Alzhéimer, el tango del olvido agravado por la pandemia
- Más allá del impacto directo de la COVID-19, las restricciones han agravado los síntomas de personas con demencia
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Pocas cosas hay en el mundo que le gusten tanto a Gabino como un tango de Carlos Gardel. Tal vez, como buen riojano, alguna copla o algún pasodoble de Pepe Blanco, con los que tantas veces alimentó su nostalgia de emigrante durante los 21 años que vivió en Argentina. Será por eso que ahora, debido a uno de esos extraños mecanismos de la enfermedad que padece, estas canciones se han convertido en el vínculo más poderoso que le mantiene unido a la persona que un día fue. No recuerda el nombre de la mayoría de las cosas, ni siquiera el de sus hijos; pero es capaz de interpretarlas de principio a fin.
Desde hace cuatro años y medio, el cerebro de Gabino se ha visto golpeado por una tormenta implacable. Los síntomas comenzaron de una manera muy sutil, con pequeños olvidos que poco a poco se fueron haciendo cada vez más habituales. Como además tenía antecedentes familiares, su esposa María no tardó en buscar opinión médica, y aquellas sospechas terminaron por materializarse en un diagnóstico demoledor: alzhéimer.
Durante los primeros tres años, el desarrollo de la enfermedad fue constante, pero también relativamente lento. Sin embargo, coincidiendo con la irrupción de la pandemia de COVID-19 y el posterior confinamiento, esa precaria estabilidad se desmoronó. "El proceso que él venía siguiendo era progresivo, pero la caída en picado surgió a partir del confinamiento. La pandemia supuso para él una evolución rapidísima de la enfermedad, un retroceso, un meterse en sí mismo", describe María.
Especial debilidad de las personas con alzhéimer
Cada vez son más las evidencias que apuntan a una relación entre el coronavirus y un deterioro cognitivo grave, como la aceleración de los síntomas del alzhéimer. Sin embargo, más allá del impacto directo del virus y de procesos a largo plazo puramente biológicos, que solo podrán comprobarse con el paso de los años, lo cierto es que la pandemia de COVID-19 se ha ensañado con los enfermos de alzhéimer desde el primer momento, algo que podría obedecer a razones psicológicas y, sobre todo, sociales.
Las personas con alzhéimer han sido uno de los colectivos más castigados por la crisis de salud pública en la que España lleva sumida desde marzo de 2020, con un número "desproporcionado" de fallecimientos, en palabras de Juan Fortea, del Hospital de la Santa Creu i Sant Pau de Barcelona y coordinador del Grupo de estudio de demencias de la Sociedad Española de Neurología (SEN). Varios motivos podrían explicar esta especial debilidad. "El primero es que las personas que tienen demencia con alzhéimer son las más mayores, con lo cual eran un grupo de riesgo", explica este neurólogo, quien añade una segunda razón: "También por consideraciones sociales, ya que la demencia es la principal causa de institucionalización en residencias, y el COVID ha arrasado las residencias".
No fue el caso de Gabino, ya que cuando el nuevo virus apareció y se coló en estos centros dejando un rastro de muerte a su paso, él se encontraba viviendo junto con María en el domicilio familiar de Lardero, un municipio limítrofe con la ciudad de Logroño. Gabino cumplirá 84 años en septiembre, mientras que su esposa tiene 67 años, una diferencia de edad que ha ayudado a que María pueda soportar la pesada carga que supone asumir sus cuidados en el propio hogar. “Le he hecho de enfermera, de madre, de todo... Porque el alzhéimer le ha dejado como un niño”, asegura.
Durante los primeros compases de la pandemia, coincidiendo con el inicio del estado de alarma que cerró España a cal y canto y confinó a millones de personas en sus casas, Gabino y María se contagiaron de COVID-19 y fueron ingresados en el hospital San Pedro, con apenas un día de diferencia. Les pusieron en la misma habitación, para que ella pudiese cuidarle. "Tenía que estar constantemente pendiente de él porque se arrancaba los goteros y quería irse a casa. Necesitaba una persona que lo controlara constantemente. No quería ni comer, porque no le gustaba la comida...", cuenta María, que prefiere no imaginarse lo que una situación así hubiese supuesto para él si ella no hubiese estado a su lado.
