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Premio Cervantes

Francisco Brines, un Cervantes en tres poemas

  • El poeta valenciano, de 89 años, no recogerá el Premio Cervantes en Alcalá de Henares debido a su salud

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Día del libro semipresencial y sin discurso del Cervantes por segundo año consecutivo

Cuando Francisco Brines conoció que había ganado el Premio Cervantes recordó cuando le dijo a su madre que quería ser poeta. Se encontraba en el mismo lugar: Oliva (Valencia), refugio donde lleva, de alguna manera, confinado voluntariamente toda la vida. Su delicado estado de salud no le permite acudir a la tradicional entrega del Premio Cervantes en Alcalá de Henares, pero el poeta todavía trabaja en un nuevo libro cuyo título anunciado será Donde muere la muerte.

"Con la poesía he tratado de tantear respuestas, clarificar oscuras emociones y, así, ir tratando de ver con mayor nitidez, con mayor claridad, las oscuridades que nos acompañan en la vida. La poesía tantea las sombras para encontrar un poco de luz”, describe Brines sobre su oficio. Autor de obra breve, cincelada, nada profusa, Brines se define como un eslabón de la tradición, marcado por sus lecturas de Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda. “Somos poetas porque una vez fuimos lectores”, explica en distintas entrevistas del archivo de RTVE.

Manuel Borrás, director de la editorial Pre-Textos, que ha publicado Desde Elca, la antología de Brines escoge tres poemas del Premio Cervantes. "Pese a la dificultad de elegir de un poeta a quien admiro y quiero, estos tres ocupan distintas etapas de su producción", afirma.

"La muerte de Sócrates", de Materia narrativa inexacta (1965)

Después de muchas horas de discusión enfebrecida

proclamaron: «Ha de morir el hijo de la partera,

su elocuente palabra puede conducirnos a todos a la muerte».

Hacía ya tres noches que Atenas comentaba, por boca de los jóvenes,

el entusiasmo que, en la casa de Céfalo, se apoderó de los presentes

al señalarles Sócrates las normas que habrían de regir el nuevo Estado.

Esta fue la razón de que aprobasen, en conciliábulo secreto, la muerte del filósofo,

ya que a su vez todos estaban condenados por la palabra de aquel hombre.

Muy larga fue la discusión, y acalorada, pero también fue noble por parte de unos pocos;

y sólo al argumento de estos últimos, pasados tantos años de aquel torpe homicidio,

debo yo darle vida en mis palabras.

Porque sus corazones eran buenos,

aun advirtiendo en ellos acciones muy confusas

cuyos informes trazos eran fruto de la debilidad del ser humano,

injustos hechos, por no haber alcanzado todavía

aquel conocimiento deseado de la oculta verdad,

y otros sucesos mínimos, no menos deplorables.

Mas repasando ahora sus vidas, otras acciones fueron

las que debieron merecer la gratitud de los conciudadanos,

pues al oído de sus hijos

pusieron como ejemplo a imitar el de aquellos varones.

Esto es cierto, los corazones nobles eran pocos:

la miserable envidia, el temor de perder la preeminencia, ruin resentimiento,

oscuras fueron las razones que impulsaron la muerte.

Pero no en los que digo, tan sólo coincidentes en el miedo a morir,

pues sustentaban la sentencia en una reflexión

que admita, acaso, alguno de vosotros.

Es más, mientras vivieron

sintieron el dolor por la muerte de Sócrates,

el hombre en quien veían al mejor ateniense,

y aún propusieron aplicar, y así lo hicieron, algunas de sus normas.

La creación del nuevo Estado

significaba el sacrificio de los que hubieran alcanzado mayor edad de los diez años,

deportados en masa para labrar la tierra,

porque según los estatutos de la nueva República

la educación viciaba los espíritus todos.

Estimaba el mejor que el sacrificio suyo no importaba

(pues era desasido de los bienes y también de la vida;

digno de figurar, si no al lado de Sócrates, en línea con Glaucón o con su hermano),

pero tenía un hijo de tres años,

tullido de las piernas, y aunque de bella faz,

incapaz de ejercicios gimnásticos;

según la nueva ley,

condenado a morir por vicio natural.

