Enlaces accesibilidad

'El chico y la garza', Miyazaki brilla viajando a la infancia y al reino de los muertos

  • La leyenda del cine de animación rompe su reclusión para recibir virtualmente el Premio Donostia

Por
Imagen de 'El chico y la garza', de Hayao Miyazaki.
Imagen de 'El chico y la garza', de Hayao Miyazaki.

Los primeros aplausos del Festival de San Sebastián se los ha llevado, en el primer segundo de la película, la silueta de Totoro usada para el logo del Studio Ghibli. El público venía rendido al estreno europeo de El chico y la garza, la nueva película del maestro de la animación japonés Hayao Miyazaki, lujosa inauguración oficial del certamen este año.

Con Miyazaki el festival se ha saltado su regla de tener que acudir a San Sebastián para recibir el Premio Donostia. Miyazaki, de 82 años, hace tiempo que no sale de Japón y ha aparecido virtualmente en la pantalla de un Kursaal: un vídeo grabado de tan solo 23 segundos en el que, leyendo un papel en su estudio, agradecía el premio. El director del festival, José Luis Rebordinos, destacaba desde el escenario la excepcionalidad del vídeo recordando que el cineasta no ha concedido una sola entrevista ni ha hecho una sola aparición para promocionar su película.

El chico y la garza es su primera película en diez años, tras El viento se levanta. Por el camino anunció su retirada y se retractó, pero dado el ritmo que tienen sus producciones es probable que pueda ser su testamento fílmico, lo que tiene sentido por su carga biográfica y por compendiar buena parte de su carrera.

Quizá El chico y la garza no juegue en la liga de las grandes obras maestras de Miyazaki (lo que sería exigirle ser historia del cine), pero tiene mucho de ellas en su planteamiento, desarrollo y fascinación visual. No es en absoluto un Miyazaki menor, sino una historia de paso a la madurez en su querido Japón rural de los años 40 y una reflexión sobre la vida -y su final- con la recreación de un fantasioso ‘reino de la muerte’ en el que sumerge a sus protagonistas.

El chico y la garza comienza en la II Guerra Mundial. Sirenas antiaéreas avisan de un bombardeo en Tokio y se incendia un hospital donde fallece la ingresada madre de Mahito, un niño de 11 años. No es un spoiler, son los tres primeros minutos de la película. Como en Mi vecino Totoro, Miyazaki regresa, aunque de manera oscura, al trauma infantil de su madre enferma, y también desplaza la trama al Japón rural: una casa de campo en la que el niño se instala con su padre -un ingeniero que fábrica aviones para el imperio japonés, otro apunte biográfico- y cinco ancianas que se ocupan de los cuidados.

Pronto, una extraña garza parece desafiarle desde el estanque cercano a la casa. La criatura será quién traspase junto a Mahito la puerta hacia otro mundo perceptivo. Es un lugar común que los cineastas, al envejecer, se vuelven formalmente más austeros. No es el caso de Miyazaki, especialista en conseguir realismo con las fantasías más delirantes, que repite la jugada en El niño y la garza.

Devorador de referencias que filtra hasta personalizar cualquier realidad, Miyazaki se sumerge al otro lado del espejo, un mundo en el que el terror lo imponen periquitos de colores que miden dos metros, criaturas burbujas deben ser salvadas, y un pasillo circular de puestas conecta con todos los espacios temporales.

La amenaza de la destrucción del mundo que sublimó en La princesa Mononoke se abre de nuevo y se entremezcla con la historia familiar .“Se ha roto el planeta”, dice un personaje. Pero el mensaje ya no es ecologista, sino más abstruso y trascendente: los exegetas de Miyazaki tienen nuevas escrituras para estudiar.