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'Queridos camaradas', el verano invencible de Javier Reverte

  • Con motivo del primer aniversario de su muerte, el pasado 31 de octubre, se publica el segundo de sus libros póstumos
  • Escrito "a saltos" entre 2005 y 2020, es una "suerte de autobiografía" dedicada a aquellas personas a las que amó

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Imagen de archivo del escritor Javier Reverte.
Imagen de archivo del escritor Javier Reverte.

El estallido de la pandemia coincidió para Javier Reverte con el regreso de una enfermedad que apenas le concedería ocho meses antes de obligarle a emprender el que sería su viaje definitivo. A mediados de febrero de 2020, le comunicaron que había vuelto a reproducirse un tumor maligno que ya le habían extirpado con éxito tiempo atrás, y de pronto se vio cercado por una doble amenaza, la que le consumía por dentro y la que asolaba el mundo con la voracidad de una plaga. Pero en aquella espiral de oscuridad él se refugió en la literatura, como había hecho siempre, y con la determinación de un contrarrelojista consiguió finalizar tres obras, que se publicarían de manera póstuma. Junto a la novela Hombre al agua, Reverte terminó el libro de memorias Queridos camaradas, en el que se centra esta reseña; y también dejó preparado un último relato de viajes sobre Irán y Turquía, que verá la luz en 2022.

"En medio del invierno aprendí por fin que había en mí un verano invencible", esta cita de Albert Camus es una de las tres con las que Javier Reverte comienza su libro de memorias, escrito "a saltos" entre 2005 y 2020. Como él mismo la define, Queridos camaradas es una "suerte de autobiografía"; aunque por encima de todo es el epílogo de alguien que es consciente de que el final está ya muy cerca y decide aferrarse a sus recuerdos para salvarlos del naufragio de la muerte. Es en ese momento, mirando ya de frente al abismo, cuando descubre que ama la vida más que nunca, y no quiere que el rastro de sus pasos se desvanezca igual que lágrimas en la lluvia. "Camino entre dos precipicios, y dentro de un par de generaciones es probable que nadie sepa algo sobre quién fui", afirma.

Portada del libro 'Queridos Camaradas -Una vida-'.

Portada del libro 'Queridos Camaradas -Una vida-'. PLAZA & JANÉS

La primera parte del libro está dedicada a su niñez, que se desarrolla en un Madrid de posguerra que "olía a orines y a estufas de carbón". Fue en los cines de esta ciudad desvencijada donde aprendió el verdadero valor de la vida, que junto con la literatura forjarían el hombre que años más tarde llegó a ser. "Soy hijo de los mitos griegos y del western", se describe a sí mismo, como el resultado mestizo de Ulises y Errol Flynn.

Periodista, pero por encima de todo escritor y viajero, los cines de sesión continua inculcaron en él un amor por la aventura que ya no le abandonaría nunca, y permitieron que aquel niño de alma intrépida pudiese ser trampero en Alaska, cazador en África, pistolero en el Oeste, pirata en los mares del Sur, oficial inglés en la India… También le contagiaron del espejismo inalcanzable que persiguió hasta el último suspiro, el de la belleza, "una virtud que te redime de la presencia de la muerte, aunque sean las dos caras de una misma moneda".

La infancia, ese territorio del alma donde el tiempo no existe, dio paso a una adolescencia conflictiva, en una España "atemorizada y convertida en un páramo intelectual". Pero la vida era una aventura, como había aprendido de Joseph Conrad, y él era un joven invencible con el mundo entero por construir, aunque también un pésimo estudiante y un seductor muy torpe. Hasta que conoció al amor de su vida, Chelo, la mujer a la que "no le importaban sus fracasos”, y de la que ya no se separó.

El periodismo como legado familiar

“No sabes en lo que te metes”, le dijo su padre cuando Javier le confesó que quería ser periodista y continuar así con el legado familiar que había iniciado su abuelo materno, Manuel Reverte, y que después prolongaron el propio padre, sus hermanos Jorge e Isabel, tres tíos y tres primos. Acudió a la Escuela Oficial de Periodismo, unos estudios que compaginó con la carrera de Filosofía, y pronto aprendió que en la profesión que había escogido solo vales lo que vale tu último reportaje, como seguramente escuchó más de una vez a su gran amigo Manu Leguineche en los pasillos de Torrespaña, o tal vez se lo dijo jugando al mus en alguna tasca de mala muerte de Madrid, o mientras cebaba el anzuelo en las aguas de Garrucha, o quizá delante de un cordero asado en Brihuega.

Javier Reverte nunca sintió excesiva vocación periodística, como admite en su libro. Él siempre quiso ser escritor, aunque al menos el periodismo le permitía viajar y “asomarme a muchos balcones del mundo y del alma”. Demasiadas veces hizo suya aquella afirmación de Bismarck, quien sostenía que “el periodista es tan solo alguien que se ha equivocado de oficio”. Un oficio lleno de miserias y de grandeza, del que conoció su "fauna más o menos cochambrosa", y que terminó por hacerle perder la fe en el ser humano, aunque después la recuperase durante el asedio de Sarajevo, donde pudo comprobar cómo el coraje de sus habitantes triunfaba sobre la lluvia de odio y fuego que caía desde las montañas.

África, el "centro del universo de sus sueños"

El flechazo africano le llegó tarde, con casi medio siglo de edad, pero cayó rendido ante este continente desde el primer instante. Lo descubrió gracias a otra trotamundos sin remedio, Cristina Morató, que le invitó a acompañarla en un viaje periodístico por recomendación del propio Manu Leguineche. A Javier le bastó con descender por las escalerillas del avión para darse cuenta de que aquel era el "centro del universo de sus sueños", y recorrió Uganda, Kenia y Tanzania convertido en un mzungu; contemplando fascinado aquella explosión de vida con los mismos ojos infantiles que brillaban frente a la pantalla, muchos años atrás, en la penumbra de los cines de Chamberí. Decía Hemingway que África nos devuelve al niño que fuimos, y eso es precisamente lo que le sucedía a Javier Reverte cada vez que la visitaba.

Después llegó el inesperado éxito comercial, que le permitió conocer aquellos lugares del mundo con los que siempre había soñado. "Viajar es de alguna manera como leer y escribir", comparaba, satisfecho por haber conseguido materializar uno de sus mayores anhelos: "vivir literariamente".

Pero con el tiempo también llegaron las operaciones quirúrgicas, la decadencia física, el cáncer… Javier Reverte nunca dejó de viajar, aunque se refugió durante los últimos años de su vida en Valsaín, un pequeño pueblo de la provincia de Segovia, donde buscó la intimidad creativa y, sobre todo, el paraíso añorado de su infancia. "Me hace feliz sentirme extraviado, como cuando me perdía de niño en los bosques de Valsaín", confiesa. Quizá ese fue el principal motivo que le empujó a viajar de manera compulsiva desde que tuvo uso de razón, y que solo un virus que puso el mundo patas arriba, y después una enfermedad incurable, lograron aplacar.

El otoño siempre fue su estación preferida, y en aquel rincón de la Sierra de Guadarrama pudo disfrutarlo en toda su intensidad, con su manto rojizo cubriendo los robles y los castaños, con una tenue neblina abriéndose paso entre los pinos, confiriendo un aspecto irreal a aquellos paisajes, como sacados directamente de un sueño. Fue allí donde escribió una parte importante de su libro de memorias, y tal vez también fue allí donde, cuando llegó el invierno, pudo descubrir el verano invencible que habitaba dentro de él.