Picasso, un "caníbal" en el Thyssen: "Su obra sigue siendo un misterio"
- Una exposición crea un diálogo entre Picasso y los pintores a los que idolatraba
- El malagueño "absorbía" el arte de Velázquez o Goya e ideaba nuevas creaciones
“Greco, Velázquez, Inspiradme”. Un joven Picasso suplicaba a los maestros de la antigüedad la inyección de su visión totemica de la realidad. La cita estaba anotada con letra nerviosa en unos apuntes de 1898.
En aquellos años de estudiante en la Real Academia de San Fernando en Madrid, mataba horas y horas dibujando en el Museo del Prado como copista. Filtraba el genio creativo que le galvanizaba del "dios" Diego de Velázquez. "Desde entonces me quedó fijado en las retinas, de una manera obsesionante, el cuadro Las meninas", retornaba una y otra vez en lo que fue un guiño constante a lo largo de su carrera.
Las visitas "vampíricas" a museos, que replicaría en el Museo Etnográfico Trocadero de París, fascinado por las máscaras africanas, se convirtieron en el embrión de una disolución de facto de las fronteras entre tradición y modernidad.
Pablo Picasso aplicaba una suerte de "canibalismo" donde "absorbía el arte y lo regurgitaba" en pinturas inéditas que pronto se dispararían a años luz de las vanguardias, explica Paloma Alarcó, jefa de Conservación de Pintura Moderna del Thyssen.
"Él se consideraba como una especie de chamán. Una fuerza creativa que no se podía contener", describe graficamente Alarcó, comisaria de la muestra Picasso, lo sagrado y lo profano en el Thyssen-Bornemisza de Madrid (hasta el 14 de enero de 2024).
Tirando de este hilo de retroalimentación con otras firmas sagradas de la historia del arte, la experta ha declinado al pintor entre el poliedro de visiones del Año Picasso.
Picasso, lo sagrado y lo profano empareja esquivando la ortodoxia los lienzos del malagueño (El museo cuenta con ocho obras maestras del artista a las que se han sumado préstamos del Museo Nacional de Picasso en París o del Reina Sofía), con gemas de su colección: Velázquez, Ribera, El Greco, Rubens, Zurbarán, Delacroix, hasta la yuxtaposición sorprendente con la escultura de un Ecce Homo (1679) de Pedro de Mena.
Un diálogo impactante en una exposición destilada de reducido tamaño, en un cúmulo de maestría cruzada que invita a recorrer las salas con detenimiento para captar los matices.
"A pesar de las multiples capas interpretativas, Picasso sigue siendo un misterio y dará mucho que hablar. Para él, pasado y el futuro eran lo mismo, también lo sagrado y lo profano", detalla la comisaria acerca de esta "lectura infatigable" de la tradición, que divide en tres ejes que atraviesan 30 años "fundamentales" de su producción.
Fascinación por la modernidad de El Greco
En Iconofagia encontramos la dupla Picasso/El Greco no tan evidente pero cada vez más reivindicada por los investigadores en sus coincidencias, que aparecen encarnadas en Cristo abrazando la cruz (1587), de El Greco, junto a Hombre con clarinete, del malagueño.
Picasso cayó rendido por "el halo de modernidad, singularidad y variedad estílistica" de Doménikos Theotokópoulos, al que los cachorros de la vanguardia contribuyeron a rehabilitar del ostracismo bajo la etiqueta actualizada de "primer cubista" por sus figuras alargadas y su geometrismo.
Mientras que el volumen escultórico sazonado con ecos surrealistas y "claroscuros" marca de la casa de Caravaggio y sus seguidores, afloran en el retrato de su primera esposa, la bailarina rusa Olga Khokhlova, en Mujer sentada en un sillón rojo (1932) que se presenta junto a San Jerónimo penitente (1634), de José de Ribera.
"Es emocionante contemplar como se fija en la obra tenebrista de Ribera cuando pinta a Olga de manera tétrica en un momento en el que la pareja empieza a romperse", señala Paloma Alarcó en una conexión con las circunstancias íntimas que se desarrolla en la sección Laberinto personal.
"La obra de uno es como su diario", afirmaba el artista en una entrevista en 1932, y realmente gran parte de su producción es una crónica de vida enhebrada en el clasicismo y el cubismo en los años 20.
Picasso se autorretrata en Arlequín con espejo (1923), uno de los iconos del Thyssen, donde se rastrea con claridad la influencia "italianizante" de Retrato de un joven como San Sebastián de Agnolo Bronzino [Mira la imagen que encabeza la noticia]
Es un tiempo gozoso y el pintor deja pistas en sus creaciones, que a raíz del nacimiento de su hijo Paulo en 1921 se colman de escenas familiares y figuras femeninas representadas como Madonnas de Murillo y Rubens.
La debacle amorosa también asoma en las pinturas en las que Picasso transmuta en minotauro, un ser mitológico, sexual, celoso y atormentado, que ha abandonado a su esposa y musa por su amante, Marie Therese Walter, de 17 años, a la que ha dejado embarazada. Unas obras que tienen su espejo de referencia en el simbolismo de las figuras monstruosas de Moureau y Delacroix.
A partir de los años 30, los ritos paganos y cristianos se solapan obsesivamente en un retorno a sus raíces católicas bajo la idea del sacrificio, empapado por la violencia que se cierne sobre Europa.
Pablo Picasso crea febrilmente y la crucifixión se funde con la sangre de las corridas de toros en sus lienzos, hasta una nueva catarsis: el horror de Los Desastres de la guerra (1810) de Goya que se puede contemplar en la muestra. Picasso, el "devorador de imágenes" beberá directo de sus grabados hasta alcanzar la cima de El Guernica durante la Guerra Civil.