Los inmigrantes de la frontera EE.UU. - México: un viaje desesperado para dejar atrás la miseria
- El enviado especial de RNE, Fran Sevilla, ha seguido los pasos de los inmigrantes y de quienes aprovechan su desesperación
- Familias enteras y menores no acompañados llegan cada día a Brownswile, en Texas.
"Detecto un olor a animal muerto", me dice Eduardo ‘Eddie’ Canales y detiene su camioneta pick up en medio de un camino de tierra, junto a una verja que delimita uno de los enormes ranchos que configuran esta zona en el sureste de Texas, junto al Valle del Río Grande.
Eddie es el director del South Texas Human Rigths Center (Centro de Derechos Humanos del Sur de Texas) y me ha invitado a recorrer la zona con él y un par de voluntarios de su organización para explicarme sobre el terreno la labor que realizan en su intento por ayudar a los inmigrantes que llegan hasta esta inmensa zona deshabitada tras cruzar el Río Grande. Una de las tareas que llevan a cabo es localizar a personas que se han perdido o que se han desorientado. Y también la ingrata misión de buscar desaparecidos cuando un inmigrante, que sus familiares sabían estaba en camino en esa área, no ha vuelto a dar señales de vida. En el sector en el que nos encontramos hay referencias de una persona desaparecida desde el 5 de marzo.
“Buscamos un cuerpo, un cadáver”, me dice Eddie. “Él también –añade, señalando a Patrick, uno de sus colaboradores- ha olido a muerto”. Y ahí comienza el rastreo de la zona en la que empiezan a aparecer entre la maleza algunas prendas de ropa y el zapato de un niño. “Es muy triste, esto es una tragedia”, me dice Benjamin, en un español con fuerte acento estadounidense. Él es de Oregón, a miles de kilómetros, en el otro extremo de Estados Unidos, pero se enorgullece de la labor que hace. Es evidente que por aquí ha pasado un grupo de inmigrantes. Pero, por suerte, no hay rastro de un cadáver: en esta ocasión no hay que lamentar una víctima.
““Detecto un olor a animal muerto. Buscamos un cuerpo, un cadáver”“
Recorremos con Eddie y los dos voluntarios que nos acompañan, Patrick y Benjamin, varios kilómetros a la redonda en los que van comprobando el estado de lo que ellos llaman "estaciones de agua". En realidad son bidones azules de plástico, distribuidos por distintos puntos, sobre los que han pintado con letras blancas la palabra "AGUA", y en los que introducen agua envasada para que los inmigrantes que transitan por esta zona, dirigiéndose hacia el norte, puedan hidratarse. “Esta está vacía. Por aquí han pasado inmigrantes hace poco”, dice Patrick mientras rellena el bidón junto al que nos encontramos.
Cruzando el Río Grande
Desde el Río Grande hasta aquí hay un centenar de kilómetros de monte bajo, de arbustos y cactus, con un clima subtropical. “La falta de agua, la deshidratación –me explica Eddie- es la principal razón de las muertes de inmigrantes en esta zona”. A la orilla del río hay muchas zonas habitadas, aquí apenas hay gente que pueda ayudarles. Resulta triste y frustrante que su vida su trunque aquí, porque ya están en Estados Unidos, en la última fase de su periplo, cuando ya prácticamente habían alcanzado el “sueño americano”, después de haber atravesado todo México y haber cruzado ilegalmente el Río Grande.
Desde el Río Grande hasta la zona en la que nos encontramos. las patrullas de la Guardia Fronteriza (Border Patrol) realizan continuas batidas en busca de los inmigrantes que han entrado ilegalmente. Es un dramático, y a veces mortal, juego al escondite. La frontera de Estados Unidos sigue cerrada a cal y canto para los inmigrantes en aplicación del título 42 que activó Donald Trump alegando una emergencia sanitaria por la pandemia para prohibir la entrada de ningún inmigrante. Esa norma sigue en vigor con la administración de Joe Biden. Así que los 5.000 inmigrantes que en las últimas semanas cruzan a diario la frontera lo hacen ilegalmente, sin papeles migratorios; en esta zona del sureste de Texas lo hacen a través del Río Grande.