Afortunadamente, la neumonía bilateral de ambos no pasó a mayores y el ingreso solo duró diez días, después de lo que volvieron a casa, donde se encerraron para pasar un confinamiento estricto. Ni siquiera salieron para hacer la compra, de la que se encargó su hija. Un aislamiento que se ha prolongado prácticamente hasta la actualidad, ya que las relaciones sociales han desaparecido desde entonces. "Cuando terminó el confinamiento, no conocía ni siquiera a los vecinos, después de más de dos décadas viviendo en el barrio. Al principio, se olvidaba del nombre de las personas y las reconocía por el rostro, pero es que ahora clarísimamente cada cara le suena a nueva", describe María, quien añade otro motivo importante que ha contribuido a que Gabino se encierre todavía más en sí mismo: "Ya no le gusta relacionarse con la gente, porque él ve que no puede hablar. Quiere explicarse y decir las cosas, pero no encuentra las palabras, y se da cuenta de que no puede seguir las conversaciones".
Aislamiento social
El confinamiento representó el verdadero punto de inflexión para la enfermedad de Gabino, que se vio atrapado dentro de una doble burbuja. "Ha habido un aislamiento social tremendo de los pacientes con demencia, con un impacto muy grande de todo lo que ha sido el confinamiento, el cierre de residencias, la reducción de interacciones sociales…", reflexiona el neurólogo Juan Fortea. "Todavía hoy, cuando casi todos estamos vacunados, se debate sobre si los menores pueden entrar en las residencias. Esto lo que significa es que esas personas, cuyo principal problema es la soledad y el aislamiento, no pueden ver a sus nietos, por ejemplo. Es un sufrimiento emocional muy importante para ellas", agrega.
Ahora, casi un año y medio después del estallido de la pandemia, Gabino pasa la mayor parte del día sentado en un sillón, en el salón de su domicilio, porque "dentro de su casa es donde se siente más tranquilo y protegido". Además, cuenta con los agravantes de su sobrepeso, la avanzada edad y el estar operado de las dos rodillas; factores que provocan que el solo hecho de caminar se convierta en un suplicio.
Antes de que irrumpiese el coronavirus, Gabino acudía a un centro de la Asociación de Familiares de Enfermos de Alzheimer (AFA) en Logroño, una institución para la que María solo tiene elogios: "Le vino muy bien el contacto con personas de su edad, el estar más distraído; la paciencia de los monitores, que saben perfectamente cómo tratar a cada uno… Él veía ir allí como una cosa entretenida, como ir al colegio".
Deterioro de la enfermedad
Después del confinamiento siguió acudiendo al centro de AFA, pero su deterioro se agudizó hasta tal punto que tuvieron que cambiarle de grupo, porque ya no podía seguir el ritmo. Aunque el nuevo grupo más avanzado también resultó insuficiente para atender sus necesidades, y desde hace cinco meses va a un centro de día, algo que hace "relativamente contento". “Como casi todos los cuidadores de enfermos, yo empecé a sufrir una depresión, mucha angustia, estrés… Me pasaba todo el día llorando. Dormía mal e incluso me empezaron a medicar", manifiesta María para describir cómo vivió aquellos momentos en los que el avance de la enfermedad de su esposo le obligaron a adoptar una serie de decisiones que no siempre resultaron fáciles.
"Mi marido está apuntado ya para una residencia, y en el momento en el que empeore un poco más, irá allí. Físicamente yo tengo un límite y quizá estoy muy cerca de sobrepasarlo, y lo que puede ocurrir es que a mis hijos les quede un padre con alzhéimer ingresado y una madre en casa a la que tener que atender. No quiero ser una carga para ellos como mi marido lo es para mí", confiesa con evidente amargura, aunque insiste en que "mientras él se sienta a gusto en su casa, cómodo en su sillón, lo retrasaré todo lo que pueda".
Cuando no está en el centro de día, Gabino pasa la mayor parte del tiempo sentado en el salón de su casa. Hay pocas cosas ya que consiguen entretenerle, pero una de ellas es la música. Siempre le gustó cantar, e incluso llegó a grabar un CD, interpretando las canciones de sus artistas favoritos. Por encima de todos, Carlos Gardel y Pepe Blanco. María le pone el disco una y otra vez, y él reconoce su propia voz y se arranca a cantar, porque asombrosamente recuerda las letras de principio a fin. Y por un momento, cuando lo hace, vuelve a ser el Gabino que un día fue.