La maternidad enjaulada: "La primera visita que tuve con mis hijos no sabía ni qué preguntarles"
- RTVE Noticias entra la cárcel de Álava y habla con tres mujeres: madres, víctimas de violencia y también de las adicciones
- Según datos oficiales se calcula que en España hay 4027 mujeres cumpliendo condena
- Día de la Mujer 2024, en directo
Iratxe lleva tatuado el nombre de su hija Michelle en su mano derecha. Lo ha calcado sobre la piel para luchar contra una distancia infranqueable por los barrotes de la prisión. La tinta negra contrasta con una piel clara y sufrida. Nació en el municipio vizcaíno de Barakaldo, a sus 36 años es madre de un niño de 14 y una niña de 11, y no tenerles cerca es su mayor condena. En dos ocasiones ha sido víctima de violencia de género. “Tenía a mis hijos y no quería quedarme sin casa, siempre estaba buscando dinero”, expone para explicar el contexto que la llevó a delinquir y a cumplir una pena de once años. “Cuando entré en prisión no tenía un comportamiento adecuado, era bastante agresiva”, hace una pausa, su voz se entrecorta mientras reconstruye su periplo. Estuvo durante casi cuatro años en primer grado (régimen más estricto) deambulando por varios centros penitenciarios, lo que la llevó a perder el contacto con sus hijos.
Conchi tiene una voz inconfundible, resultado de unas cuerdas vocales que han sido derrotadas por las adicciones. A sus 52 años admite que vive “fastidiada desde hace mucho tiempo”; viene de una familia desestructurada y de un contexto socioeconómico complejo. Sus padres se separaron cuando ella tenía 18 años, una decisión que quebró la frágil economía familiar. Después se casó y, con tan sólo 24 años, se quedó viuda con dos hijos, de cuatro y dos años, a su cargo. “Mi suegra empezó a darme 'trankimazines' para calmarme”, arguye mientras busca el detonante de una vida entre rejas. Se juntó con una pareja drogodependiente, se mudaron a Valencia y acabaron los dos en un centro de desintoxicación.
“Fue muy duro, muy duro, muy duro”, rememora Conchi. Necesita parar, pierde la voz, suspira, despeja el flequillo de los ojos en busca de oxígeno. Aferra una mano con la otra y confiesa que llegó a engullir tres cajas de 'trankimazines' de golpe, unas 90 pastillas. “Era adicta y la única forma de conseguirlos era yendo a los ambulatorios, robando recetas y falsificándolas”, añade. Le cayeron nueve años de cárcel, salió en libertad condicional y en agosto de 2022 volvió a reincidir. Confiesa una enorme gratitud por su paso por la prisión, por dos cosas: “Me ha salvado la vida y me ha hecho conocer a mi chico. Llevamos siete años juntos”.
“Llevo una temporada bastante bien”, dice Felipa, convencida. Tiene 38 años y lleva 25 privada de libertad. Se debe, dice, a una vida “descarriada” y truncada por las drogas. Para mantener el consumo tuvo que “robar, robar y robar”. “Igual, me hacía falta entrar aquí para verme yo misma. Yo entré aquí muy mal, me dijeron ‘si llegas a entrar dos meses más tarde ya no contábamos ni contigo’”, dice con tono de gratitud. Salió y volvió a recaer. En estos momentos, su mundo se reduce a lo que hay en la celda 13 del módulo nueve del Centro Penitenciario de Álava.
Una puerta verde da acceso a su celda, su hogar, un cobijo improvisado, limpio y recogido. Los retratos sonrientes de su hija de 24 años y su nieto, que aún no ha cumplido el año, contagian a Felipa. Los enseña con paciencia y brillo en los ojos. Son reminiscencias que le recuerdan su ausencia. Un espejo donde mirarse. Una almohada rojo pasión contrasta con un cubrecamas con un mosaico de cuadros perfectamente impresos. Las paredes amarillas y verdes recuerdan a las de una escuela, y en una mesita se apilan sus cuadernos y carpetas con documentación. El armario tapado con una tela esconde la ropa colgada y doblada. La ducha y al lado una pila de botes de productos de higiene. Cuando despeja una cortina azul con flores estampadas ve el cielo.
Las mujeres, un 7,2% de la población reclusa
Cuando entró a cumplir condena, su pequeña apenas tenía tres años, pero la criaron su madre y sus hermanas y “era la reina de la casa”. Reconoce que un factor a su favor ha sido el concepto de tribu y la crianza colectiva que caracteriza a la sociedad gitana. “Me la traían” y nunca ha perdido el contacto con ella. “Aunque su madre vieja es su abuela, pero es consciente de que yo soy su madre”, concluye.
