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Frontera sur (III)

La vida migrante en los suburbios de Casablanca: "Yo he intentado cruzar la valla 21 veces"

  • RTVE.es visita un barrio de Casablanca donde malviven personas migrantes de forma temporal | Frontera Sur (II)
  • Apenas tienen recursos y muchos duermen en el suelo de una escuela abandonada

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Un joven migrante en un barrio de Casablanca muestra una herida tras intentar saltar la valla de Melilla el pasado 24 de junio
Un joven migrante en un barrio de Casablanca muestra una herida tras intentar saltar la valla de Melilla el pasado 24 de junio

La periferia de Casablanca contiene demasiada frustración. En una pared, una pintada con la palabra “boza” es más que un símbolo, significa victoria y es la que corean las personas migrantes cuando llegan a Europa. Aquí, quizás alguien la escribió para celebrar la llegada a Marruecos tras un periplo doloroso de una odisea de fronteras dolorosas.

Este no es nuestro destino. No tenemos trabajo y nunca nos darán los papeles. Apenas conseguimos comer un trozo de pan y agua”, aclara Salim a RTVE.es. Un joven sudanés de 23 años, cuyo nombre significa pacífico, que huyó de la guerra y de la miseria en Sudán hace tres años y que ahora deambula en las calles del país africano.

El abandono de las aceras y edificios de este barrio equivale a la seguridad para las personas procedentes del África subsahariana. Se echan al suelo y duermen ajenos al bullicio de la capital económica marroquí. “Aquí estamos seguros”, reconoce Omar mientras nos guía por unas calles humildes.

En un descampado un grupo juega al fútbol. “A nosotros no nos dicen nada, el problema es cuando salimos de aquí, que la policía nos llama la atención”, añade. Cada esquina está repleta de historias cargadas de la paciencia que se necesita en un país de tránsito como este. “Aquí la clave es la espera. No nos ponemos fecha, pero no dejamos de intentarlo. Queremos llegar a Europa”, asegura Salim.

“No quiero volver a un lugar en guerra”

Hay cuerpos que están hechos de guerra. Lo que han dejado atrás solo les empuja a mirar hacia adelante. “Lo único claro es que no quiero volver a un lugar en guerra”, dice con contundencia el joven de 23 años. Es consciente de que cumple con todos los requisitos para pedir refugio, pero cree que su voz nadie la escucha.

Haber nacido donde ha nacido le lleva a aguantar de todo, aunque hay momentos peores, como las detenciones y los secuestros en Libia o las devoluciones a Níger desde Argelia. Pero también la violencia que se produjo el pasado intento de saltar la valla de Melilla. Unas 1.700 personas intentaron cruzar a Europa y fueron reprimidos con un uso "excesivo de la fuerza" por parte de Marruecos y España, tal y como ha denunciado la ONU.

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Algunos incluso consiguieron pisar suelo europeo, pero fueron devueltos y entregados por las autoridades españolas a las marroquíes. Un hecho que han denunciado distintas organizaciones y una realidad que confirman los testimonios de lo que llaman ellos también “viernes negro”.

La actuación policial ha sido tan dura que su rastro está en estos cuerpos, son llamativas las vendas blancas sobre pieles negras. Heridas que sangran sobre las cicatrices de otras anteriores. Su lugar de nacimiento les lleva a aguantar todo. “Salí de la guerra cuando tenía 14 años y ahora tengo 16 años”, asegura Yasin, cuyo rostro no oculta la infancia truncada de un niño que ha atravesado Chad, Libia, Argelia, Marruecos e intentó con toda su fuerza cruzar a Europa el 24 de junio. “No dije que era menor ya que no entiendo español y ellos no me entienden. Nadie me ha preguntado”, asegura. Lo esposaron y volvió para atrás. “He intentado cruzar la valla 21 veces”, interrumpe una voz entre la muchedumbre.

Una escuela abandonada como hogar

Cae el sol, lejos de los lujos de un atardecer en el paseo marítimo de La Corniche de Casablanca, y los sueños se amontonan en una escuela abandonada donde viven centenares de personas. Todas juntas duermen repartidas en aulas viejas sin cristales. Las más veteranas, solo unas cuantas, tienen un colchón, otras un cartón y la mayoría solo el consuelo del cemento. Un lugar donde la pobreza tiene un olor propio, pero en el que nadie pierde la perspectiva de que se trata de algo temporal. “Es la única posesión que tenemos”, dice Suleiman refiriéndose al suelo. “Cuando llegamos aquí la limpiamos bien. Mira - nos señala-, las aulas son nuestros dormitorios”.

