'La zona de interés', la placidez nazi como metáfora de “nuestra capacidad para la violencia”
- Se estrena la película de Jonathan Glazer, premiada en Cannes y favorita para las nominaciones a los Oscar
Filmar el holocausto “como nunca se ha visto antes” suena pretencioso y también recurrente. El cineasta británico Jonathan Glazer presentó La zona de interés en el pasado Festival de Cannes con ese mantra (“Tratamos de encontrar un modo que antes no se había visto antes, una nueva perspectiva) y la recepción de su película le avala: Premio del jurado en el festival y cosecha de nominaciones en la temporada de premios con varias presumibles nominaciones a los Oscar a la vista.
La perspectiva de Glazer es la descripción de la vida privada de la familia de Rudolf Höss, que habitaba una de las elegantes viviendas con jardín emplazadas junto al campo de Auschwitz. Decidir qué comer, ordenar el jardín, atender el juego de los niños formaba parte de una rutina típica de cualquier alta burguesía de la época con la particularidad del humo que emanaba de las chimeneas, sirenas y gritos, tras el muro del otro lado de la calle
Si en El hijo de Saúl, el húngaro Lázsló Nemes, sumergía al espectador en el corazón de Auschwitz pegando la cámara a su protagonista, Glazer propone la antítesis: poner el foco, con mirada de etnólogo, en la desahogada vida de los jerarcas nazis con el holocausto en inmediato fuera de campo. La potente metáfora es obvia: el ser humano tiene una capacidad infinita para evitar lo que no le conviene.
La primera reflexión que deja La zona de interés es que el cine probablemente está obligado, en términos generales, a una mayor solemnidad y gravedad que la literatura para cuestiones espinosas. En la novela del fallecido Martin Amis, de la que la película toma solo prestado el título y punto de partida, perversamente se detallaban los amoríos y la vida mundana de los nazis, hasta el punto de generar críticas por su contenido erótico en semejante contexto.
Glazer, que venía de una obra de culto como Under the skin, donde filmaba el punto de vista de una alienígena sobre la humanidad, da continuidad a ese estilo tomando toda la distancia que puede sobre sus personajes, lo que formalmente también tiene sentido si consideramos a los nazis como un hito de negación de nuestra humanidad, pero su obra no corre ningún riesgo de resultar moralmente confusa.
Tras un largo proceso de documentación, Glazer encontró la llave en el testimonio del jardinero de la familia Höss, que dijo haber presenciado una discusión entre Rudolf (Christian Friedel) y su mujer Hedwig (Sandra Hüller) a propósito de mudarse: a Hedwig le rompía el corazón abandonar el hogar labrado con tanto empeño.
Tal vez la metáfora de La zona de interés se agota demasiado rápido para un largometraje. El cineasta británico se recrea de manera hipnótica en las tareas domésticas y los detalles banales. Cuando Glazer se aleja del muro para mostrar el viaje de Höss a una cumbre donde se decide —y se asume que se perderá— la guerra, la película se vuelve más convencional pero también se traiciona a sí misma.
Pero el aparato estético, la unión de las frías tomas y envolventes sonidos, de La zona de interés es fascinante. Glazer ha ido desgranando un método de rodaje nada convencional: un set en el que había entre cinco y diez cámaras, algunas de ellas camufladas, y absolutamente ningún técnico, director incluido. Los actores se movían por ese escenario y Hüller, la actriz europea de moda tras protagonizar también Anatomía de una caída, ha expresado que su experiencia en la película no se puede comparar con ninguno de sus trabajos previos.
Con su pretendido distanciamiento, la película se ofrece a la reflexión. Glazer quiere explicitar que todos elegimos no mirar en mayor o menor medida, y que la monstruosidad es inherente y nos obliga a vigilarnos. “Nos conviene pensar que no somos como ellos —decía en Cannes— pero la película habla de nuestra capacidad para la violencia”. En ese sentido, y su relación con sangrantes aspectos de la actualidad, la película se vuelve realmente incómoda, a condición siempre de que el espectador quiera asumir que existen horrores normalizados.