La entrada, la estancia y la salida de prisión de las mujeres es distinta a la de los hombres. “El internamiento en ellas es mucho más traumático”, argumenta Vicenta Alonso, psicóloga del Cuerpo Superior de Técnicos de Instituciones Penitenciarias y directora del Centro Penitenciario de Bilbao. Las intersecciones que más se repiten entre las mujeres, son la etnia, la nacionalidad, la toxicomanía, la pobreza, la discapacidad o la salud mental. Iratxe, Felipa y Conchi son tres de las 79 mujeres privadas de libertad en la cárcel de Álava, la más grande en el País Vasco.
En esta comunidad autónoma, las mujeres representan el 7,2% de la población reclusa, una cifra que coincide con el resto del Estado. La mayoría de las presas tienen entre 40 y 50 años, el 80% son madres y al menos seis de cada diez han sufrido violencia machista. “La criminalidad entre las mujeres es más funcional por la situación de exclusión social en la que se encuentran”, explica la psicóloga. El género también distribuye la tipología del delito. Insiste en que los delitos principales por los que están en prisión muchas mujeres son el tráfico de drogas o delitos contra el patrimonio. Vienen de familias desestructuradas y, en la mayoría de los casos, con necesidades económicas importantes. “Los centros penitenciarios gestionamos los problemas que están fuera de los muros. Las cárceles son una consecuencia de los problemas de la sociedad”, apunta Benito Aguirre, director del Centro Penitenciario Álava.
Ser madre: “Nunca quise verla a través de un cristal”
Iratxe estuvo casi cuatro años sin ver a sus hijos. Recuerda cómo “en la primera visita que tuve con ellos en un punto de encuentro no sabía ni qué preguntarles”. Se alió con el tiempo y gracias al acompañamiento de una educadora y una trabajadora social, las visitas fueron mejorando. “Como madre me siento muy culpable por no haber hecho las cosas bien. No sé cómo se sentirán ellos”, en alusión a sus exparejas.
Su internamiento depende mucho de lo que dejan fuera. “Ellas han quebrado ese mandato de buena mujer y buena madre. El reproche social que hay hacia ellas es muchísimo mayor que en el caso de los hombres”, alega Alonso. Iratxe ha vivido en su piel el castigo social durante sus salidas de permiso. “Vi a la gente cuchicheando, porque estás en tu barrio y la gente sabe quién eres. Es normal que hablen, pero luego también verán qué es lo que haces cuando salgas”, zanja.
Los pendientes color turquesa a juego con el colgante y la sombra de ojos de Iratxe rompen con la sobriedad de las cabinas vis a vis. La culpa las acompaña en todo el proceso de internamiento. “Si no tienes hijos, estás estropeando tu vida, pero al tener hijos, pues claro, lo que tú has hecho también les ha marcado a ellos”, dice entre lágrimas. Sus dos niños viven con su tía materna. “Me dicen que tienen una foto mía de la comunión en la nevera”, añade emocionada. “Ellos saben que soy su madre”, sentencia.
“Muchas veces su cabeza no está aquí, les genera problemas que sus hijos estén en la calle, con una familia o con la dputación en proceso de ser adoptados”, afirma Mercedes Silva Arizaga, psicóloga en el centro penitenciario de Álava. “Nunca quise verla a través de un cristal”, reconoce por su parte Felipa. No soportaba la idea de no poder tocar a su niña. La maternidad entre rejas es incompleta, argumenta, porque la vida fuera continúa y se pierden momentos esenciales. Su madre le preguntó si la esperaban para la comunión y “les dije que no porque la niña ya tenía una edad”. Pero los suyos siempre le han recordado que “si estás allí por qué te lo has buscado”.
La reincidencia: “Me hizo recaer la soledad”
“Mis hijos no quieren saber nada de mí, no tengo contacto con ellos”, lamenta Conchi. Es lo que más le pesa. No tiene ningún contacto con ellos desde que salió y volvió a reincidir. “Sé que me quieren, pero una oportunidad y dos a una madre, yo creo que se le dan”, reprocha. Se recompone en la silla, afianza los pies al suelo y vuelven las culpas. “Me han visto muy mal, me han visto olvidarme de ir a por mi hijo al colegio y menos mal que estaba mi hija mayor”, les justifica y reconoce que han sufrido mucho a su lado. Su voz se vuelve aún más ronca. “Lo han pasado tan mal que no quieren que me pase otra vez lo mismo, porque ahora he estado dos años y medio en la calle, estaba trabajando, contaba con el apoyo de una asociación de mujeres y volví a recaer”, dice.
