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Análisis

Las réplicas del terremoto de la URSS

  • Treinta años después el derrumbamiento de la URSS sigue teniendo consecuencias
  • Las guerras en el Cáucaso, en Ucrania, la anexión de Crimea, la tensión con la OTAN son algunas de las réplicas

Por
30 años de la caída de la URSS

En diciembre de 1990 no sabíamos que a la URSS, la Unión de Repúblicas Soviéticas, le quedaba solo un año de vida. Se iba a deshacer como un azucarillo aquel coloso que se repartía el mundo con los Estados Unidos de América. Comunismo contra Capitalismo. Moscú contra Washington. En diciembre de 1990 la noticia era la Perestroika y la Glasnost, las políticas de apertura que había emprendido Mijail Gorbachov.

Especial Perestroika

Y a Moscú fuimos varios equipos de los Servicios Informativos de TVE aquel diciembre de 1990 para un Especial Perestroika. A mí me tocó hacer dos reportajes: sobre cómo estaba cambiando el mundo de la cultura y el de la prensa. Y fue un shock. Había estado en Praga hacía un año, también en diciembre, en la caída del régimen y la ascensión de Vaclav Havel, pero lo que encontré en Moscú superó todo lo visto en Checoslovaquia.

Era infinitamente más gris y el contraste con mi cultura occidental mucho mayor. Descubrí que por bueno que fuera el traductor no bastaba con traducir las palabras, si se carecía de los conceptos.

El camino hacia la disolución de la URSS: de la Perestroika de Gorbachov a las revueltas de las repúblicas socialistas

Conceptos como las leyes del mercado, oferta y demanda, la relación inversión-beneficio, les eran ajenos. Estaban convencidos de que la democracia los haría libres y también ricos. Sin mayor esfuerzo y sin perder las garantías, pobres, pero garantías, de subsistencia que les daba aquel sistema moribundo.

En aquel diciembre de 1990 de estanterías vacías y colas larguísimas ante las tiendas -todas iguales- para conseguir algo, lo que fuera, la noticia acuciante era el desabastecimiento. Y aquel líder aclamado en occidente que fue Mijail Gorbachov, junto con su esposa Raisa, era un apestado en su país. Por la crisis económica.

Treinta años después lo sigue siendo para los rusos. Porque Gorbachov no encarna la apertura y la democratización, sino la rendición, el derrumbe, la debilidad, la humillación de pasar de ser un imperio que le hablaba de tú a tú a los EEUU, a un paria en la escena internacional. Sin ese sentimiento profundo, visceral, de los rusos, acrecentado durante la presidencia de Boris Yeltsin, no se puede entender el apoyo popular a Vladímir Putin. Putin es el vengador de aquella humillación.

El Kremlin y las fronteras

Si hubiesen cuidado de las fronteras como de las murallas del Kremlin, otro gallo nos cantaría”, suspiró Karina, la productora y amiga de la corresponsalía de RTVE en Moscú, tras un bloqueo surrealista, soviético, para entrar en el Kremlin, a pesar de ir invitadas por el ministro de Exteriores. Mayo de 1999. Una de las muchas sentencias acertadas que Karina suelta de vez en cuando como si nada.

Cuando Gorbachov rubricó el final de la URSS en diciembre de 1991 el desmembramiento de las quince repúblicas ya se había producido. Había empezado con la independencia autoproclamada en las tres repúblicas bálticas, lo cual no fue ninguna sorpresa, eran las incorporaciones forzadas más recientes, durante la Segunda Guerra Mundial. Lo determinante fue la elección de Boris Yeltsin como presidente de Rusia y su proclamación de soberanía.

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La independencia unilateral de Ucrania fue la puntilla. Solo quedaba aceptar que la URSS ya no existía. Desaparecida oficialmente aquella Unión (de repúblicas socialistas soviéticas) Yeltsin pretendió liderar un nuevo ente que la sustituyera, pero Ucrania rechazó cualquier supeditación a Moscú. Y sin Ucrania no hay “Gran Rusia”.

