Sobrevivir en el corredor del cáncer: "No hay ningún lugar seguro. Todo está contaminado"
- RTVE viaja a Luisiana, donde a orillas del río Misisipi más de 150 refinerías llevan décadas contaminando a los vecinos
La ONU denuncia que los vecinos negros de esta zona están sufriendo un caso de racismo medioambiental
En el jardín de Eve Butler ya no crecen frutas y en su cuerpo algo le dice que la están envenenando. Hace poco perdió un pecho por el cáncer. Un día se mojó con la lluvia y la piel de su cara se cayó, como si se hubiese quemado. "Lo que he estado respirando y bebiendo es lo que me ha enfermado", nos dice. A pocos metros de su casa hay más de 100 depósitos con productos petroquímicos. "No se distingue dónde acaba una industria y empieza la siguiente", lamenta. Eve vive en St. James, Luisiana, en pleno "corredor del cáncer".
Hace décadas que esta zona se ganó el apodo. Es un tramo del río Misisipi, de Baton Rouge a Nueva Orleans: 160 kilómetros con más de 150 refinerías y plantas petroquímicas. Según la EPA, la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, aquí los vecinos tienen más riesgo de contraer cáncer por el aire que respiran. En el punto más tóxico, en los barrios que rodean una fábrica de neopreno, ese riesgo es 50 veces mayor que la media del país.
Al acercarnos nos golpea un olor químico. A orillas del río vemos una industria detrás de otra. Las tuberías con petróleo y gas cruzan la carretera y pasan a pocos metros de las casas. Mary Hampton tiene 83 años y recuerda cuando la vida era muy diferente: "plantábamos caña de azúcar, podías dejar las ventanas abiertas y jugar al aire libre, podías regar con la manguera y beber el agua del grifo... ahora vivimos con miedo, miedo al cáncer todos los días"
En el corredor del cáncer ninguna casa se libra de la enfermedad
Antes de ser "Cancer Alley", el corredor del cáncer, esta tierra era "Plantation Country", país de plantaciones, plagada de campos de caña de azúcar. A los tatarabuelos de Mary los obligaron a trabajar como esclavos. Luego, siguieron trabajando la tierra "con amor, sangre, sudor y lágrimas. Mi padre no tenía estudios y crio a nueve hijos. Compró ocho acres de tierra y nos dejó a cada uno una propiedad. Creyó que nos estaba dejando una herencia, pero nos dejó una sentencia de muerte".
“Creyó que nos estaba dejando una herencia, pero nos dejó una sentencia de muerte“
Visitamos varias calles y en todas se repite la misma historia: ninguna casa se libra del cáncer. Reunimos a cuatro vecinos en una pequeña iglesia en St. James, y ocurre lo mismo: en los cuatro hogares sufren la enfermedad. Mary ha perdido en 5 años a media familia, todos con cáncer. "El gobierno no está haciendo su trabajo, no nos está protegiendo", nos dice. Janice acaba de superar un cáncer de mama. "Cuantas más plantas químicas vengan, más vamos a morir", denuncia. En casa de Melvin tienen cáncer su abuelo, su abuela, su madre y su hermano. "Las emisiones están en el río y en el aire, tu cuerpo se contamina cuando te duchas", dice. Y Lydia perdió a su marido por el cáncer. Ahora se siente intranquila cuando sale al jardín de casa. A solo 500 metros está una industria que emite cloropreno, muy cancerígeno.
Durante décadas vivieron aquí sin saberlo. "Cuando llegaron las plantas químicas escuchamos que venía la industria, que venían puestos de trabajo, pero los negros no los conseguimos", dice Lydia. "No nos dijeron nada sobre las emisiones ni la exposición a los productos químicos, nos preocupaba que hubiese un accidente o una explosión, pero no lo que estábamos respirando".
"No hay ningún lugar seguro en todo el distrito. Todo está contaminado"
Descubrieron que los estaban envenenando hace seis años, cuando la organización LEAN y la científica Wilma Subra les hicieron una visita. Subra les dio una cifra que no pueden quitarse de la cabeza: 0,2. Es la cantidad máxima permitida de microgramos por metro cúbico de cloropreno. Ahora hay vecinos que llevan camisetas con ese número: 0,2. Alrededor de la fábrica han colocado una veintena de medidores y prácticamente todos registran cantidades de cloropreno muy superiores.
