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Serbia, la cuna de los periodistas exiliados rusos

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Serbia, la cuna de los periodistas exiliados rusos

“Es exactamente igual que la que había en San Petersburgo”, comenta Gleb Golod, de 27 años, mientras pide un café en ruso en un establecimiento. Como él, más de 150.000 ciudadanos rusos han llegado a Serbia en los últimos dos años, desde que Putin invadió Ucrania.

El país balcánico es uno de los territorios donde más exiliados hay. No necesitan visado y, aunque no tengan residencia, si salen y vuelven a entrar al país una vez al mes, no tienen problema para establecerse en Serbia.

Por eso, hay más cafeterías regentadas por rusos, como la que visitamos con Golod, en pleno centro de Belgrado. El motivo por el que él y su esposa abandonaron el país es que es periodista. Trabajaba para medios independientes y un buen amigo cercano a los servicios de inteligencia del Kremlin le aconsejó que abandonase el país cuando Putin endureció algunas leyes relacionadas con la libertad de prensa, semanas después de que comenzase la guerra en Ucrania. Desde entonces, difundir noticias sobre el Ejército consideradas falsas por el Gobierno puede conllevar penas de hasta 15 años de prisión.

Golod prefiere que sigamos hablando en su casa, en un espacio privado. Allí nos cuenta de su trabajo en Rusia: ha investigado casos de corrupción del Gobierno de Putin, ha sido periodista de tribunales y, cuatro semanas antes de que comenzase la guerra, decidió ir al Donbás para ver si había movimientos militares que pudiesen indicar que se estaba preparando el ataque. Allí lo detuvieron y lo interrogaron durante seis horas. “Pensaron que era un espía”, dice. Finalmente, lo soltaron, pero el tiempo en su país natal estaba llegando a su fin.

El difícil acceso a la información en Rusia

“Todos los medios con los que trabajaba están ahora en el extranjero. El 90% de los periodistas independientes están en el extranjero”, cuenta. Como otros (según Reporteros sin Fronteras hay entre 1.500 y 1.800 periodistas rusos en el exilio), trata de seguir contando lo que pasa en su país, pero no es fácil. No tiene acceso a las fuentes y dice que muchos no quieren hablar con él porque lo consideran un traidor.

“A veces siento que estoy quemado con el trabajo porque parece que lo hago para Occidente. La muerte de Alexéi Navalni es una gran tragedia, pero nos ha enseñado algo: hay gente que necesita esta información. Tenemos que trabajar para ellos porque, si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará?”, se pregunta.

Ya no siente nostalgia por su país. Es joven y no puede lamentarse pensando en el pasado, reflexiona. Tiene que seguir viviendo y tiene que ser fuera de Rusia. Ahora está en Serbia, pero no descarta irse a otro país en el futuro

Para su mujer, Anastasia Krainyuk, este proceso de adaptación a una vida nueva no está siendo tan sencillo incluso sintiendo, según nos cuenta, que ahora mismo cualquier sitio es mejor que Rusia para vivir. Ella también trabajó como ilustradora para medios independientes. Por ejemplo, hizo un simulador de cómo sería la celda en la que se encontraba preso el opositor Alexéi Navalni.

“Cuando comenzó la guerra ya no podía llamar a las cosas por su nombre”, nos cuenta, y fue entonces cuando comprendió que no podía seguir viviendo allí. Aceptarlo, asumir que su futuro estaba en el exilio, le llevó tiempo. Primero pensó que la guerra no duraría. Cuando se dio cuenta de que no iba a ser así entró en una depresión que le duró seis meses. Su trabajo es lo que la ayudó a salir de ese pozo, “a gestionar mis sentimientos”.

Serbia, candidata para entrar en la UE desde 2012

En Serbia dicen sentirse a gusto si no tienen en cuenta el contexto político. El país lleva siendo candidato para entrar en la Unión Europea desde 2012, pero su Gobierno también trata de tener buenas relaciones con Vladímir Putin. Condenó la agresión a Ucrania en la ONU, pero no secundó las sanciones. Además, según denuncia una asociación de disidentes rusos en Serbia, en las últimas semanas varios opositores han recibido órdenes judiciales de expulsión por atentar contra la seguridad del país. Sin dar más explicaciones, denuncian.

A nivel de calle, en general, los serbios nos hablan de que hay buena convivencia con los rusos, que existe una amistad entre los dos pueblos que viene de lejos. Pero hay una parte de la población que apoya las políticas de Putin. El dueño de un puesto de souvenirs en el que se pueden comprar camisetas o tazas con la cara del presidente ruso nos dice que es una especie de símbolo de resistencia contra Occidente y, en particular, contra la OTAN porque para muchos, dice, la herida de los bombardeos de 1999 de la Alianza sigue abierta.

Preguntamos a Dinar Shakirov, otro periodista exiliado de 38 años, por la situación en Serbia. “El Gobierno no es tan prorruso. Simplemente, como todos, juega su propio juego”, analiza. “Aquí tengo derecho a expresar todos mis pensamientos y hablar de lo que quiero abiertamente. El Gobierno serbio no me molesta, no prohíbe”.

Precisamente el miedo a que expresarse libremente le pudiese llevar a la cárcel o pusiese en riesgo a su familia fue lo que le llevó a tomar la decisión de irse de Rusia. Desde los 15 años ha trabajado como periodista y en su biografía hay de todo, incluso estuvo contratado en medios estatales. Uno de los proyectos en los que participó fue un documental que trataba de desmentir a otra obra de Navalni en el que contaba cómo un palacio, presuntamente controlado por Putin, había sido financiado a través de la corrupción.

Después de que arrestaran a Navalni decidí que no quería seguir allí. Entendí que todo lo que los medios estatales hacen destruye el país y yo, como periodista, había participado en esa destrucción”. Desde entonces, trabajó para medios independientes hasta que se marchó.

Ahora está buscando trabajo mientras prepara un documental sobre cómicos rusos exiliados que con sus monólogos también critican al gobierno de Putin. Mientras, su mujer y él esperan su primer hijo. Un niño que nacerá en Serbia y puede que nunca conozca el país de sus padres.

En este momento de tantas incertidumbres, Gleb, Anastasia y Dinar tienen una certeza: no volver a casa es el precio que han pagado por seguir ejerciendo su profesión.