Testigos del desastre del Prestige: "Cuando llegó el chapapote, creí que el mundo se acababa"
- Los habitantes de la Costa da Morte recuerdan aquellos días en los que se vieron inundados por la marea negra
- "No pensábamos que iba a quedar todo como ha quedado, sino que iba a ser peor", afirman
El otoño avanza en la Costa da Morte y con él los días de tormenta, que azotan sin descanso esta agreste tierra que una vez estuvo considerada como el fin del mundo. El océano golpea con furia su litoral de granito, provocando un estruendo que se entremezcla con el graznido de las gaviotas y con el rugido ensordecedor del viento. Estamos en el Cabo Touriñán, el punto más occidental de la España peninsular, y aquí el paisaje se funde tanto con el horizonte que resulta difícil distinguir dónde termina la tierra y dónde comienza el mar.
Las zonas más expuestas al oleaje son el espacio preferido por los percebes para crecer agarrados a la roca, aunque en días como hoy, el mal tiempo hace imposible su recolección. De todos los trabajos relacionados con el mar, el de percebeiro es el más peligroso, pero incluso existe un límite de seguridad para estos hombres y mujeres acostumbrados a arriesgar su vida en el fondo de los acantilados. “Para ser percebeiro, hay que nacer aquí”, asegura Casimiro con la mirada perdida en el estallido violento de las olas, y prosigue: "El problema es que lo llevamos en la sangre, y es algo que no podemos quitarnos. Con doce años, mi padre ya aguantaba de mí con la cuerda".
A su lado, David también contempla el mar. Él es pescador, pero hoy ninguno de sus dos barcos ha salido a faenar, porque cuando se desata temporal, la mayor parte de la flota se ve obligada a permanecer amarrada en el puerto. Aunque David no es percebeiro, su padre sí que lo fue, y murió muy cerca de donde se encuentran ahora, cuando resbaló y se golpeó la cabeza con una roca. La vida en este remoto rincón de la costa gallega es una lucha constante contra la naturaleza en la que no siempre se gana.
Mar adentro, a escasos kilómetros en línea recta de Casimiro y David, un buque petrolero liberiano, operado bajo bandera de Bahamas y con 77.000 toneladas de fuel en sus entrañas, se vio sorprendido por un temporal y sufrió una vía de agua hace ahora 20 años. Aquel fue el comienzo de una concatenación desafortunada de hechos y decisiones que terminó provocando una de las mayores catástrofes medioambientales de la historia de la navegación.
Casimiro tenía entonces 20 años, y se encontraba trabajando en el extranjero, aunque regresó antes de Navidad. David tenía 15, y aún guarda en su memoria muchos detalles de aquella semana fatídica que cambió para siempre la Costa da Morte. “El 13 de noviembre, vimos pasar al helicóptero que rescató a los tripulantes, y el 14, por la mañana, vimos al Prestige junto a Touriñán, tan cerca que se distinguían las personas que estaban en cubierta”, recuerda. El 19 de noviembre de 2002, después de un recorrido errático en el que fue remolcado de un lado a otro, dejando a su paso un reguero oscuro de miles de toneladas de fuel, aquella cafetera flotante se partió en dos a 250 kilómetros de la costa, vomitando la mayor parte del veneno que aún quedaba en su interior.
Dos décadas después, Casimiro reconoce que apenas queda rastro del Prestige, a pesar de que en un primer momento creyó que aquella mancha oscura se iba a quedar para siempre cubriéndolo todo. "Cuando llegó el chapapote a la costa y se volvió todo negro, a mí me pareció que el mundo se acababa. No pensábamos que iba a quedar todo como ha quedado, sino que iba a ser peor", afirma.
Una trampa para los barcos
La Costa da Morte debe su nombre a la cantidad de naufragios que se han producido en ella a lo largo de la historia. Las fuertes corrientes y los temporales habituales, además del hecho de encontrarse en una de las rutas marítimas más transitadas del mundo, convierten a estas aguas en una trampa mortal para los barcos. Centenares se han hundido frente a su escarpada costa, algunos como el Cason, un buque cuya carga provocó una nube tóxica en 1987 que obligó a evacuar a los habitantes de Fisterra, Corcubión y Cee. Pero nada comparable al hundimiento del Prestige, quince años después.