Otras razones personales nos parecen más débiles,

pues alguien defendía la vida de un pariente querido

condenado, sin duda, por ser incorregible su maldad en algunos aspectos de su alma.

Eran siempre razones personales,

como el miedo a morir que a todos dominaba,

o esta extraña razón que algunos expusieron con documentos abundantes:

la calidad de los discípulos,

era inferior, en mucho, a la de Sócrates,

y algunos no llegaban a la altura de los medianos ciudadanos.

Y al repasar la vida y las costumbres de cada uno de ellos

advirtieron que no correspondían la palabra y el acto;

era simulación en ellos la doctrina,

y el hecho evidenciaba la condición hipócrita.

Las razones más nobles de que muriera Sócrates

fueron, pues, éstas (débiles, sin embargo, al sereno entender

de la historia futura):

engendra, muchas veces, acerba crueldad

la mirada del puro,

pues no ve que del justo principio se deriva el error en ocasiones;

y en el ojo del puro se adhiere red tupida

que impide distinguir en los discípulos la verdad del espíritu.

Y sin embargo, Sócrates sabía

que su Estado no habría de existir sobre la tierra,

pues sólo era un modelo de virtud

para ayudar al hombre a que ordenase la conducta del alma.

* * * (Este seco relato de aquel crimen político

lo dejaron por escrito, y hoy se escribe, se escribirá mañana,

al cumplirse cien años del oscuro homicidio).

Leemos al poeta Francisco Brines en su 89 aniversario - Ver ahora

"El porqué de las palabras", de Insistencias en Luzbel (1977)

No tuve amor a las palabras;

si las usé con desnudez, si sufrí en esa busca,

fue por necesidad de no perder la vida,

y envejecer con algo de memoria

y alguna claridad.

Así uní las palabras para quemar la noche,

hacer un falso día hermoso,

y pude conocer que era la soledad el centro de este mundo.

Y sólo atesoré miseria,

suspendido el placer para experimentar una desdicha nueva,

besé en todos los labios posada la ceniza,

y fui capaz de amar la cobardía porque era fiel y era digna del hombre.

Hay en mi tosca taza un divino licor

que apuro y que renuevo;

desasosiega, y es

remordimiento;

tengo por concubina a la virtud.

No tuve amor a las palabras,

¿cómo tener amor a vagos signos

cuyo desvelamiento era tan sólo

despertar la piedad del hombre para consigo mismo?

En el aprendizaje del oficio se logran resultados:

llegué a saber que era idéntico el peso del acto que resulta de lenta reflexión y el gratuito,

y es fácil desprenderse de la vida, o no estimarla,

pues es en la desdicha tan valiosa como en la misma dicha.

Debí amar las palabras;

por ellas comparé, con cualquier dimensión del mundo externo:

el mar, el firmamento,

un goce o un dolor que al instante morían;

y en ellas alcancé la raíz tenebrosa de la vida.

Cree el hombre que nada es superior al hombre mismo:

ni la mayor miseria, ni la mayor grandeza de los mundos,

pues todo lo contiene su deseo.

Las palabras separan de las cosas

la luz que cae en ellas y la cáscara extinta,

y recogen los velos de la sombra

en la noche y los huecos;

mas no supieron separar la lágrima y la risa,

pues eran una sola verdad,

y valieron igual sonrisa, indiferencia.

Todo son gestos, muertes, son residuos.

Mirad al sigiloso ladrón de las palabras,

repta en la noche fosca,

abre su boca seca, y está mudo.

"Donde muere la muerte" (2013)

Donde muere la muerte,

porque en la vida tiene tan sólo su existencia.

En ese punto oscuro de la nada

que nace en el cerebro,

cuando se acaba el aire que acariciaba el labio,

ahora que la ceniza, como un cielo llagado,

penetra en las costillas con silencio y dolor,

y un pañuelo mojado por las lágrimas se agita

hacia lo negro.

Beso tu carne aún tibia.

Fuera del hospital, como si fuera yo, recogido

en tus brazos,

un niño de pañales mira caer la luz,

sonríe, grita, y ya le hechiza el mundo,

que habrá de abandonarle.

Madre, devuélveme mi beso.

El poeta Francisco Brines gana el Premio Cervantes 2020