“Si después de haber pasado una etapa en prisión, vuelves al mismo entorno sin las herramientas suficientes, internas y externas, para gestionar las dificultades inherentes a ese entorno tóxico, lo lógico es que vuelvas a intoxicarte”, argumenta Aguirre. “Me hizo recaer la soledad”, lamenta Conchi. “Estaba rodeada de gente que se portaba bien conmigo, pero no era mi gente. Me faltaban mi madre, mis hijos y mi chico. Me encontraba sola”, confiesa. Lo cierto es que a veces la salida puede resultar más difícil que la prisión, recuerdan que dentro de estos muros de hormigón tienen rutinas, hábitos, las necesidades básicas cubiertas y hasta tejen relaciones sociales. Entre ellas hablan, se escuchan, empatizan al verse reflejadas las unas en las otras. Pero sobre todo, caminan de la mano de profesionales que les dan herramientas para no caer en las heridas del pasado.
Después de la cárcel: “Quiero hacer el acceso a la universidad”
Hay reuniones para mujeres maltratadas y víctimas de violencia de género. “Yo he asistido hace mucho tiempo y no quiero otra vez volver a remover”, asegura por su parte Conchi. El programa 'Sermujer.es' es un proyecto para tratar la violencia de género de mujeres víctimas que están en centros penitenciarios. La psicóloga Silva Arizaga alega que se dan muchos casos que ni siquiera saben que la han padecido. “Es cuando están aquí, paran, escuchan, ven y dicen eso me ha pasado a mí”, arguye. Otro elemento fundamental a tener en cuenta es que, en el caso de los hombres, siempre hay una mujer, una madre, unas hijas que está ahí sosteniéndoles económica, emocional y afectivamente durante su estancia en prisión, mientras que, “en el caso ellas, ese apoyo no existe o lo pierden al ingresar para cumplir la pena”, apunta la directora del Centro Penitenciario de Bilbao.
La salida de Iratxe está prevista para agosto de este año. En estos momentos centra todos sus esfuerzos en preparar el acceso a Magisterio en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). “El tiempo que me queda aquí solo quiero hacer el acceso a la UNED”, revela. “Estoy sacando todo sobresalientes y es en lo único que estoy enfocada”, reitera. “No sabía la satisfacción que produce cuando te estás esforzando por algo y lo ves en tus notas”, sonríe con los ojos orgullosos. Muchas de estas mujeres abandonaron las aulas escolares, si alguna vez estuvieron en ellas, a edades muy tempranas. “Y cuando ingresan en prisión se encuentran ante una oportunidad de acceder a los servicios que un Estado de derecho tiene la obligación de garantizarles”, contextualiza el director de este centro penitenciario.
Además, durante su estancia en prisión tienen la posibilidad de trabajar, algunas por primera vez, para tener recursos propios y cotizar a la Seguridad Social. Felipa, por ejemplo, es interna de apoyo, ayuda a otras mujeres presas. Si son casos de primer grado y son agresivas, las vigilan a través del cristal. “No pueden tener televisión, ni ducha, ni nada para no hacerse daño, ni nada raro”, explica. “Tenemos que cuidarlas, darles consejos y consolarlas”, concluye.
La salida: “No me veo preparada para una convivencia”
La excarcelación de Iratxe está prevista para el próximo mes de agosto, tiene claro que sus niños, muy a su pesar, seguirán con su tía. “Ha hecho un trabajo estupendo y yo no tengo ningunas ganas de quitárselos. Por querer, claro que me gustaría estar en mi casa con mis hijos, pero tampoco sería justo para ellos”, razona. Ella estará ahí para pasar algún que otro rato los fines de semana, porque aún “no me veo preparada para una convivencia”.
Conchi tiene ganas de salir, aunque teme no superar la ruptura con sus hijos. En estos momentos, siente que es la primera vez que ha dejado definitivamente las pastillas. De hecho, “llevo desde septiembre de 2022 tomando una sola pastilla para dormir”, dice orgullosa. Lo único que tiene asegurado al salir al mundo exterior es el trabajo. “Saben que estoy en la cárcel y al terminar me han dicho que al salir que les llame, que cuentan conmigo”, asegura con cierta satisfacción.
“Yo salí con una mano detrás y otra adelante”, relata Felipa su primera excarcelación. En el centro penitenciario trabajaba, pero fuera se quedó sin ingresos y volvió a delinquir. El miedo a la reincidencia siempre está ahí. Pero tiene muchas ganas de acunar a su nieto y de encontrarse, sin límite de tiempo ni espacio, con su hija y su hermana.
“Solo me tengo a mí”, reconoce Iratxe. Esta es una de las lecciones de la reclusión. En todo este tiempo se ha hecho con las herramientas y puede admitir que “ahora me quiero un poco más”. “Siempre tienes miedo”, responde al preguntarle por su inminente excarcelación. Y por eso “quiero volver a ser libre, pero de otra manera”.