El estado de excepción de El Salvador: el orgullo de Bukele y el infierno de los inocentes
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El 7 de junio de 2022, como cada día, Irma Garcías se fue a trabajar mientras sus hijos se quedaban durmiendo en casa. El mayor, Enmanuel, de 19 años, descansaba junto a sus tres hermanos antes del inicio de su jornada laboral en el taller mecánico. Alrededor de las 10 de la mañana, agentes de la Policía Nacional de El Salvador irrumpieron en su casa sin una orden judicial y se lo llevaron. La justificación, “una detención arbitraria”.
Enmanuel Isaías Galicia es uno de los más de 75.100 detenidos por el Régimen de Excepción del presidente de El Salvador, Nayib Bukele. El 27 de marzo de 2022, el Gobierno ordenó la suspensión de las garantías constitucionales y las personas perdieron, entre muchas otras cosas, su derecho “a ser informadas sobre las razones de su captura”. Así se inició la “guerra contra las pandillas”.
En el último año, El Salvador se ha convertido en el país con la mayor tasa de encarcelamiento a nivel global. Según los datos de Amnistía Internacional, “presentó el índice de privación de libertad más elevado del mundo, con 1.927 personas presas por cada 100.000 habitantes”. Ahora, las calles de El Salvador se encuentran en paz, sin pandillas, pero, también sin democracia.
Una llamada anónima
Un tatuaje o una vivienda en un barrio marginal son justificaciones más que suficientes para acabar entre rejas. La familia de Garcías vive en San Ramón Mejicanos, un municipio del área metropolitana de la capital afectado por la pobreza y la violencia. Pero Irma Garcías asegura que su hijo no tenía ningún tipo de relación con las pandillas: “No tenía tatuajes, no era un delincuente, siempre luchó por su trabajo. Solo somos personas pobres”.
En mayo de 2022, un mes antes de su detención, el Gobierno habilitó una línea telefónica para denuncias anónimas y así “llevar a más terroristas ante la justicia”, presumió Bukele. Evidencias cuestionables como llamadas impersonales y acusaciones no corroboradas en las redes sociales pueden enviar a una persona a prisión sin una investigación independiente. Irma Garcías cree que la detención de su hijo fue por la “envidia o porque les caíamos mal”.
“Muchas personas son denunciadas, incluso por familiares o por competencias de comercios. No hay investigación y los policías o la Fuerza Armada llegan a las casas, les dicen que van detenidos en vías de investigación y jamás vuelven. Cuando la familia va a preguntar por qué delito está preso le dicen que por agrupaciones ilícitas”, describe la jefa de estado de derecho y seguridad de la ONG Cristosal, Zaira Navas.
Estas son incógnitas que a veces ni los propios cuerpos de seguridad pueden resolver. Desde la Policía establecieron cuotas de detenidos por días, lo que “llevó a que se cometieran abusos y capturas arbitrarias e ilegales”, afirmaron varios agentes.
Además, las condenas por “terrorismo”, como las cataloga Bukele, no son solo por la comisión de actos penales, sino también por la colaboración con las pandillas. Contribuciones, en muchos casos difíciles de corroborar, teniendo en cuenta que el modus operandi de estas estructuras era la extorsión y muchas personas, especialmente comerciantes, se vieron obligadas a pagarles para no perder sus vidas.
Hasta el momento, el Gobierno habla de 7.000 personas puestas en libertad. “Aceptaron que son 7.000 liberados. Significa que reconocen que hay un margen de error muy elevado. Y no les importa a quién llevarse por delante”, explica Samuel Ramírez, integrante del Movimiento de Víctimas del Régimen (MOVIR).
Como tantos otros salvadoreños, Enmanuel nunca defendió su inocencia ante un juzgado. El artículo 10 de la Declaración Universal de Derechos Humanos establece que toda persona tiene derecho a un juicio justo. Pero el Gobierno ha negado a parte de la población estos juicios, celebrando procesos masivos sin presentar pruebas individuales para cada uno de los acusados.
Irma Garcías tampoco pudo hacer frente al proceso judicial. “Fui a la Procuraduría y me dijeron que tenía que presentar una escritura que yo no tenía porque no teníamos vivienda, solo un cuarto alquilado. Yo no tengo casa. Por esa situación no aceptaron los arraigos. Regresé hecha pedazos porque no podía hacer nada para ayudar a mi hijo”. Así, miles de familias, la mayoría de clase baja, quedaron excluidas de las contiendas legales.
En el penal de La Esperanza
A Enmanuel lo trasladaron al penal de La Esperanza. Iba “a pasar ahí tres meses para investigación y luego los soltarían”, le dijeron. Pero nunca volvió. Las familias no tienen derecho a ser informadas de donde están sus seres queridos y tienen que hacer investigaciones individuales para averiguarlo. La única prueba que tiene Garcías para saber si su hijo está vivo es de viva voz. “Me dicen aquí está, pero no me consta realmente que él se encuentre aquí”, señala.