Treinta años después de aquellas independencias siguen produciéndose efectos.

El soviético no fue un imperio de expansión exterior, como el español, el portugués, el francés o el británico. Fue un imperio interior que se hundió sin una guerra entre las quince repúblicas reconocidas, cuatro de ellas con arsenal nuclear. La sangre vendría luego.

La URSS, Rusia y el vecindario

Durante siete décadas la URSS aglutinó multitud de nacionalidades, lenguas y religiones. Con la democratización y disgregación salieron a la superficie las tensiones identitarias y agravios históricos. Los años inmediatamente posteriores a la caída de la URSS fueron una lección acelerada de historia de Europa, el Cáucaso y Asia Central para todo una generación de periodistas de la que formó parte: Georgia, Abjasia, Nagorno-Karabaj, Armenia, Azerbaiyán, Chechenia, KabardinaBalkaria, Osetia del Norte y del Sur, Moldavia, Transnistria, Crimea…

La Federación Rusa, la mayor y más rica con diferencia de aquellas repúblicas es la heredera de la URSS. De sus extraordinarios recursos naturales, de su arsenal nuclear y de su orgullo y voluntad geoestratégica. Y cualquier gobierno ruso comparte una convicción: tras la caída de la URSS los Estados Unidos y Europa no han jugado limpio.

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Muerta la URSS, el Pacto de Varsovia (la alianza militar con sus satélites) se disolvió también. La OTAN, sin embargo, su archienemigo, ha crecido y ha llegado a la frontera de Europa con Rusia, Bielorrusia y Ucrania. Igual que la Unión Europea. Dentro están las tres repúblicas bálticas y los países que fueron satélites soviéticos: Polonia, Hungría, Chequia, Eslovaquia, Bulgaria y Rumanía.

Estos países, a su vez, lideran la línea dura de la UE ante cualquier conflicto con Rusia y han aceptado con brazos abiertos la implantación de sistemas defensivos, que Rusia ve como ofensivos, amenazas. Aquel imperio interior se siente acosado por Occidente, y con Vladímir Putin reivindica lo que considera su zona de influencia, sin escatimar en medios, alianzas ni el uso de la fuerza. Lo hemos visto en Georgia y más recientemente en el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán en Nagorno-Karabaj.

Ucrania. La gruesa línea roja

Ucrania es sin duda alguna la prueba evidente de que el terremoto que fue la desintegración de la URSS sigue teniendo réplicas treinta años después.

Su acercamiento a la Unión Europea en 2014 fue el “hasta aquí hemos llegado” de la paciencia rusa de Putin. En estos casi ocho años Rusia anexionó la península de Crimea (base naval en el Mar Negro, el Mediterráneo) y mantiene una guerra no reconocida en el este de Ucrania, de mayoría rusófona y pro-rusa.

Ucrania era la segunda república en importancia de aquella URSS y, sobre todo, es la cuna de la mitología del Gran Rus. En la web del Kremlin, el pasado 12 de julio, el presidente Putin firmó un larguísimo artículo invocando la historia para reivindicar su política en Ucrania.

Empieza así: “Quiero enfatizar que el muro que ha aparecido entre Rusia y Ucrania, entre dos partes que lo que es esencialmente el mismo espacio histórico y espiritual, es para mí la mayor desgracia y tragedia común. (...) Rusos, ucranianos y bielorrusos descienden todos del Antiguo Rus, que fue el mayor estado de Europa”, y termina, después de un extenso repaso histórico, así: “Tengo la confianza de que la verdadera soberanía de Ucrania sólo es posible en asociación con Rusia. Nuestros lazos espirituales, humanos y de civilización se han formado a lo largo de siglos y tienen su origen en las mismas fuentes, han estado sometidas a pruebas, logros y victorias comunes”.

El hundimiento de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas sigue teniendo consecuencias hoy en nuestro vecindario. Y se le han sumado dos nuevos actores internacionales: Turquía y China.