La primera biografía de José Hierro: poesía en los bares, amor a la tierra y amistad pura
- Nórdica publica la primera biografía del poeta en el año de su centenario
- José Hierro trabajó durante 20 años como redactor de cultura en RNE
En 1964 cuando José Hierro (Madrid, 1922-2002) ya era una figura de las letras muy reconocida dejó de crear porque “la poesía se escribe cuando ella quiere, no cuando quiere el poeta”. Transcurrieron 27 años de silencio literario. La anécdota da la medida de la honradez machadiana y el compromiso creativo del escritor.
En Pepe Hierro, como prefería que le llamaran porque no se hallaba cómodo en la piel de “José”, confluyen una vida cargada de enigmas con su evolución poética.
No hay caminos paralelos, pero sí una profunda bonhomía en una existencia durísima soslayada por la voracidad cultural, al amor a la naturaleza, al mar y el viento de "su norte” santanderino, y a la amistad más pura.
Este retrato humano emerge de Vida, Biografía y Antología de José Hierro (Nórdica Libros), de Jesús Marchamalo y Lorenzo Oliván, la primera biografía del autor acompañada de una selección de sus poemas esenciales, fotografías e ilustraciones, que ve la luz en el centenario de su nacimiento.
El perfil muestra la guerra que lo cambió todo. En 1939, con tan solo 17 años, fue arrestado acusado de auxiliar a presos republicanos. Pasó cuatro años en un periplo terrible por las cárceles más duras del franquismo, de Porlier al Dueso, donde recitaba versos de Alberti y Juan Ramón a sus compañeros de celda, mientras les insistía, susurrando: “Desde esta cárcel podría verse el mar”.
Una herida que drenó a través de la actitud conciliadora y apostando por las ganas de vivir una vez atravesada la adversidad como aflora en su célebre poema Alegría (1947).
Llegué por el dolor a la alegría.
Supe por el dolor que el alma existe.
Por el dolor, allá en mi reino triste, un misterioso sol amanecía.
“Es un episodio del que no le gustaba presumir cuando llegó la democracia y muchos presumían de su pasado político. No solo eso, es que ni siquiera hablaba mucho del tema del encarcelamiento que tuvo que ser muy traumático”, señala el periodista y escritor Jesús Marchamalo.
Poesía enhebrada con música y pintura
Paradójicamente, en prisión brotó su pasión por la música, aprendió solfeo y tocaba el acordeón, en una musicalidad innata enredada en las letras de sus obras.
En esta ansia creativa, la atracción por la pintura le acompañó desde niño. Dibujaba con trazos nerviosos flores, marinas y retratos sobre servilletas que a veces sombreaba con café o vino, regalaba generosas dedicatorias gráficas e ilustró varios de su poemarios como El libro de las alucinaciones (1964), ya que estaba convencido de que “la única forma de vender libros de poesía es dibujándolos”.
Pero el día a día discurría empinado y Hierro, con cuatro hijos a su cargo, se desempeñó en múltiples oficios desde repartidor de leña a domicilio, listero en una obra, peón cilindrador en una fábrica de botas de goma e incluso escribió biografías para enciclopedias a cambio de un bocadillo de tortilla de patatas. Trabajos de subsistencia con el horizonte de acotar tiempo libre para la escritura.
“Me llamó mucho la atención esa forma que tenía de trabajar. Todos nos imaginamos a los poetas en sus torres de marfil y él era todo lo contrario. Buscaba el contacto y trabajaba en los bares, en sitios ruidosos, con apenas unos folios y una copa de chinchón aguado”, explica el autor sobre esta imagen icónica de José Hierro en las cafeterías del barrio madrileño de Pacífico.
Para el anecdotario queda su legendaria autoexigencia emborronando textos en busca de “la palabra precisa” donde la composición “fatigosa” se alargaba durante años en tempos eternos.
El éxito comercial "milagro" de Cuadernos de Nueva York
Sus versos también reflejaban un profundo amor por la tierra, que tenía su espejo en su “finca de pobres” Nayagua, en Titulcia. Un lugar agreste donde plantaba árboles, elaboró su propio vino y recibía fraternal a sus amigos de la infancia, muchos poetas como Francisco Brines o Gabriel Celaya y pintores como Adolfo Estrada, a los que obsequiaba con paellas y sonetos.
En su carrera, Pepe Hierro fue valorado como máximo exponente de la poesía existencial de posguerra, y le llovieron los máximos reconocimientos a los que restaba importancia con modestia: desde el Adonais de poesía, al Premio Nacional y de la Crítica hasta la cumbre del Cervantes en 1998.
Un éxito que coincidió con la publicación de Cuadernos de Nueva York, un volumen deslumbrante que aquilató su fascinación por la ciudad, alejada de los tópicos de postal turística pero que allana el camino de poemas intimistas que culminan con el soneto “Vida”, que regaló a su nieta.
Su último poemario se convirtió en un bestseller súbito, gozoso e inesperado que despachó más de 30.000 ejemplares. Un milagro comercial en el mercado literario.
En el centenario de su nacimiento, las creaciones de Pepe Hierro nos siguen interpelando por la conexión con las preocupaciones universales. Tal y como afirmaba lúcido y enhebrado a su eterno cigarro, “a un poema no se le puede quitar misterio ni añadir oscuridad” como a la vida misma.
Un poeta en RNE
En su primera etapa como escritor vivió en Santander y fue en los años 50 cuando se mudó a Madrid y comenzó su andadura en Radio Nacional de España. Durante décadas su voz y su poesía sonaron en programas como "Poesía en la radio", "Aula poética", que en abril de 1985 pasó a llamarse "Las músicas acordadas". En estos espacios trabajó como redactor, crítico de arte y literatura hasta su jubilación en 1987 [Escucha la voz de José Hierro en RNE]
Como se relata en su biografía, cuentan que llegaba a la redacción, saludaba y, para pasmo de quieres no le conocían, se quitaba la americana que dejaba colgada en un perchero y se ponía en un rincón a hacer el pino.
“El recuerdo que tengo de él es de alguien muy vivaz y enérgico que paseaba por los pasillos firme, siempre en apariencia ocupado con ese aspecto tan singular que tenía con un bigote gigantesco que luego dibujó tanto en sus propios autorretratos", recuerda el periodista Jesús Marchamalo.
"Otro de los rasgos fundamentales de su presencia física era que fumaba constantemente. Entonces todavía se podía fumar en las redacciones”, señala sobre el poeta que tras sufrir un enfisema siempre portaba “una botella de oxígeno azul.”
En 1981, cuando se le otorgó el Premio Príncipe de Asturias, estaba precisamente en la radio, grabando uno de sus programas, y fue el técnico de sonido quien, por los auriculares, le dio la noticia de la concesión del galardón.