Las heridas abiertas 30 años después del genocidio de Ruanda: "Lo peor es no haber podido enterrar a mi hermano"
- Entre el 7 de abril y el 1 de julio de 1994 fueron asesinados más de 800.000 tutsis
- En RTVE.es hablamos con dos supervivientes de una masacre que abrió heridas que todavía continúan abiertas
Con solo diez años, Omar Ndizeye vio morir a miles de personas ante sus ojos. "Sobrevivir a esa situación escondiéndome bajo cadáveres y sangre es algo que jamás olvidaré", afirma 30 años después de la masacre en Ruanda. Uno de esos cuerpos que le rodeaban era el de su padre; lo descubrió cuando los atacantes, miembros de la milicia Interahamwe y de las fuerzas gubernamentales ruandesas, abandonaron la iglesia convertida en cementerio en la que se refugiaba una multitud de tutsis, el pueblo perseguido en el que fue uno de los episodios más crueles del siglo XX. En apenas 100 días, entre el 7 de abril y el 1 de julio de 1994, fueron asesinadas más de 800.000 personas.
"Aún lo recuerdo casi todo, aunque quizás lo que más se me viene a la cabeza es el recorrido hasta la iglesia de Nyamata y todo lo que sucedió después", relata Omar Ndizeye a RTVE.es. Ahora convertida en monumento conmemorativo, el templo que a mediados de abril vio morir a decenas de sus seres queridos solo fue uno de los muchos escenarios de un genocidio que acabó con aproximadamente el 70% de la población tutsi en Ruanda, aunque también murieron hutus (la población mayoritaria) moderados.
Hasta entonces, en episodios de violencia anteriores, los atacantes habían respetado los lugares sagrados, así que muchos eligieron refugiarse en un templo en el que creían que estarían a salvo. "Llegaron y empezaron a lanzar granadas dentro de la iglesia. Y yo estaba ahí, sentado entre la gente, viéndolo casi todo", recuerda este hombre ahora afincado en Estados Unidos. "Cuando se fueron, encontré a mi padre. Su columna vertebral había sido cortada prácticamente en dos pedazos con un machete", relata.
Hutus y tutsis, una división social convertida en étnica
Un año antes del genocidio, cuando la profesora de primaria de Eugene Ndagijiman les preguntó antes de comenzar la clase quiénes de ellos eran hutus y quiénes tutsis, el pequeño no supo responder. "No lo sabía, yo solo veía que todos en clase hablábamos el mismo idioma y lo compartíamos todo", asegura a RTVE.es. "Ese día aprendí que era tutsi, éramos dos o tres en el aula, y recuerdo que la situación empeoró desde entonces", asegura este ruandés desde Kigali, su actual lugar de residencia.
Antes del periodo colonial, la división entre hutus y tutsis se basaba en el estatus social y la riqueza, pero bajo el control belga se potenció esa diferenciación y se incorporó la cuestión étnica en la ecuación. De hecho, en los años 30 se implementaron carnés de identidad racial que años más tarde facilitarían la identificación del pueblo perseguido. El Gobierno belga consideró superiores a los tutsis y les favoreció con una mejor educación y empujándoles a puestos militares y administrativos, así que entre los hutus, grupo mayoritario, empezó a crecer cierto resentimiento por haber sido relegados.
En 1959, tres años antes de que Ruanda lograra su independencia, los hutus derrocaron al entonces rey tutsi y mataron a miles de personas de este grupo, provocando que otras muchas se marcharan al exilio. En los años siguientes, confiscaron sus propiedades y la mayoría fueron reubicados en las regiones forestales de Bugesera, en la Provincia Oriental de Ruanda.
Tras décadas de tensiones, el detonante definitivo se produjo la noche del 6 de abril de 1994. El avión en el que viajaban el entonces presidente de Ruanda, Juvenal Habyarimana, y su homólogo burundés, Cyprien Ntaryamira, ambos hutus, fue derribado, provocando la muerte de todos los que viajaban en él. Los extremistas hutus culparon al Frente Patriótico Ruandés (FPR), formado por tutsis exiliados, e iniciaron una matanza en la que tomaron el control de carreteras y emprendieron una búsqueda casa por casa que acabó con la vida de unas 10.000 personas diarias ante una respuesta de la comunidad internacional prácticamente inexistente.
Una matanza indiscriminada, casa por casa
A los 12 años, Eugene vio cómo mataban a sus padres y a su hermano mayor de 13 en su propia casa. "Los asesinaron delante de mí y todo lo que teníamos fue destruido. Nunca he vuelto a sentir ese dolor", cuenta. Él y su hermana de tres años sobrevivieron, pero se quedaron huérfanos, sin nadie y sin nada, y no fue hasta que un grupo de monjas de la Fraternidad de las Hermanitas de Jesús les acogió en su orfanato cuando volvieron a sentir el cariño de la que, dice, fue su nueva familia.
"La propaganda hizo efecto y apuntaba a nuestra comunidad. Lo que más dolió es que mi padre era un buen hombre, realmente aceptado y querido y, sin embargo, fue el primero en ser asesinado", cuenta Eugene. Antes del genocidio, los extremistas hutus ya habían tomado el control de los medios de comunicación y utilizaban la radio para esparcir un odio étnico que desembocó en miles de asesinatos, algunos de ellos entre miembros de una misma comunidad.
