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Análisis

Ochenta años del Día D: cómo la Segunda Guerra Mundial moldeó Europa

  • La vivencia, independientemente del bando, de la SGM, creó un nexo cultural y psicológico en la mayor parte de Europa
  • La ausencia de España en las conmemoraciones ilustra su falta de vínculo con un elemento cohesionador del continente

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Segunda guerra mundial: 80 años del 'Día D'
El presidente francés, Emmanuel Macron, interviene durante la conmemoración del 'Día D' REUTERS/Benoit Tessier

La memoria es corta y las vidas, por longevas que sean, acaban extinguiéndose. Esta semana hemos visto aún a supervivientes del desembarco en Normandía, alguno centenario, en la celebración de los 80 años de aquella gesta. Cada 9 de mayo, Día de la Victoria, sea un aniversario redondo o no, Rusia, que se ha apropiada selectivamente del pasado de la Unión Soviética como si fuera heredera única, hace lo propio con la victoria sobre el nazismo. Ah, los fastos por el pasado.

Ya quedan muy pocas personas que vivieran de manera consciente la Segunda Guerra Mundial, pero el legado de aquella guerra pervive en la cultura y la psicología de Europa y la une. Con excepciones.

Una herida común

Vivir y frecuentar varios países europeos me ha enseñado que la dos guerras mundiales han dejado una memoria colectiva profunda y común en aquellos países que la sufrieron, independientemente del lado de la historia en que estuvieron. No se puede entender la Alemania del presente sin tener muy en cuenta la pesada culpa por el Holocausto y el precio de la derrota. Igualmente, la ocupación y posterior expulsión de los alemanes influyen en las políticas y sentimientos de la mayor parte de Europa. Todas las familias y ciudades de los países afectados cuentan con muertos, prisioneros, soldados, traumas, destrucción propia. Un nieto de un soldado reclutado para la Wehrmacht, un nieto de una Coventry o una Rotterdam destruidas o una nieta de una superviviente del sitio de Leningrado comparten la memoria familiar de la Segunda Guerra Mundial, no es algo que han aprendido en libros o en películas, es historia transmitida en casa de generación en generación. Los españoles algo sabemos de ese tipo de herencias, pero no de esta.

La lengua alemana fue una víctima más y ha sido para varias generaciones de europeos una lengua visceralmente antipática, hostil, porque era la lengua de los ocupantes y de los guardias de los campos de concentración. He conocido incluso a franceses que detestaban los perros de raza pastor alemán por la misma razón. Algo parecido está produciendo en la lengua rusa la invasión de Ucrania. Son factores psicológicos, humanos, sin los que no se entiende la ira que se concentró contra el liderazgo de Angela Merkel durante la crisis económica y los planes de austeridad o la actual contra Ursula Von der Leyen, ambas alemanas. Por supuesto que no es la única ni la principal razón para criticar sus respectivas gestiones, pero sí es un elemento que aumenta la dimensión de la discrepancia, basta recodar con qué facilidad algunos caen en vincular cualquier muestra de liderazgo por parte alemana con el pasado invasor. Es muy cansina, por ejemplo, la frecuencia con que la prensa deportiva y amarilla británicas recurren a los bombardeos alemanes sobre Inglaterra, el omnipresente Blitz, como metáfora para el presente, ya sea una goleada en fútbol o una iniciativa diplomática.

Por la misma razón Estados Unidos ha gozado durante décadas del reconocimiento de la Europa liberada, que pronto, al partirse el continente en dos, olvidó la contribución descomunal en vidas del Ejército Rojo, el Ejército soviético.

Memoria común, aunque distinta

"Hay que definir victoria, porque mientras que para la Europa Occidental derrotar a Hitler supuso la libertad, para la Oriental significó caer en otra dictadura, la de la Unión Soviética", reflexión que le escuché a una activista polaca hablando de la invasión rusa de Ucrania. Ochenta años después del desembarco y 79 del final de aquella guerra, Europa ve aquella victoria con distintas perspectivas, pero en estas ocho décadas la mayor parte, dentro y fuera de la Unión Europea, la ha conmemorado anualmente.