Nemiña, el pueblo de Casimiro y David, pertenece al municipio de Muxía, que estuvo considerado como la "zona cero" del desastre, ya que se convirtió en el epicentro de aquella bilis inagotable que brotó del vientre del Prestige. Aunque también es recordada por la oleada de solidaridad que llegó de otras zonas de España y del resto del mundo. Por esta pequeña localidad llegaron a pasar aproximadamente la mitad de los más de 300.000 voluntarios que acudieron a Galicia para enfundarse un mono blanco y arrancar el fueloil de la tierra con sus propias manos.
"Recuerdo que cuando se hundió el Prestige, todos pensamos que aquello era la peor cosa del mundo, el desastre total", confiesa Daniel Castro, el actual patrón mayor de la Cofradía de Pescadores de Muxía, quien en 2002 era su secretario. El 15 de noviembre de aquel año, cuando aún el petrolero era llevado de un lado a otro como un muñeco zarandeado por las olas que amenazaba con irse al fondo del océano en cualquier momento, las primeras manchas llegaron a la costa gallega. Sucedió aquí, en la cercana playa de O Coido, como el anticipo de los más de 2.000 kilómetros de costa española, portuguesa y francesa que finalmente se vieron afectados.
Con la llegada del fuel, las autoridades decretaron que los pescadores estuviesen cuatro meses sin trabajar, mientras que las mariscadoras, ocho. Más allá de la tragedia medioambiental que suponía, el vertido del Prestige amenazaba directamente la economía de miles de familias, y al menos en este sentido el Gobierno actuó con rapidez, indemnizando con 1.200 euros mensuales a todos los hombres y mujeres de mar que no pudieron salir a trabajar. Aquella subvención, que podía completarse con otros 800 euros si acudían a realizar labores de limpieza del vertido con la empresa pública Tragsa, fue como un bálsamo para aquella gente, y ayudó a calmar en gran medida los ánimos encendidos. Hay que tener en cuenta que en esta zona de la costa gallega, a diferencia de las rías situadas más al sur, pescadores y mariscadoras no cuentan con ingresos regulares, sino que dependen de las capturas en una economía de supervivencia casi diaria, por lo que aquella ayuda supuso una estabilidad que nunca habian tenido.
Aún hoy, la mayor parte de ellos es lo primero que destaca cuando recuerdan aquellos días de incertidumbre, aunque tampoco niegan que las decisiones que se tomaron fueron inadecuadas y que condujeron irremediablemente hacia el desastre. "La gestión política no fue ni buena ni mala, hicieron lo que supieron. No se puede criticar a alguien que se encuentra con un problema que no sabe cómo enfocarlo", defiende Daniel Castro, y destaca que "no nos faltaron los recursos económicos nunca, que es lo principal. A la gente se le pagó cada 15 días, y eso se hizo bien".
Junto a él, su hermano Nacho, que es el actual secretario de la cofradía, mueve la cabeza en señal de desacuerdo, y define el vertido del Prestige como "la historia de un abandono, de una clase política que desatiende completamente a su ciudadanía". Su principal crítica es que tanto el Gobierno de Madrid como el de Santiago de Compostela, ambos dirigidos entonces por el Partido Popular, se desentendieron de la gestión de los miles de voluntarios que comenzaron a llegar a la costa gallega por miles. "Toda la financiación y todo el material hubo que conseguirlo desde aquí, y fue tremendamente caro. A los voluntarios hubo que buscarlos desde aquí, porque lo único que hizo el Gobierno fue crear una agencia de voluntariado el 23 de enero de 2003, dos meses después, pero para cargarse el voluntariado, no para gestionarlo", expresa con vehemencia, dejando claro que aquella hazaña solo fue posible gracias a las donaciones de empresas y particulares, y a que el pueblo de Muxía se volcó por completo con los voluntarios.
Daniel lo escucha y guarda silencio. Después, continúa hablando, y ahora intenta extraer una lectura positiva de la mayor catástrofe sufrida por esta tierra. "Transcurrido el tiempo, lo que pasó fue el mejor paro biológico que tuvimos en la historia", destaca, y añade que "el Prestige nos enseñó una cosa: que todo es recuperable, y la naturaleza se regenera por sí misma, pero lo que no podemos hacer es una pesca industrial, sino que tiene que ser artesanal".
