuvieron un confinamiento especialmente duro y que siguen padeciendo la contención en un momento que les pide justo lo contrario— quede más marcado por la COVID en el futuro que el de los niños.

Sobre todo, si les ha tocado vivir su primer año de universidad en ese marco tan incómodo y cambiante, como le ocurrió a Gema, una joven de Albacete que se mudó en septiembre de 2020 a Madrid para estudiar Comunicación Audiovisual.

Lo primero que le dijeron al llegar a la Facultad era “todo lo que no podrían hacer” los alumnos durante ese curso y que sí habían tenido “los de atrás”. No hubo recorrido por el campus ni visita a la cafetería junto a los nuevos compañeros; sólo una gélida bienvenida a unas aulas que pisarían muy poco y un primer contacto visual con algunos docentes a los que nunca han visto con el rostro descubierto.

“Yo, el primer día, solo hablé con una chica. Y luego, en las clases ‘online’, la verdad es que todo es muy frío. Te cuesta concentrarte y te pierdes”, cuenta Gema.

Al margen de la actividad puramente académica, las quedadas con los amigos también han estado condicionadas por la situación sanitaria, así que nada de grandes fiestas ni noches de discoteca. También han sido escasas las reuniones en pisos de compañeros y muy contadas las visitas a su ciudad de origen por las restricciones de movilidad y para proteger a sus familiares.

Gema (c), junto a algunos de sus amigos, durante un paseo por Madrid capital.

Gema (c), junto a algunos de sus amigos, durante un paseo por Madrid capital.

“Me da muchísima pena ver lo que nos ha quitado esto. Todos los días, cuando hablamos entre nosotros decimos: ‘madre mía, ¿os imagináis lo que hubiéramos hecho si no hubiera COVID?’. Estamos siempre pensando en todos los sitios a los que habríamos ido”, admite la joven, que cree que en el futuro tendrá un recuerdo “dolorido” de esta época.

“Es que nos habían dicho tantas veces que estos iban a ser los mejores años de nuestra vida… Y yo, en cambio, momentos memorables de este curso me llevo muy pocos. Gente maravillosa sí, pero no hemos podido hacer casi nada”, añade Gema, que tiene toda su “esperanza” puesta en el tercer año de carrera.

Los primeros encuentros de una pareja

La pandemia también deja agravios y ausencias en el terreno amoroso. Más allá de cómo haya repercutido la situación en las parejas ya formadas y consolidadas, resulta fácil afirmar que son muchas las personas que empezaron a conocerse en el momento más duro de esta crisis y a quienes las medidas de contención social les robaron la posibilidad de vivir esos inicios como el cuerpo —y la serotonina— les pedían.

Miguel y Francisco, dos jóvenes granadinos de 18 y 25 años, se conocieron justo antes de que la segunda ola de coronavirus azotara España, todavía durante ese periodo de falso “respiro” que había brindado la época estival. Semanas después, cuando empezaban a afianzar su relación, se disparó la curva, se endurecieron las restricciones, y llegaron los toques de queda, las persianas bajadas de los restaurantes y los cierres perimetrales para complicar sus encuentros.

Esta última medida les afectó especialmente porque, a pesar de que viven en la misma provincia, les separan 70 kilómetros de distancia.

“Me da pena porque, aunque hemos hecho cosas dentro de nuestras posibilidades, podríamos haber hecho muchas más: ir a la playa, a la sierra, escaparnos a otra ciudad a comer…”, lamenta Miguel, que hubiera preferido vivir el inicio del romance en la vieja (muy vieja) normalidad.

El primer parto de una madre

También hay primeras veces de las que marcan en la edad adulta y el parto de una mujer primeriza puede considerarse una de ellas. Si se le añade el “factor” pandemia, lo que deja en la memoria es una vivencia absolutamente excepcional.

“Recuerdo que al salir del hospital lo único que quería era darle un abrazo a mi madre, recuerdo la calle prácticamente vacía y la poca gente que había tenía la cara tapada. Fue muy apocalíptico y muy duro para mí”, relata Carla, que dio a luz en marzo de 2020, con el estado de alarma recién iniciado.

Carla, con Júlia en brazos, al poco tiempo de dar a luz.

Carla, con Júlia en brazos, al poco tiempo de dar a luz.

Ella venía, además, de haber llorado la muerte de su abuela pocos días antes y sin haber tenido la posibilidad de despedirse de ella ni en vida ni en su entierro.

El “calor familiar” le resultaba doblemente necesario en ese momento en el que se cruzaron el duelo, el posparto y la maternidad, pero sólo pudo sentirse acompañada físicamente por su pareja.

Hasta que la pequeña tuvo un mes y medio de vida, ningún familiar la conoció en persona, y casi un año después todavía hay algunos amigos que no han podido hacerle una esperada visita.

El primer beso de una abuela a su nieto

Esa espera que describe Carla la arrastra desde agosto y hasta el presente María Jesús, una mujer de 75 años que aún no ha podido conocer a su nieta Carmen, que nació el pasado mes de agosto.

“Yo vivo en Cartagena (Murcia) y mi hija en Madrid. No pude ir a ver a la niña cuando nació porque tengo problemas de bronquios y era complicado. En Navidad se plantearon venir ellos, pero al final no lo hicieron porque les daba miedo que yo pudiera contagiarme. La verdad es que es muy duro no haberla conocido. Lo estoy pasando muy mal”, confiesa María Jesús, que vive sola y siente los días son “interminables”.

Ella sabe cómo es físicamente su nieta gracias a las videollamadas y a las fotos que recibe, “pero no es lo mismo”.

No la he podido tocar ni darle un beso…”, dice la mujer, que tiene que detener su explicación porque se emociona al contar cómo le está afectando ese duro aplazamiento.

Luego comenta que tampoco ve desde febrero de 2020 al hermano de la pequeña y que ni siquiera está pudiendo disfrutar del resto de sus nietos, que sí viven en Murcia, porque solo se ve con ellos en el exterior y porque evita, por prevención, el contacto físico.

Con tristeza y resignación afirma que nada podrá compensar el haberse perdido, a su edad, tantas horas compartidas con las personas a las que más quiere; mucho menos, el no haber disfrutado de los primeros meses de vida de su última nieta.

Lo que ahora le pide al tiempo María Jesús es que pase rápido hasta que llegue el primer encuentro con Carmen y que no tenga prisa después, cuando al fin la tenga en brazos.