La otra historia de la arquitectura: mujeres "borradas", una Torre Eiffel marginada y la utopía de Frank Gehry
- Un libro analiza desde diferentes ángulos las construcciones y su valor en la vida diaria
- Este lunes se conmemora el Día Mundial de la Arquitectura
El episodio de discriminación sobre la arquitecta norteamericana Denise Scott Brown es tan bochornoso como relativamente cercano en el tiempo. Scott Brown fue coautora de uno de los manuales que dinamitaba los cimientos de la técnica de los últimos cien años, Aprendiendo de las Vegas (1977), y denunció la "invisibilización" sistémica de las mujeres.
Junto a su esposo, el también arquitecto Robert Venturi, trabajó como socia en una firma punta de lanza del posmodernismo en la edificación del siglo XX bajo el lema "menos es aburrido". Venturi recibió el Pritzker en 1991, el galardón más prestigioso de la arquitectura mundial, pero no hubo rastro de reconocimiento para Denise Scott Brown en un clamor en la profesión donde el prestigio de la estadounidense era notorio.
Doce años después, el arquitecto sí firmó una petición popular impulsada por los alumnos de Harvard para que su esposa fuese incluida en el Pritzker con carácter retroactivo. Una cuestión que áuna lógica y justicia: la arquitecta había realizado la mitad del trabajo, pero el comité del premio desestimó la petición. "No me deben un Premio Pritzker, sino un acto de inclusión Pritzker", clamó Scott Brown, de 91 años.
"Por un lado está la discriminación ambiental de las mujeres en general en la técnica, aunque ya hay muchas ingenieras y diseñadoras, pero en la arquitectura es mucho más profundo porque la figura moderna del arquitecto se construye en torno a una retórica heroica que es muy masculina e individualista", explica Miguel Ángel Cajigal, historiador del arte, divulgador cultural conocido en redes como El barroquista, y autor de Otra historia de la arquitectura (Ediciones B).
El historiador señala que el camino hubiese discurrido muy diferente si Venturi se hubiera marcado "un Pierre Curie", que amenazó con rechazar el Nobel de Física en 1903 si no se incluía a su mujer, la científica Marie Curie, con la que había trabajado codo con codo en el descubrimiento del radio. Gracias al plante, Marie se convirtió en la primera mujer en ganar el merecido galardón.
En el capítulo del libro titulado "¿Por qué no ha habido mujeres arquitectas?", Cajigal radiografía el "retraso histórico" femenino con un aluvión de ejemplos como el de Denise Scott Brown.
El experto señala como bandera roja de "borrado flagrante" y apropiación sistemática de la creatividad, el caso del suizo Le Corbusier y su colaboradora Charlotte Perriand que ideó disruptores diseños cromados que voltearon el paradigma.
"Muchos de los muebles e interiores de los edificios de Le Corbusier son creaciones de Perriand. La gente los ha alabado y se han metido en manuales de arquitectura como si fueran obra de él", relata y extiende el eclipse del arquitecto sobre las originales soluciones de otra diseñadora brillantísima: Eileen Gray.
"El trabajo en arquitectura es muy colectivo. En un estudio parece que lo único que cuenta es el arquitecto que lo lidera, cuando en realidad sabemos que no toma las decisiones, sino que valida las ideas de los hombres y mujeres que trabajan allí que permanecen en la sombra bajo una marca", detalla.
Con respecto al fulgor marketiniano del Pritzker, solo otro otro dato: la primera y única arquitecta que lo ganó en solitario fue la iraquí Zaha Hadid en 2004, un cuarto de siglo después de la creación del galardón, mientras que el estudio femenino Grafton Architecs (formado por las irlandesas Yvonne Farrell y Shelley MacNamara) fue reconocido en 2020.
La Torre Eiffel: de la indiferencia a icono universal
En Otra historia de la arquitectura, Cajigal desmenuza el relato desde otro ángulo con anécdotas divulgativas que invitan a la reflexión: abarca los "secretos" del Palacio de Versalles y sus "incomodidades" en cuanto a distancias y temperaturas, la atracción infalible del cerebro humano por la simetría encarnada en joyas como el Taj Mahal o la peripecia de edificios tildados como "feos" que acabaron siendo iconos.
