Artena, un pueblo italiano sin vehículos a motor en el que los protagonistas son los mulos
- Los animales se encargan de la recogida de basuras y la llegada de suministros
- Su centro histórico es el más grande de Europa en el que los vehículos a motor están prohibidos
Llegar a Artena desde Roma es rápido y sencillo. Está a poco más de 50 kilómetros y tiene buenas comunicaciones, pero no es un pueblo muy conocido entre los locales. De historia anda sobrado. Antiguamente le llamaban el pueblo de los bandidos. Así lo bautizó el papa Pío IV, allá por el siglo XVI, como castigo por albergar a los Colonna, una familia noble y rica enemiga del papa. Entonces no se llamaba Artena, se llamaba Montefortino. El nombre actual se lo dio en 1873 el rey Victor Manuel II, quizás para borrar su pasado más oscuro.
Artena asoma en lo alto de una montaña escarpada, llena de barrancos, sobre el valle que delimita el río Sacco. El paisaje no puede ser más idílico. Antes de llegar al centro histórico, en la entrada, una escultura de un hombre con un mulo da pistas de lo que se espera.
Este pueblo presume de tener el centro histórico donde están prohibidos los vehículos a motor más grande de Europa. Son 12 kilómetros de callejas empinadas, casas en lo alto, pavimento empedrado. La pregunta que todos nos hacemos es: si no entran los coches, ni las motos, ¿cómo hacen para cargar los pedidos del bar?, ¿quién te sube a casa la leña en invierno?, ¿cómo cambio la lavadora vieja por una nueva?
“El pueblo de los mulos”
Nada más llegar a la zona que delimita el casco histórico, nos encontramos con Francesco que guía a Pastora, Mela (Manzana, en italiano) y Gioia (Alegría, en italiano), las tres mulas a las que hoy toca la recogida de basuras.
Francesco es, de momento, el último de una generación, los Bucci, que lleva desde 1910 poniendo los mulos al servicio de la comunidad de Artena. “Empecé con 18 años”, afirma. Ahora tiene 29. Primero acompañaba a su abuelo, ahora a su padre, pero es él el que lleva el peso del negocio.
Su mujer está esperando un bebé y al preguntarle si seguirá la tradición, responde: “Espero que no, pero no lo voy a impedir si él o ella quiere”, porque el trabajo es sacrificado. La jornada comienza en torno a las tres y media de la mañana y termina pasado el mediodía.
Los mulos --en este caso, las mulas--, se encargan diariamente de la recogida de basuras puerta a puerta con un calendario estricto. Por eso, según explica Francesco, las mulas saben perfectamente qué día toca cartón o plástico, y qué día toca el vidrio, que es más pesado. Ese día, ralentizan el paso por las callejas.
Pastora, Mela y Gioia forman parte del paisaje y son como de la familia. Muchos vecinos les esperan tras la puerta con una zanahoria de premio, un azucarillo. Se dejan querer.
En Artena el tiempo pasa más despacio. Los lugareños presumen de buena salud. “Pregúntame cuántos años tengo”, dice una vecina, y ella misma responde: “80, ¿a qué no lo parece? Mi marido tiene 92 y anda por ahí, dando un paseo”, añade.
Un paseo que tiene mérito porque aquí todo son cuestas. Hay calles con un desnivel del 40% y todo son escaleras. “Es un entrenamiento diario”, asegura otra mujer, también octogenaria, mientras otros vecinos cargan la compra diaria o un saco de cemento para unas obras. Así es la vida en Artena.
“Hace falta pasión para estar en este negocio”
Augusto Angelini regenta el bar que está en lo más alto del pueblo. Las mulas cargan con la leña, el pellet, para calentar las casas en invierno. En el bar se acumula una gran cantidad de basura, entre botellas de cristal, plásticos y cartones, y sin los animales sería imposible.
Artena tiene 13.600 habitantes, pero en el centro histórico viven en torno a 1.800 personas, que consumen, que generan desechos, que se mueven, y todo ello se carga a lomos de los mulos. Recorren diariamente 22 kilómetros y la carga máxima puede llegar a 200 o 300 kilos de peso, pero Francesco intenta que no superen los 120 kilos. Se preocupa por sus mulas y, además, no es fácil encontrar animales de esta especie para sustituirlos.
Pasado el mediodía, Francesco recoge a sus mulas camino del prado, donde les espera la comida y el reposo. Allí les libera de las pesadas alforjas, de 40 kilos cada una, y se juntan con el resto. En total, los Bucci tienen ahora 12 animales adiestrados para cargar con lo que haga falta, aunque una de las mulas padece una especie de artrosis y ya no sirve para trabajar.
Francesco no quiere venderla, sabe que la sacrificarán en pocos días. Afirma que ya se ha ganado el descanso y que se quedará allí hasta que le llegue su hora final. “Hace falta pasión para estar en este negocio”, confiesa Francesco, cuyas razones se entienden al ver cómo acaricia a sus animales.