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Palestinos en el campo de refugiados de Sabra y Shatila: "La gente morirá en Gaza antes de irse al exilio"

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Dentro en un campo de refugiados en el Líbano

Mahamed al Katib era un bebé de apenas unos meses cuando en 1948, con la fundación del Estado de Israel, sus padres se vieron forzados a abandonar su casa. Él fue uno de los 750.000 palestinos forzados al exilio en países vecinos.

Así fue como su familia llegó a Líbano y se instaló en Sabra y Shatila, uno de los doce campos de refugiados palestinos que existen en este país. Llegaron de forma temporal y durante unos años, los primeros, vivieron en tiendas. La pretendida provisionalidad, sin embargo, calcificó, con el paso de las décadas, en un barrio levantado de forma desordenada: viviendas apiladas, una encima de la otra, según la necesidad del momento. Un laberinto sin cimientos al sur de Beirut.

Esquivando motos avanzamos entre las estrechas calles mal pavimentadas. Shatila es ruidosa y oscura. Una maraña de cables de suministro de agua y luz forman un tupido toldo que impide el paso de la luz solar.

En nuestro recorrido encontramos todo tipo de iconografía y carteles afines a todas las sensibilidades. Lo mismo un mural de Yasir Arafat que una bandera de Hamás. La bandera por todas partes. Rostros de combatientes muertos en muchas de las esquinas.

Imágenes de combatientes muertos en el campo de refugiados de Sabra y Shatila

Desde una ventana nos saluda Wafa Sukkar. De su casa nos llega el sonido del televisor con las noticias. De la suya y de casi todas. Aquí la gente tiene el corazón en otro lado y se traslada a su núcleo a través de la información que les llega. Cerca en la distancia.

"No tengo palabras para describir lo que siento. Estoy cansada. Tengo una hija y siete nietos en Jenín, en Cisjordania, y también primos y parientes en Gaza. Muchos de ellos han muerto y las comunicaciones son cada vez más difíciles. Es agotador", nos cuenta mientras nos dice creer firmemente en la resistencia y sentirse avergonzada de los países árabes por no involucrarse más estrechamente con los palestinos.

Seguimos caminando tratando de llegar a casa de Mohamed. Nos acompaña Khaled Abo al Nair, líder del Frente Democrático para la liberación de Palestina en Shatila, que cita a la sionista Golda Meir para negarle la mayor.

"Los viejos morirán y los jóvenes olvidarán", dijo, pues está ocurriendo lo contrario. "Son los jóvenes los que mayor arraigo sienten", señala este hombre, que no llega a los 60 años. Nunca ha pisado Palestina y no tiene parientes allí. "Eso no me importa porque los palestinos somos todos uno, estemos donde estemos. Yo espero que podamos regresar y sé a dónde quiero ir. Mi pueblo es Sahel al Holi", comenta con un semblante serio que no marida bien con la esperanza que dice tener con respecto a un retorno pronto.

Todos tienen esa referencia, pero entre los jóvenes, además de los que se están radicalizando, están los que optan por migrar para intentar vivir Palestina desde una situación mejor. La comunidad es numerosa, pero ha menguado en los últimos años. Ahora son unos 270.000 en el país. Llegaron a ser 400.000.

Al fondo de un comercio se ve una pantalla. Imágenes de los bombardeos. Le preguntamos a Khaled si cree posible una segunda Naqba (catástrofe en árabe, así es como conocen al exilio masivo de 1948) y niega rotundamente.

"La gente prefiere morir en su tierra. Israel quiere desplazar a todos los gazatíes hacia Egipto y a los cisjordanos hacia Jordania, pero no lo conseguirán. Se moverán de un sitio a otro dentro de Palestina, pero no se marcharán", nos dice. Él hubiera preferido eso, señala, a una vida como la que tienen en el campo: sin derechos, con limitaciones para el trabajo, condenados a la pobreza, la precariedad o la irregularidad. Sin futuro, apátridas, sin nacionalidad, porque aunque hayan nacido en Líbano no son libaneses. Son ya generaciones de espera con una única cosa segura: la identidad.

Museo de la Naqba: un rincón para la memoria

Al fondo de un callejón, al fin encontramos el pequeño museo que dirige Mohamed. Nuestra llegada interrumpe su partida de ajedrez. Este médico jubilado fuma un cigarro mientras nos explica en un perfecto español aprendido en sus años en la universidad en Zaragoza, que custodia centenares de objetos personales que distintas personas le fueron entregando para, de forma conjunta, representar la memoria colectiva.

De cada uno de ellos pende una etiqueta escrita a mano donde figuran todos los detalles: quién fue su dueño, su procedencia. Algunas con el paso del tiempo están desdibujadas por la humedad. Tose. Y sigue enumerando: utensilios de cocina, aperos de labranza, muñecas, radios y lo más simbólico, las llaves de las casas a las que pretendían regresar. También un hacha de las que sirvieron para perpetrar el genocidio de Shatila del que es superviviente.

Una radio en el museo de la Naqba que dirige Mohamed

Aquí la gente nace llena de cicatrices. En tres días de septiembre de 1982, 3.000 personas fueron asesinadas a manos de milicias cristianas libanesas con el apoyo indirecto de Israel. La mayoría de esos objetos carece de valor material, pero son preciados por lo que significan.

Con una taza de té en mano abre la tertulia. "Si el alto el fuego no llega a Gaza, creo posible una escalada del conflicto a nivel regional. Son 75 años. Ya basta. Creo que la liberación de Palestina está más cerca", comenta.

Mahamed Al Katib habla del 7 de octubre

"¿Cómo?", le preguntamos. "Es hora de hacer la paz u otra cosa", señala Mohamed. "Otra cosa. ¿Qué?", insistimos. "La guerra", apuntala.

Al ser preguntado si entonces estamos abogados a la guerra, responde: "O a la paz. Yo quiero la paz", sentencia.

Mohamed se levanta para despedirnos antes de retomar su partida. Él cree en su victoria esta tarde como en la de su pueblo sin mucho tardar. Está "seguro" de que sus hijos o nietos podrán volver a Al Khasam, su aldea.

"A veces yo he ido con ellos a la frontera. Está cerca. Me siento allí a mirar el lugar donde están enterrados mis abuelos. Yo siento tristeza, el peso de la injusticia… ganas de saltar al otro lado", afirma. Apenas unos kilómetros le separan de algo que por el momento ha sido inalcanzable, pero que sigue siendo, por generaciones, un motivo para existir.