En esta liga privilegiada juega la Torre Eiffel. Destinada a ser el gran foco de atención de la Exposición Universal de París en 1889 como diosa pagana del fervor tecnológico, aunque su principal utilidad no era otra que ser gigantesca.
El ingeniero y empresario de la carpintería metálica Gustave Eiffel apostó por el proyecto, que de nuevo había partido de la idea original de sus colaboradores Nouguier y Kouchlin, en lo que parece moneda de cambio común en la construcción de monumentos.
Eiffel, con buen olfato comercial, intuyó que su factoría podría edificar la torre en el corazón de la ciudad, fabricar los materiales y asumir su desmontaje. Un negocio redondo que nació de un desafío imposible y se coronó tras las II Guerra Mundial cuando la Torre Eiffel se elevó en símbolo de la liberación de París del nazismo. A partir de ahí, el delirio y el empuje del turismo internacional hicieron el resto.
Sin embargo, los comienzos no fueron sencillos. Durante décadas el coloso de hierro suscitó la indiferencia de los parisinos (apenas recibía visitas) e incluso se usó como antena de radio y televisión o "valla publicitaria" en 1925 con un anuncio luminoso de Citröen.
"La Torre Eiffel se quedó un poco descolgada después de la Exposición Universal, nadie la usaba mucho pero tampoco la derribaban porque no sabían qué hacer con los materiales ni donde almacenarlos, por eso se salvó", detalla el experto sobre los caprichos del destino.
Gehry y el desafío a la imaginación
El nombre del arquitecto canadiense Frank Gehry (Toronto, 1929) está asociado a la vanguardia de sus edificaciones, pero partió practicamente del ostracismo, en otro episodio de cero a cien gracias al "desafío de la imaginación frente a la funcionalidad".
Gehry estaba en la cincuentena cuando decidió reformar su bungalow de California. Su carrera no había despuntado y aceptaba trabajos alimenticios como la construcción de mastodónticos centros comerciales, hasta la obra que asumió como reto radical. Su mujer quería mantener la vivienda de color rosado en su estado original y el arquitecto tuvo la genial idea de la cohabitación de lo nuevo y lo viejo.
A partir de materiales vulgares como el contrachapado metálico marca de la casa y las mallas diseñó un nuevo envoltorio donde se visualizan a la vez dos perspectivas. Una suerte de casa mutante a lo Duchamp que horrorizó al vecindario de Santa Mónica pero lanzó al diseñador a la gloria mundial.
Frank Gehry gana el Pritzker en 1989 y se convierte en un enfant terrible de la provocación arquitectónica, que discurría por la quietud de la racionalidad y se desmelena a finales del siglo XX con la figura del artista estrella o starchitec, que alumbra espacios hiperbólicos a menudo vinculados a presupuestos desorbitantes.
"No se trataba de gente que buscaba soluciones locales y coherentes a problemas arquitectonicos que conocían en profundidad, sino de todo un fenómeno que llenó el mundo de obras exportadas por un puñado de firmas que actuaban como estrellas del rock: viajaban a todo tren, hacían lo suyo y proseguían su gira estelar", escribe Miguel Ángel Cajigal.
En el caso de Gehry su gira triunfal le llevó hasta Bilbao, donde la cubierta de titanio y las formas retorcidas del Museo Guggenheim, que celebró el pasado año su 25 aniversario, simbolizan la cumbre de aquella época de excesos globalizados. Un nuevo ejemplo de edificio que transmutó en alma de una ciudad en un deseo de trascendencia.
"La arquitectura siempre ha tenido ese punto de exhibicionismo de atreverse a hacerlo. Ese tipo de juegos intelectuales son muy importantes para que avance, pero al mismo tiempo desde fuera es fácil verlos como algo completamente inútil, por lo menos hasta que pasa el tiempo suficiente para que la gente admire ese edificio como un monumento y a partir de entonces se le perdonan todos los pecados", opina el especialista.
Retornando a Frank Gehry, quizás las claves se anclen en la niñez donde jugueteba con los hierros de la ferretería de su abuelo en una desconstrucción sin fin. En Apuntes sobre Frank Gehry, la película de su amigo Sydney Pollack proyectada en Cannes en 2006, la estrella que siempre evitó explicar su ideario creativo manipula tijeras, celo y cartulina como parte de su protocolo de diseño básico. Un jugueteo que dota a sus creaciones de un aura de sueño infantil y, quizás, eterno.