El medidor que más preocupa a los vecinos está en la puerta de una escuela de primaria. En febrero registró 22,936: más de 100 veces más de lo autorizado. Wilma Subra denuncia que a pesar de estos datos, la empresa sigue operando "y sigue envenenando a la gente cada día, 24 horas al día. Aquí durante el recreo puedes ver a los niños corriendo, respirando hondo e inhalando cloropreno". La escuela documentó cómo sus alumnos y sus profesores estaban enfermando, "pero cuando el departamento de salud intervino dijo que no podían mover la escuela, porque no hay ningún lugar seguro en todo el distrito. Todo está contaminado".
“Cuando el departamento de salud intervino dijo que no podían mover la escuela, porque no hay ningún lugar seguro en todo el distrito. “
Otros medidores están junto a las casas. Son sobre todo barrios negros. En el país de la esclavitud, la segregación y una larga historia de racismo estructural, las fábricas contaminantes en esta zona fueron instalándose más cerca de los negros.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU) ha denunciado que esto es un caso de racismo medioambiental. Los blancos viven más alejados de las fábricas. En algunos casos, se mudaron y vendieron sus casas a vecinos negros que no sabían qué estaba ocurriendo. Es el caso del padre de Mary Hampton y esos 8 acres de tierra que con tanto orgullo compró para sus hijos. En otros casos, el ayuntamiento no dio permiso a las empresas para instalarse junto a los barrios blancos. En cambio, en el barrio negro de Eve Butler cambiaron el uso del suelo e ignoraron a los vecinos. En otros casos, los vecinos blancos tenían dinero para mudarse y lo hicieron. En el barrio negro de Lydia, en cambio, "aunque quisiéramos, no tenemos dinero para ir a otro sitio".
Las refinerías llegaron atraídas por el petróleo, el río y los beneficios fiscales
La primera refinería llegó a la zona principios del siglo XX. Pronto llegaron más, atraídas por varios motivos: el petróleo de la zona, el río para transportarlo, pero también "que las autoridades de Luisiana se lo pusieron tremendamente fácil, con beneficios fiscales y mano de obra barata", nos explica Craig Colten, profesor emérito de Geografía y Antropología de la Universidad de Luisiana. "Muchas de estas empresas son multinacionales y los beneficios no se quedan aquí. Las plantas químicas pagan muy pocos impuestos. Sus trabajadores sí los pagan, y esa es su excusa, que pagan indirectamente a través de los empleados".
Colten nos cuenta cómo las empresas, cuando pedían permiso para instalarse, mostraban los planos con las plantaciones, pero "borraban del mapa a la gente". Ignoraron a las familias de Mary, Eve, Lydia, Janice y Melvin. En el distrito de St. John, una calle quedó atrapada entre dos refinerías, literalmente rodeada de depósitos de productos petroquímicos. Aquí ignoraron a los vecinos porque los títulos de propiedad eran confusos. Las empresas compraron las plantaciones de alrededor y ellos quedaron en el medio.
“Todos me dicen que alguien está intentando intimidarme“
Wilma Subra nos enseña el lugar. Aquí se respira benceno, que causa leucemia. "Esta gente está oliendo esto todos los días, día y noche, ¿os imagináis vivir aquí y criar así a vuestros hijos?", nos pregunta. Aquí ella logró una victoria: consiguió que las empresas pagasen para recolocar a varias familias. Hace décadas que Subra dejó el laboratorio para ayudar a las comunidades que sufren la polución. Su vida ya no se parece a la de otros compañeros científicos. Un día un coche pasó varias veces frente a su oficina, alguien bajó la ventanilla y disparó. "Todos me dicen que alguien está intentando intimidarme", nos cuenta, "pero si les dejas ganar, gana la industria y pierde la gente". Y aquí la gente ya ha perdido demasiado: son de los más pobres en Estados Unidos, y de los más contaminados.