'Babylon': Hollywood necesita verse guapo en un espejo distorsionado
- Damien Chazelle vuele a sus obsesiones sobre el arte en un desmesurado retrato del viejo Los Ángeles
- Brad Pitt y Margot Robbie interpretan a dos actores que transitan entre el cine mudo y el sonoro
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Todo empezó con The Artist. Hace once años, por primera vez, una película sobre la industria de Hollywood ganaba el Oscar a mejor película. Hasta entonces, solo siete películas de esa temática habían sido nominadas, lo que las convertía en una rareza para la Academia (Ha nacido una estrella, Cautivos del mal, Cantando bajo la lluvia o El juego de Hollywood). Desde entonces abundan numerosos retratos directos (Mank, La La Land, La La LandÉrase una vez en Hollywood) o tangenciales (Argo, Birdman, Licorice Pizza), sin mencionar la avalancha de biopics de actores y cineastas.
La explicación más sencilla es que ante la crisis que vive, Hollywood necesita verse guapo en un espejo sin importar las distorsiones del reflejo. Y ese es el juego de Babylon, que toma la premisa mínima de Cantando bajo la lluvia (dos actores que transitan del cine mudo al sonoro) para elevarla a un espectáculo desmesurado que tiene tanto de voluntarioso optimismo hacia el futuro como de canto del cisne del cine y su historia.
Brad Pitt es Jack Conrad (inspirado en John Gilbert, Clark Gable y Douglas Fairbanks), una estrella del silente que ve en el cambio tecnológico -la llegada del sonoro- la posibilidad de elevar al cine al altar de las bellas artes, mientras que Margot Robbie es Nellie LaRoy (una suma de Clara Bow, Jeanne Eagels, Joan Crawford y Alma Rubens), una joven actriz de talento natural cuya carrera explota en los libertinos años 20. Pero el talento no basta para ser dueños de su destino en un mundo cambiante e impredecible.
Babylon adopta la mirada de Manny (Diego Calva, la gran apuesta y revelación de Babylon), un mexicano que busca medrar en el alocado mundo de los estudios movido por una fascinación hacia la fábrica de sueños. En la primera escena, la mierda de un elefante cubre a Manny en una escatológica metáfora de la bienvenida que Los Ángeles reserva para los soñadores.
Una tercera trama, menos presente y orillada de torrente principal, muestra a Sidney Palmer (interpretado por Jovan Adepo), músico negro que golpea con éxito en el primer sonoro al saciar las ansías de jazz y swing del gran público, pero que no transige ante la condescendencia racista de la industria: es fácil considerarla un peaje a la narrativa de la diversidad del presente, pero, aunque no esté desarrollada, encaja en la pasión melómana de Chazelle.
La música de su amigo y colaborador Justin Hurwitz mezcla los ritmos del swing con música de baile contemporáneo, en la línea de una película de época que, especialmente en la fiesta inicial, se asemeja al cine de Baz Luhrmann y su anacronismo trash, con Margot Robbie entregada a movimientos de música urbana. Porque Babylon es ficticia en sus principales personajes, pero está rodeada de la fauna real del viejo Hollywood, de la que rescata de pasada episodios tan conocidos como el escándalo de Fatty Arbuckle, o a figuras como Irving Thalberg o William Randolph Hearst
Damien Chazelle ya homenajeó a Los Ángeles y a “los tontos que sueñan” en La La Land y, en Babylon repite sus obsesiones: los sacrificios de la vocación, la dicotomía entre artista puro y artista comercial, y la línea entre el fracaso y el éxito. Es, quizá, la mayor debilidad de un cineasta muy dotado para el ritmo: no tiene cosas muy originales que decir.
Babylon, de Paramount, es una de esas apuestas suicidas prácticamente desaparecidas en los grandes estudios y a las que solo se aventuran con cuentagotas las plataformas. “Quiero participar en algo más grande que la vida”, repiten como un mantra Manny y Nelly. Y Babylon clama en cada fotograma que su director quiere todo: arte, gloria y aplausos generalizados. Si La La Land bailaba sobre el filo del sentimentalismo, Babylon se regodea tan obstinadamente en la nostalgia que, en su media hora final, lo que se añora es a un Chazelle que se distancie de lo que retrata, como en el más frío y menos personal perfil de Neil Armstrong que filmó en First man. El primer hombre.
Especialmente extemporáneo es el montaje final sobre la grandeza del cine, con secuencias que van desde las películas experimentales de Maya Deren a las de James Cameron: un subrayado que enfanga lo mejor que pueda tener la película. Paradójicamente, la tibia reacción en taquilla de la película en EE.UU. encaja bien con el mensaje de Babylon y con el miedo al fracaso artístico que recorre la carrera de Chazelle: nadie sabe nada sobre el público y, al menos todavía, hay mucho que celebrar en apuestas con un punto kamikaze antes de que los algoritmos arrinconen del todo a la originalidad.