“Si tuviera que volver a hacerlo no sé si me atrevería”, me dice Víctor, un hondureño que acaba de cruzar el río junto a otras 25 personas en una balsa inflable de un coyote. “Se veía muy profundo y muy peligroso”, añade Víctor. La noche anterior había llovido intensamente y el caudal del Río Grande había crecido mucho. Él cruzó desde Reynosa, donde llevaba dos semanas con su hija de tres años. Junto a él está Elmer, su mujer y sus dos hijos. Es una familia salvadoreña. “Llevábamos un año y tres meses esperando en Reynosa –me cuenta Elmer- para cruzar legalmente la frontera. Pero no había forma y ya no podíamos esperar más”. Elmer confía en que al ser una familia con dos hijos pequeños una vez que se entreguen a las autoridades no los expulsen sino que se inicie un proceso judicial para obtener asilo.
Hortensia, guatemalteca, y su hija de dos años, aguardan junto a otros inmigrantes, en medio de la maleza, a orillas del río, a que lleguen voluntarios de alguna organización o la misma Guardia Fronteriza y les den algo de agua y comida. “Tenemos sed, tenemos hambre, hemos pasado frío…, necesitamos que nos ayuden”, implora Hortensia.
En otra balsa ha cruzado Rosa, una joven de 22 años, de rostro adolescente, y que carga con una hija de 4 años, Mariluz. Ellas son hondureñas. “Ha sido muy duro”, dice, Rosa. “He pasado mucho miedo”. Para que la niña no tuviera miedo, me explica Rosa, la ha puesto sobre su regazo al cruzar el río, con la cabeza hacia abajo, hasta llegar a la otra orilla, sanas y salvas. Mariluz, a su corta edad, no es consciente de lo que ha significado superar este último tramo de su viaje. Ella ahora se ha juntado con otra niña de otra joven madre, salvadoreña, después de que unos voluntarios les dieran agua, comida y cuadernos y pinturas para colorear. “Pinto al hombre de nieve”, me dice Mariluz enseñándome en el cuaderno la figura de un muñeco de nieve. Ni ella ni su nueva amiga conocen aún la nieve porque en Centroamérica no nieva. Pero utiliza el color azul para colorear al “hombre de nieve”. Luego el rojo, el amarillo… La vida empieza a tener un poco más de dolor para estas niñas.
Niños solos
En la nueva oleada de inmigrantes que arriba a las puertas de Estados Unidos, llama la atención el enorme número de niños solos, que ha alcanzado una cifra récord. Más de 500 menores no acompañados cruzan diariamente la frontera en manos de los ‘coyotes’ y son detenidos posteriormente por la Guardia Fronteriza, que los traslada a sus instalaciones. Pero éstas no están en condiciones para albergar a niños y se ha producido un preocupante problema de hacinamiento, con malas condiciones higiénicas, sin espacio apenas para moverse ni mucho menos para respirar aire puro o jugar, por mucho que hablemos de niños.
El secretario de Seguridad Interior, Alejandro Mayorkas, responsable de las cuestiones migratorias, reconoce que las instalaciones de la Guardia Fronteriza no son adecuadas para acoger a niños. Y mucho menos para albergarlos allí durante varios días, superando incluso el límite legal de 72 horas para que un menor esté bajo custodia de la Guardia Fronteriza. Las autoridades han iniciado la adaptación o construcción de nuevos centros de acogida para poder atender a los menores no acompañados. Hay ahora mismo 20.000 niños solos bajo custodia de las autoridades estadounidenses, 5.000 en instalaciones de la Guardia Fronteriza.
“La anterior administración desmanteló el sistema y estamos tratando de reconstruirlo aceleradamente”, se justifica Mayorkas ante las críticas de los sectores republicanos, del trumpismo y de algunos medios. Quienes trabajan en la frontera reconocen que es cierto, que Trump desmanteló el sistema de acogida, también para menores porque bajo su administración se expulsaba al otro lado de la frontera igualmente a los niños aunque estuvieran solos. Aunque no es menos cierto que la nueva administración no supo anticipar la situación que se avecinaba. Pero Biden ha dejado claro que él no va expulsar a los menores, que lo considera inhumano. “Si hay personas a las que no voy a abandonar a su suerte, es a los niños. De eso no voy a arrepentirme”, dijo Biden, con rotundidad, cuando en su primera rueda de prensa como presidente le preguntaron reiteradamente por esa saturación de menores no acompañados que no paran de llegar.