María la del Prestige
El Mesón O Prestige está en una calle muy próxima al puerto de Muxía. Su actual dueña ya se encontró con el nombre puesto cuando compró el negocio, unos años atrás, aunque en ningún momento se ha planteado cambiarlo. En el pueblo todo el mundo tiene un mote, y a ella se le conoce como María la del Prestige. "Pusieron el nombre al bar después del naufragio, ya que les debió de gustar, como un reclamo, y nosotros lo hemos mantenido, porque ya estaba. Ni me gusta ni me disgusta, es así", declara, mientras cuenta que hay uno llamado igual en Fisterra y otro en La Coruña.
María pertenece a una familia de percebeiros, y valora positivamente las ayudas que recibieron cuando llegó la marea negra, especialmente porque "les pagaron desde el primer momento", aunque cree que "no compensó", porque "venían las Navidades, que es la mejor época del año, y es cuando más ganan los percebeiros".
Sin embargo, a pesar de regentar un establecimiento con su nombre y de llevarlo en su apodo, esta mujer se confiesa "cansada" del Prestige. "Ya aburre, de eso hace 20 años y la gente sigue preguntando por lo mismo, aunque a los dos años no quedaba nada", considera.
Importancia de las mariscadoras
Galicia no puede comprenderse sin el mar ni sin los hombres que lo trabajan, aunque tampoco sin esas mujeres aguerridas que han levantado esta tierra sobre sus riñones, trabajando de sol a sol. Mujeres como las que se dedican al marisqueo a pie, una de las actividades más representativas de las rías gallegas, transmitida de generación en generación entre madres e hijas.
En Camariñas, se encuentra Ana María, que lleva ya 21 años recolectando bivalvos en los arenales, fundamentalmente almejas y berberechos. "Mi madre también era mariscadora y mi padre percebeiro, y recuerdo que lo pasaron muy mal cuando llegó el chapapote, porque llevaban toda la vida haciendo esto y veían su futuro muy negro", asegura.
Camariñas está situada en la entrada de la ría del mismo nombre, en el lado opuesto a Muxía. Prácticamente toda su población vive del océano, bien pescando y mariscando, o bien trabajando para la industria conservera instalada en la localidad. Como al resto de la Costa da Morte, si a Camariñas le falta el mar, le falta todo, por lo que la marea negra supuso la mayor amenaza a la que se había enfrentado nunca. "Aquí hay gente que lo pasó muy mal, que sufrió mucho, sobre todo gente mayor", apunta Ana María, quien también recalca que inmediatamente se puso todo el pueblo a ayudar en la retirada del fuel, y también asistiendo a los miles de voluntarios que comenzaron a llegar. "Hacia todos los que vinieron a ayudarnos solo podemos tener gratitud, que a lo mejor es algo que nos falta en esta zona", asegura, con un punto de autocrítica.
María José está a su lado, y es la secretaria de la Cofradía de Pescadores de Camariñas. Ella recuerda cómo los habitantes del pueblo pusieron barreras para que no entrase el chapapote en la ría, y también cómo salieron al mar con sus barcos a retirarlo con horcas a las que añadieron más dientes para sostener mejor aquella masa pringosa. Aunque subraya que no fue solo un trabajo de hombres, ya que "el colectivo de mariscadoras aquí es muy importante, y las mujeres también salieron a limpiar".
Para los habitantes de esta costa cuyo nombre no hace justicia a su belleza, el hundimiento del Prestige representó un antes y un después que sigue muy vivo en la memoria colectiva. Sobre todo en lo negativo, aunque ellos también intentan quedarse con lo positivo. "La pesca siempre fue importante, pero a partir de entonces creo que comenzaron a valorar más nuestra labor", opina Ana María, quien reconoce que, dos décadas despues, han conseguido "pasar página". "La gente de mar somos así, las cosas negras las volvemos blancas", afirma con una sonrisa en los labios.
Noviembre transcurre en la Costa da Morte en forma de viento y de lluvia. A lo lejos, más allá del que una vez fue el último horizonte del mundo, decenas de buques siguen pasando todos los días con sus cargamentos tóxicos, representando un peligro invisible para esta tierra que, hace ahora exactamente 20 años, vio cómo uno de ellos se partía en dos y lo llenaba todo con su bilis negra.