Rusia, tan alejada políticamente de la Unión Europea, tan enfrentada a Occidente en la retórica del Kremlin, llama Gran Guerra Patriótica a nuestra Segunda Guerra Mundial y su visión también es otra, pero comparte la vivencia, el recuerdo, de aquella guerra. España no lo hace. El presidente Vladímir Putin, repudiado hoy por invasión, participó en 2004 y 2014 en celebraciones parecidas a la de esta semana en Normandía, en el 60º y el 70º aniversario. Rusia no participó en aquel desembarco, pero sí en la liberación del nazismo, fue el Ejército Rojo el que entró en la capital del Tercer Reich, en Berlín. Ningún país implicado tuvo la cantidad de muertos que tuvo la Unión Soviética, más de 20 millones calculan. Los descendientes de aquellas víctimas consideran que Occidente se ha apropiado injustamente de la derrota del nazismo.

España en aquellos años (1944-1945) aún lloraba sus muertos de otra contienda y hoy sigue social, psicológica y políticamente ajena a ese patrimonio común europeo del siglo XX, lidiando con su propio pasado.

¿Y España, en esa memoria europea colectiva?

Le leí a un historiador que España ha pasado por las mismas experiencias del siglo XX que el resto del continente, pero desacompasada. No han coincido en el tiempo. Fue el caso de las dos guerras mundiales. Para cuando Hitler invadió Polonia en 1939, España ya había sufrido su tragedia civil y estaba sumergida en una dolorosa y arruinada postguerra. Para cuando los aliados desembarcaron en Sicilia y Normandía y liberaron Europa del fascismo y el nazismo, España y Portugal permanecieron durante 30 años más bajo una dictadura aliada de los dos regímenes derrotados.

Los gobiernos aliados se desentendieron de la guerra civil española, mientras que Hitler y Mussolini apoyaron al bando sublevado, y se desentendieron también cuando vinieron a liberar el continente. Occidente validó la dictadura del General Franco hasta el punto de que el presidente de EE.UU. Eisenhower visitó oficialmente España en 1959. La historia se construye día a día y, durante décadas, la de España fue por un camino distinto al del resto de Europa. No tenemos recuerdo familiar ni social de soldados estadounidenses como liberadores, o soviéticos como ocupantes, todo lo más, alguna generación como la mía en Barcelona recuerda a los marinos de la Sexta Flota por la Rambla cuando atracaban en el puerto, y en otras ciudades por la cercanía de una base militar. Estados Unidos no nos liberó de una dictadura, la consolidó.

La UE, la hija conciliadora de la guerra

Aunque suene reiterativo está bien recordarlo una y otra vez, la hoy Unión Europea fue un invento para evitar que los europeos siguiéramos matándonos por los siglos de los siglos. Fue una idea de esperanza tras medio siglo derramando sangre. Francia y Alemania son el principal eje político de la UE porque antes lo habían sido de conflictos bélicos. Alemania daba miedo y una vez derrotada se creó una instancia supraestatal para que estuviera en armonía con sus vecinos. En los actos del 6 de junio en la playa normanda de Omaha nada ilustró mejor esa mutación de las guerras por las armas en simples batallas políticas que el momento en que coros militares y decenas de niños cantaron la Oda a la Alegría, el himno de Unión Europea con música (Beethoven) y letra (Schiller) alemanas, acompañados por las banderas de la UE en el escenario francés.

Si la Unión es hija de las guerras europeas del siglo XX, España podría decirse que viene a ser una especie de hija adoptiva. Una recién llegada en 1986 que no comparte la herencia sanguínea del resto de la familia. Los países del este o centro de Europa llegaron más tarde, a partir de 2004, pero comparten código genético aunque se hayan criado aparte. En la tribuna de Omaha Beach estaban, por parte europea, el anfitrión, el presidente de Francia, Emmanuel Macron, los reyes británicos, los de los Países Bajos, los belgas, el rey de Noruega, el de Dinamarca, el duque de Luxemburgo, el príncipe de Mónaco, el presidente de Italia, varios mandatarios de la Europa que quedó tras el telón de acero, e incluso, un año más, el canciller de Alemania, el país cuya derrota celebraban los anfitriones, los vencedores. España, un año más, ausente.

Es una parte importante de la historia de Europa que nos es ajena y es lícito preguntarse si la carencia de este vínculo compartido por varias generaciones de europeos influye en la visión, aún imperante en España, de que "Europa" es algo ajeno, exterior.

Este domingo estamos convocados a votar para elegir uno de nuestros parlamentos, el supraestatal, el Parlamento Europeo, que esta semana ha hecho público un dato revelador: el 53%, más de la mitad, de las leyes aprobadas en España en los últimos cinco años (lo que dura una legislatura del Parlamento Europeo) derivan de directivas y decisiones europeas. Tal vez es hora de que vayamos interiorizando que somos Europa.