La locutora de radio ruandesa Valérie Bemeriki lo explicó así en 2014 en una entrevista concedida a TVE desde la prisión de Nyarugenge, en Kigali: "Decíamos: están ahí. Y en cuanto decíamos eso, los asesinos se dirigían a aquel lugar y asesinaban a todo el que se encontrara por allí. Eso quiere decir que mataban a los niños, las madres, las abuelas, los viejos… a todos". Desde la Radio Mil Colinas su voz invitó a los hutus "a trabajar" juntos para acabar con parte de sus paisanos. "Cuando sé de alguien que ha muerto por alguna de mis emisiones, es un golpe muy duro para mí", aseguró entonces.
La de 1994 fue una matanza contra los tutsis. "Se habla del genocidio de Ruanda pero, como supervivientes, siempre insistimos en hablar del genocidio contra los tutsis para hacer justicia a las víctimas", explica Omar Ndizeye, quien reconoce, sin embargo, que la masacre afectó al conjunto de la población, también a aquellos que participaron en ella, y abrió heridas que persisten en la actualidad. "Algunos perpetradores testificaron que por las noches oían las voces de los bebés que mataron y el trauma está presente en toda la sociedad", asegura.
Muchos no encontraron los cuerpos de sus familiares
Tras sobrevivir a la masacre de la iglesia de Nyamata, Omar pasó cerca de un mes rodeado de personas a las que apenas conocía, escondido entre arbustos en el bosque de Kayumba, que por aquella época fue refugio de miles de tutsis. "Allí también nos perseguían y algunos de ellos usaban perros para buscarnos y matarnos, también había cadáveres por todas partes", relata. Su madre y su hermana habían ido a Kigali cuando tuvo lugar la matanza y Omar pasó meses sin saber que ambas seguían vivas.
Nunca llegaron a encontrar, sin embargo, el cuerpo del hermano pequeño de Omar, que sí había ido con él hasta el templo. "Esa es la parte más difícil, no haber podido enterrar a mi hermano", cuenta Omar, que comparte el dolor con otros muchos ruandeses que todavía hoy están en su misma situación y que no han podido enterrar a sus seres queridos. El genocidio, asegura, creó un complicado proceso de duelo para los supervivientes y, posiblemente, para toda Ruanda.
"Tradicionalmente, cuando alguien moría en Ruanda, sus seres queridos quemaban leña y, tras el periodo de luto, se tiraban las cenizas como señal de que se había ahuyentado a la muerte. Con el genocidio, eso no es posible", relata Omar, que explica cómo la matanza también rompió otros tabúes, como el de enterrar a más de una persona en un ataúd ya que, en el caso de los monumentos conmemorativos, donde descansan miles de cuerpos, "no había y sigue sin haber elección".
En julio de 1994, el FPR, respaldado por el ejército de Uganda, tomó el control de Ruanda dando por finalizado un genocidio en el que, además de las muertes, se utilizó la violencia sexual como arma de guerra y hasta 250.000 mujeres y niñas fueron violadas, lo que provocó miles de nacimientos. Algunos de ellos fueron niños infectados con el virus del VIH, ya que los hutus llegaron a liberar a pacientes de SIDA de los hospitales para formar "escuadrones de violación".
Alrededor de dos millones de hutus, tanto civiles como atacantes, huyeron a distintos países de África y Europa por temor a posibles represalias y el actual mandatario, Paul Kagame, tomó el poder tras el genocidio y no lo ha soltado desde entonces.
En noviembre de ese mismo año, se estableció en Tanzania el Tribunal Penal Internacional para Ruanda (TPIR), que acusó a más de 90 personas tras largos procesos judiciales. Decenas de altos funcionarios ruandeses hutus fueron condenados por genocidio aunque, como denuncian los dos supervivientes entrevistados, otros muchos pudieron huir sin recibir castigo alguno.
Contar lo que pasó "para que no se repita"
Eugene asegura haber "pasado página", pero quiere que se conozca lo que pasó "para que no vuelva a repetirse", por eso, dice, se convirtió en activista y trata de difundir su mensaje al mayor número de países posible. "Quiero que sepan que no es ficción, que soy yo el que habla y que eso fue lo que ocurrió", explica este superviviente, que en su libro Mystery of rescue recopila los testimonios de 22 niños que, como él, fueron acogidos por las Hermanitas de Jesús, dos monjas y un soldado que les ayudó a sobrevivir.
Para Omar, la escritura también ha supuesto un refugio. Cuando publicó su libro Vida y muerte en Nyamata: memorias de un niño en la iglesia más oscura de Ruanda, se sintió liberado y se dio cuenta de que escribir se había convertido en su "terapia". "Fue como una carga que salió de mi cabeza", confiesa. Ahora, dedica parte de su trabajo al estudio del genocidio y sus consecuencias y ha sido orador en múltiples conferencias.
Fundada por una ruandesa que perdió a más de 50 miembros de su familia en el genocidio, la organización SURF Survivors Fund ha recopilado durante años testimonios como el de Omar y el de Eugene y presta servicio a distintos supervivientes de la tragedia.
"Treinta años después, aquellos que éramos niños somos ahora padres", dice Eugene, que tiene tres hijos de 10, ocho y tres años. "Todos sus abuelos están muertos", se lamenta, ya que su mujer también sobrevivió al genocidio y, como él, perdió a su familia. Haber vivido esa misma circunstancia, dice, les une todavía más pero es "muy difícil" explicar a unos niños en qué circunstancias murieron sus familiares. Ahora bien, "lo mínimo que podemos hacer es hablar de ellos y queremos que siempre sean conscientes de lo que pasó".