Este tipo acciones constituye un delito de desaparición forzada conforme al derecho internacional. “En algunos casos, los agentes se negaron a proporcionar información sobre el paradero de los detenidos a sus familiares. Cuando esto ocurre, las personas desaparecidas quedan totalmente indefensas y los familiares viven niveles de incertidumbre y sufrimiento que son abusivos e inhumanos”, denuncia la ONG Human Rights Watch.
Irma Garcías se reúne con otros familiares de desaparecidos fuera del penal para exigir la libertad de los inocentes. Aun así, cree que “si han matado niños, si no atienden a los que están enfermos... a otros no nos quieren dar información de nada. Yo no sé si él se encuentra bien, solo nos llegan mentiras y no podemos comprobar si están vivos porque no nos dejan verlos”.
¿Cómo pagar el proceso?
El mismo día que se llevaron a su hijo mayor, Garcías se quedó sin casa y sin trabajo. Su jefa le aseguró que si seguía el rastro de Enmanuel hasta la prisión se quedaría sin oficio. “Le dije a ella que él era todo para mí, porque no tenía quien lo defendiera. Yo era la única que estaba ahí para él. Soy su madre. Yo voy a ir a ver a mi hijo. Por eso estuve bastante tiempo sin empleo y sin ganar dinero para el proceso. No podía pedir justicia por él”. Al llegar a casa, el dueño del mesón en el que vivían de alquiler los echó del único lugar que tenían para vivir ella y sus tres hijos menores de edad.
Desde comienzos de 2023, el Gobierno cobra a los presos comida, ropa y productos de higiene. El penal puso a la venta paquetes de 150 dólares, la única medida para garantizar las necesidades básicas. “El salario mínimo supera un poquito los 300, pero la canasta básica son más de 430. En un país donde la mayoría de personas son de pobreza o pobreza extrema, tener dinero para pagar alimentos para el detenido, para transportarse hasta los lugares donde están presos, para mantener a hijos e hijas, para mantenerse a ellos, supone un impacto muy grave”, expone Zaira Navas.
Garcías se convirtió en madre soltera tras el fallecimiento de su marido y Enmanuel pasó a ser un pilar esencial para la economía de la familia, pero ya no cuentan con ese dinero. “Cuando voy a dejarle paquetes, yo se los dejo allí. Me cuesta bastante porque tengo que ir apartando para pagar la casa, agua, luz, útiles de mis hijos, alimentos... Este es un gasto muy grande, porque es un gasto con el que uno no cuenta”, relata.
Torturas y muerte bajo custodia
Hace más de un año y medio que Irma Garcías no ve a su hijo y no puede asegurar que siga con vida. Estas suposiciones están basadas en las denuncias que el Gobierno acumula por crímenes de Estado masivos, constantes y conscientes. Desde Cristosal expusieron “condiciones deplorables y tratos crueles, inhumanos y degradantes, así como casos de tortura y simulacros de ahogamiento”, especialmente en el penal donde se encuentra Enmanuel.
La respuesta del presidente es poner en duda la veracidad de la comunidad internacional. El 6 de abril de 2022 proclamaba: “No me importan lo que digan los organismos internacionales”, mientras aseguraba que las ONG solo defendían los “derechos de los criminales porque los derechos humanos no les importan”.
El régimen de excepción y sus logros son una satisfacción para Bukele. Mientras, otros opinan que también es “una herramienta de terror, de poder y para imprimir miedo a la población”, explica Luis (nombre ficticio), jurista salvadoreño. “El país que vende no es el que realmente es. Aquí hay pobreza, hambre, represión, muertos y gente que se muere en las cárceles sin habérsele comprobado su delito”, enumera Ramírez.
Entre la seguridad y la democracia
Ahora, El Salvador se enfrenta a un nuevo período electoral. Todas las encuestas pronostican una victoria aplastante de Bukele, y, aunque su reelección sea inconstitucional, se ha convertido en el presidente más popular del continente. “Lo único que ven las clases populares es que el presidente ha resuelto el tema de seguridad. Era uno de los temas que más preocupaba y uno de los más sensibles para la población que vivía seriada por los grupos criminales. No les importa el resto, sino más bien que el presidente es un héroe”, narra Luis.
Con este “modelo Bukele”, que ya se está contagiando a otros países, los salvadoreños por primera vez sienten tranquilidad. A su costa, vidas como la de Enmanuel y su familia solo pasan a ser números para las estadísticas estatales. Si en algo están de acuerdo todos los entrevistados es que con Nayib Bukele “el fin justifica los medios”, unos medios que parece que se prolongarán por cinco años más.