Jóvenes subsaharianos posan en la ventana de una escuela que les sirve de refugio en un barrio periférico de Casablanca

Jóvenes subsaharianos posan en la ventana de una escuela que les sirve de refugio en un barrio periférico de Casablanca JAIRO VARGAS

“Llevo en esta escuela casi dos años, las autoridades nos permiten vivir aquí. Esto es todo lo que tenemos”, aclaran. “Son tres aulas gigantes y contamos con dos plantas”, explica Tager mientras nos guía por su escondite. No hay luz ni agua. No hay baño, en el patio se acumulan los restos de quienes han ido pasando. Las paredes están llenas de grafitis y en los cartones podría escribirse el sueño Europeo de centenares de jóvenes que conviven aquí, en su mayoría procedentes de Sudán, Sudán del Sur y Chad. Al menos este refugio con techo les protege de la lluvia y del sol.

Sus relatos son parecidos. Tienen en común las causas que les empujan a emigrar y las ansias de llegar a Europa. Aquí se les prohíbe trabajar. Yasin le interrumpe y dice orgulloso que él en Libia llegó a trabajar en una tienda de alimentos. Parece menor de edad, cuando le preguntamos por la edad, responde como a la defensiva, “no soy pequeño”.

“En Libia al menos podíamos trabajar en algo, pero es que aquí no tenemos acceso a nada. Quienes tienen familiares fuera que les mandan algo de dinero nos ayudan a todos los demás”, relata Salim. Sobreviven juntos. Han creado su propia comunidad para apoyarse los unos a los otros.

"Me llevaron con un muerto en la ambulancia"

Aquí la única tarea que tienen es intentar cruzar la frontera una y otra vez. Muchos de los que sobrevivieron al salto de la valla de Melilla el pasado 24 de junio están aquí. Algunos incluso lo consiguieron y han sido devueltos. Los testigos del último salto se apresuran a compartir su testimonio. “Han muerto muchos hermanos”, afirma mientras recuerda a los fallecidos. Según los datos oficiales, son 23 las personas que han perdido la vida, aunque las ONG elevan la cifra a 37.

El número de heridos es mucho más alto. Algunos fueron trasladados al hospital. “A mi me llevaron con un muerto en la ambulancia. Me curaron y me devolvieron al punto de encuentro para montarme en el autobús y traernos de nuevo a las ciudades”, asegura un joven que tiene una venda en el pie.

Las autoridades del reino alauita forzaron a todas las personas supervivientes del salto a montar en los autobuses para volver a las grandes ciudades. El destino final del viajeron fueron los descampados de pequeñas localidades como Chichauoa, El Kaala de Sraghna o Bini Alal. De ahí se movieron por su cuenta a los suburbios de ciudades como Casablanca, Rabat o Marrakech. “En los autobuses nos trajeron esposados, eran muchas horas de camino y había compañeros heridos. Incluso llegaron a morir hermanos”, asegura Salim.

Nadie en los bosques

“Os dejamos las ciudades para que no piséis nuestros montes”, es lo que la gendarmería de Marruecos les repite una y otra vez. De hecho, en la ciudad fronteriza de Nador, donde se produjo el salto, no queda rastro de las personas subsaharianas que allí vivían. No estaban en las calles, ni en los suburbios, bastó con un paseo en el famoso monte Gururgú para comprobar que no había nadie. El 24 de junio, tras el trágico salto y tan solo en unas horas, la policía marroquí ya se había encargado de no dejar rastro.

Oneges locales aseguran que las autoridades llevan desde el pasado mes de marzo con esta política de que nadie se acerque a los bosques. Pero lo que disimulan los bosques no lo hacen las ciudades. Allí se vive lejos del racismo y de la persecución que sufren por su condición de irregulares. “Podéis estar tranquilos, que aquí no hay nadie”, nos dice Anwar, que tiene una pequeña tienda de alimentos y que al rato muestra el carnet de policía de paisano que vigila el monte. “Si veo algún movimiento llamaré. Podéis pasear que aquí no hay nadie”, añade pensando en que somos unos turistas.

Las personas subsaharianas parecen condenadas a no poder salir del círculo de las periferias urbanas. Y cuanto más al sur, mejor, como si las mantuvieran más cerca de la puerta de salida. “Aquí el problema es el racismo”, traduce Omar cuando le insultan en la calle. “Nosotros no les hablamos y ellos no nos hablan”, explica la frontera social que existe.

Nadie tiene los ojos puestos en el Atlántico. El mar no está en sus mapas porque es demasiado costoso y no se lo pueden permitir. “Si no tengo ni que comer no puedo embarcar en una patera”, dice con desazón Salim. La única solución al alcance de sus posibilidades parece sencilla a simple vista: las montañas desde las cuales ven Ceuta y Melilla.