“Joe Biden: “Si hay personas a las que no voy a abandonar a su suerte, es a los niños. De eso no voy a arrepentirme”“
La decisión de Biden ha servido como aliciente para que los coyotes inciten a los padres centroamericanos a enviar a sus hijos solos, guiados por esos coyotes, a la frontera. Un “servicio” por el que cobran, claro, miles de dólares. Los padres piden préstamos, se endeudan con prestamistas vinculados al crimen organizado y a los traficantes de seres humanos, y envían a sus hijos. Es, sin duda, un terrible círculo vicioso difícil de romper.
Atravesando México
El cúmulo de catástrofes en Centroamérica en el último año, con más huracanes y más devastadores, más inundaciones, terremotos, mayor violencia de maras y crimen organizado, mayor impunidad, mayor abandono de las autoridades, mayor corrupción, se ha unido a la pandemia para arruinar aún más la ya devastada economía y la inseguridad de los habitantes de esos países, especialmente los del llamado Triángulo Norte centroamericano: Guatemala, El Salvador y Honduras. La falta de salidas unida a la creencia de que la llegada de Biden a la Casa Blanca facilitaría la entrada en Estados Unidos, ha llevado a miles de migrantes a empaquetar algo de ropa y emprender el largo y arriesgado camino hacia el norte.
Para llegar a la ansiada frontera tienen que atravesar todo México, de sur a norte. Y esa es una travesía cargada de peligros. Como casi siempre, quienes tienen más recursos pueden pagarse coyotes más caros y viajar en buses. Los más pobres viajan sin coyotes, a pie, encaramándose a trenas de cargo, en destartaladas camionetas. Y son presas fáciles del crimen organizado. Los robos, las extorsiones, las agresiones, incluso los secuestros son, muy a menudo, “accidentes” del camino.
Doblemente peligroso es el periplo a través de México para las mujeres. A los riesgos que afrontan los hombres, ellas tienen que añadir el de las agresiones sexuales y las violaciones. Muchas ya saben, antes de salir, que ese riesgo añadido estará presente en su viaje. Y muchas llevan en su precario neceser “píldoras del día después”, para, en caso de ser violadas, no quedarse embarazadas.
“He visto cómo arrojaban desde el tren a algunas personas o cómo les robaban; he visto como el tren mochaba el pie a un hombre. Hay muchos accidentes, es muy peligroso”, nos cuenta el guatemalteco Elmer que viajó hasta la frontera encaramándose en los techos de trenes de carga. En ocasiones, los funcionarios los obligan a bajar y les exigen una mordida, un soborno, para dejar que sigan el viaje. Lo mismo ocurre con la policía y los agentes de migración. Y cuando llegan a la frontera, en el norte de México, ese es un territorio sin ley. O, mejor dicho, un territorio regido por la ley que marcan los cárteles y grupos de crimen organizado mexicanos. “Esos grupos controlan todo, absolutamente todo lo que cruza la frontera…, como si fuera, no sé, Alemania Oriental”, me explica Adam Isacson, tratando de dar énfasis a ese control absoluto con el ejemplo de una de las fronteras, hoy desaparecida, más controladas y de tintes dramáticos de la historia.
Isacson ha sido voluntario en centros de acogida y es miembro de la organización WOLA, la Oficina de Washington para América Latina, enfocada en la defensa de los Derechos Humanos. “Lo que esperamos en los próximos meses –me asegura Isacson- es una auténtica eclosión en la llegada de familias”. Tal y como está Centroamérica, quien no tiene nada, nada tiene que perder.
“Hay más esperando allá, y van a venir muchos más”, escuchamos cómo le dice a gritos un coyote a un colaborador suyo poco después de cruzar en su balsa el Río Grande con un grupo de inmigrantes a bordo para desembarcarlos en la orilla estadounidense. Tiene que ser en esta orilla, porque si no, no recibiría ese nombre. Es un río que divide, que separa dos mundos. Y como una prueba evidente, como símbolo de que esos dos mundos son diferentes, el río se llama Río Grande en esta orilla, en la otra, la que hace poco han abandonado los inmigrantes, le denominan Río Bravo. Pero se llame como se llame el río, la tragedia de los inmigrantes sigue teniendo el mismo nombre, el mismo color. Algunos de ellos se quedarán en el camino, otros llegarán pero no podrán cruzar, y otros cruzarán pero serán expulsados. No todos podrán conocer la nieve.