La travesía de Valentina y las abuelas de Ucrania
- Valentina tiene 90 años, es sorda y ha cruzado la frontera con su nieta y sus dos gatos
- Las personas mayores no quieren abandonar su vida en Ucrania: "No tenemos ya una vida por delante"
- Sigue la última hora del conflicto entre Rusia y Ucrania en directo
Valentina no se deja observar, enseguida lo nota y comienza a mover las manos como si quisiera hablar con todas las personas que la rodean en la desbordada estación de trenes de Budapest, convertida desde hace una semana en el punto de transbordo de refugiados provenientes de Ucrania. Tiene 90 años y ha llegado hace tres días a Hungría, pero aún le queda mucho recorrido por hacer hasta llegar a su destino en Grecia, país donde tiene a familiares y conocidos. Su sonrisa mellada destaca en un rostro envuelto por un pañuelo azul con estampados de flores rosas. Sus expresivos ojos transmiten gratitud a las voluntarias que le llevan un café caliente. Mueve la cabeza asintiendo para luego agitar las manos en un intento de hacer entender sus dudas. Balbucea y se frustra incapaz de explicarse.
"Es mi abuela y es sorda", explica su nieta Karina, que pregunta por la hora de salida de su tren para Rumania, que será su siguiente parada. Tiene 29 años y la ha acompañado durante todos estos días de exilio. Las dos juntas con sus dos gatos huyeron de Odesa hace seis días. "Estamos cansadas, llevamos muchos días de viaje", asegura la joven.
Cuando su nieta pronuncia Odesa es como si le leyese los labios. Odesa es la perla del Mar Negro que representa los lazos y conflictos entre rusos y ucranianos. En los últimos días, es uno de los puntos donde se ha recrudecido el conflicto y cuenta con el principal puerto ucraniano en el Mar Negro por lo que si los rusos toman la ciudad, Ucrania se quedaría sin su puerta al mar y a la exportación de trigo o centeno.
Huida hacia la salvación con una mochila y algunas fotos
Valentina se da cuenta de que su nieta se emociona al contarnos que su hermano, su marido y su padre se han quedado para "luchar contra la invasión". Se seca las lágrimas con un pañuelo, unas lágrimas tan cristalinas que apenas son apreciables sobre sus nacaradas mejillas. Abrazada a su bolso de cuero negro, se sienta junto a sus pertenencias e indica con el dedo el transportín con los dos gatos dentro, uno negro y otro blanco. Resulta imposible hablar con ella por lo que nos conformamos con solo observarla. Es un torrente de emociones y pasa de la sonrisa al llanto en cuestión de segundos. "Estamos muy cansadas. Llevamos muchas horas de viaje", dice la nieta.
El cuerpo delgado de la anciana está protegido por un abrigo marrón de las gélidas noches de Budapest. Su travesía ha sido como la de muchas personas: horas y horas esperando en la estación de tren para conseguir un hueco hacia la salvación. "La verdad es que todo el mundo nos ha tratado bien porque ella es muy mayor", cuenta Karina. Lleva una maleta amarilla. Asegura que su abuela no la dejó salir solo con una mochila, quería llevarse recuerdos de toda una vida.
Las organizaciones locales que atienden en las estaciones de tren en Hungría aseguran que al principio veían a más mujeres y niños, pero a medida que avanzan los días llegan más personas mayores a las estaciones. "Muchos no querían dejar su casa", asegura la joven. Le costó convencer a su abuela y no fue consciente del peligro de quedarse hasta que las sirenas antiaéreas no sonaron varias veces al día. “La tuvimos que sacar a la calle para hacerle ver el humo y el rastro de los bombardeos y explicarle que nuestra vida corría peligro”, concluye.
"Las personas mayores no queríamos salir del país"
Cuando nos ven hablar con ella, se nos acerca Natalia. Ella tiene 69 años y nos pide hablar. "Tengo mucho que decir" y es como si notara que su paisana no puede hacerse entender. "Las personas mayores no queríamos salir del país, teníamos nuestras casas. Además, no tenemos nada que perder, no somos como los jóvenes que tienen toda una vida por delante", relata ante el micrófono de RTVE.es. Es incapaz de contener las lágrimas. Llora y se queda en silencio. Vuelve a la carga para denunciar que muchos ancianos están solos, no tienen familiares o están enfermos, por lo que les resulta muy difícil salir. "Estamos agradecidos por toda la ayuda, pero nos lo van a arrebatar todo", denuncia.
Se para y vuelve a quedarse en silencio. Viajará en el siguiente tren que sale para Berlín; lleva días esperando para encontrar un billete. "Nos iremos a Alemania, a casa de una amiga", asegura. Va acompañada de su hija, quien se emociona al escuchar el testimonio de su madre. También las acompaña una vecina que ha cruzado con ellas la frontera entre Ucrania y Hungría.
Karina interrumpe la conversación y pide ayuda para llegar hasta el andén, ella tiene que llevar la maleta amarilla grande y necesita a alguien que guíe a su abuela. Valentina, emocionada por coger un tren, tras toda la mañana sentada en la estación, dobla cuidadosamente la bolsa de plástico donde lleva la comida que han repartido las oenegés. Llega otra voluntaria con algunas cosas en la mano, Valentina mira la etiqueta escrita en húngaro donde reza: "Comida para gatos". Entonces sonríe y aplaude. "Ahora que lo llevan todo, sí que es hora de partir", concluye la voluntaria.
Solidaridad en el camino a Grecia
La sociedad húngara se ha volcado con todas las personas que llegan desde Ucrania. El espíritu de solidaridad se respira por doquier; en las dos principales estaciones de Keleti y Nygati de Budapest hay más decenas de voluntarios que reciben con ropa, comida y mantas a quienes llegan. Muchas familias están abriendo las puertas de su casa para estas personas que, como Valentina o Natalia, pasan por la capital húngara de tránsito. La solidaridad se respira por todas partes: "Esta guerra la entendemos. Está cerca de nuestra casa y son nuestros vecinos", asegura Eszter, una voluntaria. Ella tiene 30 años; cuando estalló la guerra de Yugoslavia era muy pequeña, pero esta "es la primera guerra que veo que me afecta a mí también, concluye. Se dirige hacia la abuela y la nieta para entregarles los billetes de tren.
Karina le explica con calma que se marchan a Rumania, que tienen que coger otro tren y ya desde allí buscarán la fórmula para viajar a Grecia. Ella sonríe, mientras mueve la cabeza como si siguiese dudando de hacia dónde va. Durante el trayecto al andén se desespera porque ve que la pequeña se pierde entre las vías, no sabe cuál es el tren que va a Bucarest, se cruzan con otra persona sorda, se detienen y le traducen. Con gestos se despiden y toca marcharse. Valentina se arremanga y en un arrebato de fortaleza se muestra capaz de subir al tren por sí sola. Se aferra con fuerza al pasamano y se vuelve para lanzar besos a quienes deja en Budapest. Más que un gesto de felicidad, era un gesto de gratitud; y es que la palabra que más se repite estos días en la transitada estación de Budapest es: gracias.